¿Qué nos preparó el nuevo, pero viejo, amigo Indiana Jones en la quinta y presumiblemente última película con Harrison Ford interpretando al arqueólogo de sonrisa torcida, sombrero y látigo siempre a mano? Indiana Jones y el dial del destino es tan entretenida como por momentos ridícula, y los puristas que disfrutamos Los cazadores del arca perdida en un cine hace casi 42 años, volvemos a divertirnos. Ya no está Steven Spielberg detrás de las cámaras (junto a George Lucas, creadores de Indy, sí figuran como productores ejecutivos). Por un lado, mejor, porque la cuarta de Indy (El reino de la calavera de cristal, 2008) no había estado a la altura de las anteriores. Ahora es James Mangold (Logan, ¿la mejor de las películas de los X-Men?) quien le pone brío, pero lo que no logra es un filme personal, como los tres primeros que tenían la firma, la marca de Spielberg. Los cazadores del arca perdida marcó un antes y un después en el cine de aventuras, creando esas “set pieces” o escenas de alto impacto que uno podría “cortar” y ver independientemente, pero que se unían una tras otra en perfecta conjunción. Los guionistas de Hollywood vienen copiando el estilo desde hace cuatro décadas. Si es hora de una renovación, Indiana Jones y el dial del destino no se propone hacerlo. En el prólogo Indiana es joven -hablamos de 1944, se viene la caída del Tercer Reich- y parece más un muñeco de cera con efectos CGI, al estilo De Niro y Pacino en El irlandés, de Martin Scorsese-, y está tras la Lanza de Longino, el cuchillo usado para extraer la sangre de Cristo. Pero, oh, sorpresa, es falso, y en el tren donde los nazis llevan centenares de tesoros robados está la mitad de la Anticitera, el engranaje creado por el matemático griego Arquímedes en el siglo III antes de Cristo. El que lo obtenga, se dice más adelante, será más poderoso que un rey, un emperador o el mismísimo Führer: será un dios, ya que el aparatejo permite a quien lo posea controlar las fuerzas del espacio y el tiempo. Un villano nazi Allí, en 1944, Indy pelea con un nazi, Jürgen Voller (Mads Mikkelsen). El prólogo dura 22 minutos, y falta aún más de dos horas de persecuciones, explosiones, muertes y menos humor que el de otras aventuras de Indiana. Luego nos encontramos en el “presente”: es 1969, en Nueva York, y lo despierta en su departamento Magical Mistery Tour, de los Beatles. Mira la demanda de divorcio que le pide Marion, le pone whisky a su café y se marcha. Indiana se ha jubilado (¡!), pero da clases en el Hunter College. Allí llega a visitarlo Helena (Phoebe Waller-Bridge, de Fleabag), que en otras películas anteriores hubiera sido el interés romántico de Indy, y no su ahijada. Hace 18 años que no la veía: Helena -hija del profesor Basil Shaw (Toby Jones), que lo acompañaba en la aventura en 1944-, le dice que también es arqueóloga y quiere acompañarlo a buscar la otra mitad del artefacto de Arquímedes. Por supuesto que Voller no murió, sino que es el científico que ahora con el apellido Schmidt la NASA contrató para llevar al hombre a la luna. En medio del desfile en Nueva York, pasará de todo. Y así como en 1944 hubo persecuciones en moto con sidecar (¿les suena de El templo de la perdición?), ahora las habrá a caballo en Manhattan. Y habrá muchas más a lo largo del filme, que va de Tánger a Italia, y tiene reservadas sorpresas que emparentan, para mal o para bien, a Indiana Jones con los superhéroes de Marvel. No por superpoderes. Guiños para los fans hay a montones, sobre todo a Los cazadores del arca perdida, desde aquellos animales a los que Indy teme hasta esos besos para dar donde a uno no le duele. En fin, después de casi 42 años Indiana Jones sigue vivito y coleando, y golpeando y disparando. Podrá tener muchos más años (Ford ya tiene 80), pero si lo que aprendimos es que lo que importa es el kilometraje, bueno, Indiana no va a dejar colgado el sombrero jamás.
Hay momentos muy divertidos en Flash, la nueva película de superhéroes del Universo Extendido de DC, que dirigió el argentino Andy Muschietti. Hay varios Batman, se ven varios Superman y hay no uno, sino dos Flash. Y tiene un comienzo, los primeros 20 minutos, que son como para no quitar la vista de la pantalla. Hay buenos gags en los diálogos (el del “baby shower”, cuando hay bebés cayendo en el aire y Flash debe salvarlos de una muerte segura). También hay un par de cameos -uno de ellos realmente impensado-, y el propio Andy Muschietti aparece con un pancho en la mano. Y están los guiños a Independiente: el mate -y el termo del Rojo- se ve, no tanto como cuando Stephen King lo tomaba en It: Capítulo 2, antes de los 15 minutos, y en la escena postcrédito hay otra referencia. Pero, desafortunadamente hay un pero. Por un lado, esta Flash llega un poco tarde, porque ya vimos a tres Spider-Man juntos en una película, y la sorpresa se pierde, y por otro el Multiverso y las realidades paralelas, bueno, ya dejaron de ser una novedad hace rato. El Batman de Ben Affleck, y el de Michael Keaton En ese arranque confluyen Flash, el Batman de Ben Affleck y hasta la Mujer Maravilla. Son escenas de acción, de persecuciones rodadas con brío, con un montaje que no lastima los ojos, sino que permite observar cada detalle y que hacen esperanzar al espectador como pocas veces pasó con una película de DC. Luego, llega el Multiverso. Barry/Flash tiene un trauma: de niño su madre Nora (la española Maribel Verdú), que canta Pedro Navaja murió asesinada en la cocina de su casa mientras preparaba la pasta y su padre (Ron Livingston) había ido al super a comprar una lata de tomates. Pero la Justicia entiende que el asesino fue él, las imágenes de la cámara de seguridad del supermercado no permiten verlo a él con claridad, para que le sirva de coartada. En el presente, Barry/Flash comprende que podría correr más rápido que la velocidad de la luz hacia el pasado y, sin mayor interacción, por consejo de Batman, resolver el asunto de la lata de tomates. Que se haga la salsa para la pasta, y listo. Por supuesto que no saldrá como él lo preveía: termina alterando el pasado. Entre otras cosas, no hay metahumanos, se queda varado junto a su otro Yo, un Barry adolescente un tanto ganso, y hasta Eric Stoltz sigue siendo Marty McFly en Volver al futuro… La referencia al filme de Robert Zemeckis no es gratuita, y hay también a otras películas, sea desde posters (El origen, de Christopher Nolan; V de Vendetta, todas de Warner Bros.) y hasta, claro, Al filo del mañana, la de Tom Cruise. La película sirve para entender cómo Barry se convirtió en Flash por accidente, a partir de una tormenta y un rayo que le dio sus poderes, esos que le posibilitan al poner los brazos en posición extraña correr a ultravelocidad, o también atravesar paredes, como Harry Potter en la estación de trenes. Pero ahora sin Fuerza de velocidad, porque al volver a pegarle el rayo, se los quitó y los tiene su otro Yo y, para más, el General Zod (Michael Shannon) llega a la Tierra buscando a Superman y para realizar su famosa Terraformación, los dos Flash se reunirán al Batman que sí existía (Michael Keaton) para, con otra superheroína, tratar de salvar al mundo. Y ahí el Batman de Keaton, que tiene con el mismo traje y el batimóvil del filme de Tim Burton, explica lo que a tantos espectadores confundió del Multiverso con un plato de espagueti. En fin, Flash es divertida, sí, pero no novedosa.
Elementos, la nueva película de Pixar, es una historia de inmigrantes combinada con otra de amor, uno como no hay otro igual. Por algo será que el corto que antecede a la proyección de la película (La cita de Carl) es un derivado de Up, en la que Carl y Ellie vivían la historia romántica más conmovedora de Pixar. “Los elementos no se mezclan”, dice alguien y no al pasar. En la multicolor Element City, con sus enormes torres hechas de vidrio templado a fuego, nubes y trenes que andan sobre rieles que salpican agua, habitan personas hechas de cuatro elementos: Agua, Tierra (o árboles) Aire (o nubes) y Fuego. Los últimos también fueron los últimos en inmigrar, y no se han asimilado por completo a la ciudad. Bueno, hay un prejuicio sobre ellos, pero lo cierto es que pueden evaporar a los de agua si toman contacto con ellos, y quemar a los que son árboles. Algo similar sucedía en Zootopia, de Disney, o en los mismísimos X-Men: el miedo o el desconocimiento de lo diferente no aúna, sino que divide y segrega. Bernie y Cinder Lumen abren su propio negocio, y allí junto a la llama azul que trajeron de Tierra del fuego, crían a Ember, con la esperanza de que herede el negocio familiar. A los quizá muchos temas que aborda el filme de Peter Sohn (el director de Un gran dinosaurio) se suma el de dilema de seguir el mandato familiar y/o el sueño propio, el de la carrera que desea perseguir. En el caso de Ember, ser artista. Relación padre e hija Pero allí está la fuerte y cariñosa relación padre-hija, con la idea de que Ember se haga cargo del local cuando el padre se jubile. Pero Ember tiene mal genio, y entra en llamas cuando se enoja. Y a partir de un enojo es que se inunda accidentalmente el sótano del negocio y allí aparece un personaje de agua, Wade, que resultará el interés romántico. Wade es inspector del municipio, y aunque la multa, luego intentará subsanarlo para que el local no sea clausurado. Hay una fisura que permite que el agua llegue al gueto de los de Fuego, y esa grieta en un dique que contiene el agua es otra metáfora más de las muchas que ofrece Elementos. La película tiene abundantes cuotas de humor, gráfico y en lo diálogos, desde la ola que hacen los personajes de agua en un estadio a las confusiones del padre de Ember, que no termina de aprender a hablar el idioma de la ciudad. La música de Thomas Newman, sea interpretada con cítara, guitarra acústica o tambores, o hasta cuando es electrónica, hace mucho más que acompañar la belleza de las imágenes, siendo un “elemento” distintivo más. Y si la película no llegara a ser candidata al Oscar en el rubro de animación, tiene un tema musical que seguro estará allí. Las diferencias a veces pueden salvarse, más cuando hay amor verdadero. ¿O acaso no llueve con sol?
Cuando un actor es buen actor, sabe hacer drama, comedia o el guion que le pongan enfrente. Robert De Niro lo demostró, aunque es cierto que ha tenido menos buenos libretos -y consecuentemente, filmes- cuando encaró la comedia. Pero no hay que ser prejuiciosos, y Mi papá es un peligro funciona, y bien. Además, debe ser de las pocas películas en las que actúa el protagonista de Taxi Driver, El Toro salvaje y Joker que pueden ver chicos, porque el humor es bien Apto para todo público. Hablábamos de prejuicio, y lo cierto es que la gran mayoría de sus comedias -a excepción de La familia de mi novia, con Ben Stiller- suelen ser bodriásticas. No es el caso. Tal vez sea que De Niro acepte más de lo que debería, pero ya ha explicado que tiene unas cuántas cuentas por pagar. Aquí es Salvo, un estilista de Chicago que perdió hace poco a su esposa. Llegó de Sicilia, y no se cansa de decir que hizo todo por su hijo Sebastian (el comediante Sebastian Maniscalco, con pequeños papeles en Green Book y El irlandés, y coguionista del filme), hasta enlistarse en el Ejército y combatir en Vietnam. Sebastian está de novio con otra hija de inmigrantes, en este caso, irlandeses, pero multimillonarios. El trabaja en una cadena de hoteles, y la familia de su novia invierte cientos de millones sólo en la remodelación de uno. Sebastian está esperando el momento y el lugar indicado para proponerle matrimonia a Ellie (Leslie Bibb), y quiere entregarle el anillo de bodas de su abuela, que su padre está guardando hasta que su hijo “encuentre a la mujer adecuada”. Y justo le llega una invitación de sus potenciales suegros, la madre de Ellie, Tigger (Kim Cattrall, Sex in the City y Porky's, algo irreconocible), que es senadora, y el padre, Bill (David Rasche, Karl Muller en Succession), propietario de un club de campo. Quieren que Sebastian los acompañe a la celebración del fin de semana largo del Día de la Independencia. Cuando Sebastian le pide el anillo a su padre, éste le responde que él necesita investigar a los nuevos suegros. Sí, en parte De Niro repite el personaje de La familia de mi novia, solo que ahora es el padre “pobre” y no rico, pero se pone a investigar igual a los adinerados. Es un relato sobre la familia, en el que las relaciones padres/hijos son troncales, y contrapuestas: el padre italiano es arisco a los abrazos y una sola vez su hijo lo vio sonreír en su vida, y los ricachones son de pegotearse, abrazarse y besarse. Los diálogos son jugosos, tienen chispa y las situaciones humorísticas están bien hilvanadas y rodadas por la directora Laura Terruso. Lo dicho, es una comedia sin los dobles sentidos subidos de tono de otras películas con De Niro -salvo un desnudo masculino de atrás, y no del actor que el 17 de agosto cumple 80 años, no hay otra cosa-
El sopapo que Spider-Man: Un nuevo universo a los espectadores de cómics, cuando se estrenó a fines de 2018, fue una sorpresa. Una novedad que llegó para mostrar y demostrar que se podía adaptar las novelas gráficas de otra manera, con otro estilo. Esa Spider-Man era como un bombardeo a los ojos. Insertaba, sí, el tema del multiverso, y ahora la secuela, Spider-Man: A través del Spider-Verso, dividida en dos partes, viene a redoblar la apuesta. Detrás está el dúo que componen Phil Lord y Christopher Miller, como coguionistas y productores. (En la proyección para los críticos, aparecieron dando la bienvenida y pidiendo que no se spoileara nada; tal vez esas copias sean las que se estrenen en los cines). Son los creadores de la Lego película, y aquí se las ingeniaron para crear una historia que puede seguirse sin haber visto la primera animada de Spider-Man, pero que también tiene numerosos guiños a otros Spider-Man -sí, a todos los que se puedan imaginar, y más-. Porque, claro, estamos en el multiverso. Miles Morales (Shameik Moore), el adolescente hispano de Brooklyn, mordido-por-una-araña-radiactiva ha perfeccionado sus poderes. Y si es protagonista, también lo es Gwen Stacy (voz de Hailee Steinfeld), la baterista y Spider-Woman vestida de blanco. Si hay algo que une a todos los Spider-Man, sean del universo, de la Tierra o de donde fuera que sea, es algo así como un karma, que tiene que ver con la muerte de un personaje cercano a ellos. El padre de Gwen, un capitán de policía, cree que la Spider-Woman (no sabe que es su hija) es responsable de la muerte de Peter Parker. Y ahí se viene el rollo de la frase del primer Spider-Man, el de Tobey Maguire, de que “todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”, tomada en verdad de Churchill. Pero ésa es otra historia. Nuevos directores Si la duda que planteaba que el trío responsable de la dirección de la primera fuera completamente suplantado por otro terceto, la verdad sea dicha, ésta segunda película es más comiquera que la original, tiene mucho más humor y resulta menos grave, o seria. La cantidad de nuevos Spider-Man -y de Spider-Woman, alguna embarazada, más algún dinosaurio- ensanchan la historia, y hay un supervillano que sí, estaba en la primera, pero aquí se lo presenta de nuevo. Es La Mancha (Jason Schwartzman), que antes trabajaba en Alchemax y terminó siendo mutilado genéticamente por aquella implosión del colisionador, por culpa de Miles. Adivinaron, quiere venganza. Es un personaje blanco con manchas de tinta negras (Gwen se reirá de él, y se preguntará si es una vaca) y que puede ir de un universo a otro. Hay gadgets, algo más sofisticados que los que utiliza James Bond, y una Sociedad de Arácnida, que comanda otro latino, Miguel O'Hara (voz de Oscar Isaac), un tipo serio y con cicatrices que tal vez se expliquen en la próxima aventura. Como Lord y Miller pidieron, no hay aquí spoilers. Disfruten de las dos horas y veinte de la película, que ya habrá más en Spider-Man: Beyond the Spider-Verse, que está en posproducción y estrena el año que viene.
Texto publicado en edición impreesa.
Más española que argentina, no solo porque fue rodada mayormente en la península ibérica, sino porque director, guionista y varios integrantes del elenco son hispanos, Objetos es un thriller con alguna que otra sorpresa que la tornan atractiva. Y una de ellas es Alvaro Morte, protagonista de La casa de papel. Quien fuera El Profesor en la serie de Netflix aquí es Mario, que está a cargo de una oficina de objetos perdidos. Y a la vez que se preocupa por reparar lo que le llega las manos, también atiende al público. Puede recibir a una señora que perdió un paraguas y se quiere llevar uno mejor que el que extravió. O puede examinar una valija de lujo, rescatada del fondo del río, y allí encontrar una batita de bebe. Y restos humanos de un recién nacido. Mario suele recibir, también, la visita de una agente de policía, Helena (Verónica Echegui, de Explota, explota, la película inspirada en canciones de Raffaella Carrá), y cuando entiende que la Policía, tras una visita de rigor de un superior, tras su advertencia, no hará nada por investigar el asunto, la identidad del bebe, y cómo llegó al fondo del agua, bueno, se pondrá a investigar él mismo. Y una de las vueltas del guion es que Mario tiene, tal vez, en una de ésas, sus motivos para hacerlo. No vamos a revelar cómo es que Mario llega hasta a una red de prostitución que opera en un hotel de alta categoría, y descubre que es Sara (la China Suárez) quien en su momento dio a luz a ese bebe. Pero lo que no sabía Sara era que estaba muerto. A partir de allí, la trama de Objetos -que emparienta a las cosas con las mujeres vueltas objetos- se tornará, más que detectivesca, un thriller impensado. Y las acciones que realiza Mario molestan a más de uno, más cuando rescata a Sara de la organización delictiva. Visita inesperada Pero decíamos que Mario recibe a la gente en su oficina, y no tardará en llegar una visita inesperada, alguien que dice buscar no un objeto, sino a una persona, le aclara, hermosa. Daniel Aráoz es Ochoa, y es el único personaje que lamentablemente está bordado con todos los clisés que el guion de Natxo López no le dio a ningún otro de los protagonistas. Ochoa no le permite abordarlo como a sus protagónicos en El hombre de al lado o La noche más larga: se parece más al de Franklin, por ejemplo. Pero las vueltas de tuerca, lo inesperado, es lo que hace que Objetos no se estanque, que el personaje de Morte vaya creciendo secuencia a secuencia y el resto de los personajes lo acompañe. El director Jorge Dorado, que proviene de la televisión, muestra buen pulso para darle bríos a las escenas de acción, y dramaticidad a las que lo requieren. Del lado argentino, además de Suárez, que en el cine parece tener mejor suerte con los papeles -en cuanto a la construcción de los mismos- que los que le ofrecen y acepta en televisión- y Aráoz, aparecen Andy Gorostiaga, visto en la reciente Tres hermanos, y Selva Alemán, precisa y conveniente como siempre.
Esta Rápidos y furiosos X tiene todo lo que el fan de la saga ansía ver, después de una espera bastante más prolongada de lo que estaba acostumbrado. Hay acción, acrobacias, muchos regresos -está Paul Walker, y también su hija, en un cameo: búsquenla en un avión-, tiene un villano como Jason Momoa de lo más extravagante, y la familia, de sangre o de lo que sea, por delante de todo. “No me importa morir para proteger a la gente que amo”, dice por ahí Dominic Toretto (Vin Diesel), y cómo no vamos a creerle. Los que recién lleguen a los Rápidos y furiosos seguramente se perderán bastante, o al menos bastantes guiños. Las acciones se remontan a diez años atrás, en Río de Janeiro, cuando Dominic roba con Brian O’Conner (Paul Walker, luego muerto en un accidente automovilístico) una bóveda con dinero de un narcotraficante brasileño (Joaquin de Almeida). Venganza, siempre la venganza Diez años después, Dom acompaña a su pequeño hijo Brian (llamado así en honor a su amigo muerto) derrapando el auto. Y compartiendo la mesa larga, al aire libre, está la abuela de Dom (Rita Moreno), que es como Mufasa de El Rey León cada vez que abre la boca: tira una enseñanza. La acción regresa cuando el hijo de reyes, aquel narco que murió persiguiendo a Dom, quiere vengarse. Sí, ese personaje es el de Jason Momoa, al que le dieron todos los chistes posibles y juega aquí más al comediante que al villano de acción. Es malísimo, sigue el refrán de su padre muerto, que es la antítesis de la abuela/Mufasa (que mejor que matar, primero es hacer sufrir), se limpia la sangre de la navaja con la lengua, extorsiona a todos y tiene entre ceja y ceja -y miren que las tiene tupidas- a Toretto y su familia. Decíamos que hay varios regresos, y se deben hacer varias alianzas que hasta la película novena eran impensable, e imposibles. Pero ya aprendimos bien que en Rápidos y furiosos nada es imposible, y lo que ayer era una cosa, hoy bien puede ser otra. Y mañana, también. Así que se desata la guerra, los bandos se arman y los combates, por lo general con los protagonistas furiosos a bordo de autos rápidos, se dan en locaciones como Roma, Los Angeles, Nápoles, Londres y en Portugal. Hay secuencias increíbles, como la de una bomba subacuática enorme, recorriendo las calles de Roma hasta llegar cerca del Vaticano, que el director Louis Leterrier (El transportador, El increíble Hulk, la de Edward Norton) asegura que era una bola de verdad prendida fuego, o sea que no es por efectos de computadora. Eso lo dejaron para las acrobacias más increíbles que puedan imaginarse. Porque en Rápidos y furiosos X rompen todo, principalmente autos. Y vuelven varios, hasta alguno que jamás hubiéramos imaginado... Hay una sola escena postcrédito, pero no hay que perdérsela, y en la banda de sonido se escucha a María Becerra cantando un fragmento de Te cura. Si quieren más, vayan a los cines, porque Rápidos y furiosos X podrá ser más de lo mismo, pero es entretenida.
Texto publicado en edición impresa.
Habrá que echarle la culpa a las compañías telefónicas de los celulares, si no a los guionistas de Amor a primer mensaje, la comedia romántica en la que todo lo que uno intuye que va a suceder, pasa. Miren a Mira (Priyanka Chopra Jonas, la actriz nacida en la India que protagoniza la serie Citadel, recién estrenada), completa y enteramente enamorada de John (Arinzé Kene), dibujando su retrato -es artista, y publica libros ilustrados para niños- en un café, cuando él llega, medio que la sorprende, se besan, se dicen cosas lindas que se van a ver a la noche. Y John sale a la calle, y… Sí. Exacto. Tiene un accidente automovilístico, que termina de la peor manera. Pasan los meses, y miren a Mira, aún dolorida, sin poder terminar de hacer el duelo, por más que su hermana menor la incite a que dé vuelta la página. Bueno, dan vuelta la página del guion y ahí viene lo que decíamos: de echarle la culpa a las telefónicas. Porque la línea, el número que pertenecía a John, ahora lo tiene Rob (Sam Heughan, de la serie Outlander), un periodista de un diario neoyorquino a quien su novia abandonó a poco de que iban a contraer matrimonio. Sin estas vueltas de la trama hay películas, sobre todo comedias, que no existirían. Bueno, Amor a primer mensaje es una de ellas, a partir de que, de la nada, miren a Mira escribiéndole mensajes a John, a modo de recuerdo, de terapia o de lo que les parezca, y a Rob recibiendo extrañado esos mensajes almibarados en el teléfono que su jefe laboral le dio, como para tenerlo más controlado. Es lo que dicen. Llora y llora Y así como lloraba y lloraba a su amado, miren ahora a Mira, enganchándose en una cita en un restaurante con un desconocido -no, todavía no es Rob, sino un personaje que interpreta Nick Jonas, de los Jonas Brothers y esposo de Priyanka-, para luego sí, intercambiar miradas, pero no “ese” número de línea del celular. Ah, está Céline Dion haciendo de Céline Dion, porque Rob tiene que entrevistarla y escribir un artículo. Y Céline, que ha sufrido mucho, no parará de aconsejarlo. Decíamos que todo lo que uno supone que va a suceder, pasa, y miren a Mira olvidando rápido a John y enamorándose con los mismos ojitos y suspiros, pero ahora, de Rob. Quien, claro por supuesto, sino la película terminaría enseguida, no le dice nada de que recibe los mensajes que ella le escribe al difunto John. La premisa chica conoce chico, chica se separa de chico y chica vuelve con chico es la base de muchísimas comedias románticas de Hollywood y de acá a la vuelta. ¿Acaso está mal? Para nada. Lo que tiene que tener es diálogos graciosos, situaciones bien estructuradas, y tiene que haber química entre los protagonistas. Esto no es Sintonía de amor, en la que Sam y Annie, los personajes de Tom Hanks y Meg Ryan no se encontraban hasta el final en el mirador del Empire State. Tampoco es Cuando Harry conoció a Sally, en la que Harry conocía mucho a Sally. Y una hora y 44 minutos puede sentirse como mucho más de lo que es, por más que Céline Dios cante más de una canción.