Unas gotas de pintura rosada manchan el coqueto zapato de Carmen (Aline Kuppenheim) mientras espera encontrar el color definitivo para su nueva casa de veraneo. El símbolo se hace carne en la incierta conciencia del personaje que observa lo que ocurre en Chile en 1976 con cierta intriga y algo de asombro. Disparos en la calle, un zapato de mujer bajo su auto, un país en tensión que apenas rasga la rutina de sus días. Pero cuando emprende un viaje a la playa para remodelar la casa que alberga a su familia en los recreos semanales descubre que ese mundo desconocido toca a su puerta con el rostro del padre Sánchez (Hugo Medina) y sus preocupaciones cristianas, con la pierna herida del joven Elías (Nicolás Sepúlveda), un feligrés refugiado en la sacristía ¿Quién es Elías en realidad? ¿Un delincuente herido en un robo por hambre? ¿O un militante opositor perseguido en esos días álgidos del gobierno de Augusto Pinochet?
La actriz Manuela Martelli construye su ópera prima como directora sobre el punto de vista de Carmen, una mujer de clase acomodada cuyo pasado en la Cruz Roja y compromiso cristiano modelan su costado humanitario. Frente a ello se erige la presión de su entorno: el discurso orgánico con el régimen militar de su marido, jefe médico en un hospital de Santiago; las declaraciones de su yerno en relación con las bondades del nuevo capitalismo; o de sus amigos en sintonía con la mano dura ante a los rebeldes. Esa fractura interior del personaje se vislumbra a través de las claves del melodrama, colores opuestos que delinean la casa en refacción, espejos partidos que muestran las dos caras de Carmen, planos amplios y desoladores que recogen la misma melancolía que podía verse en las películas de Douglas Sirk de los años 50.
Pero el mundo exterior que registra Martelli asedia la vida de Carmen según dos claves, que de alguna manera definen la encrucijada que transita la película. Por un lado, un terror íntimo y sugerente, influido por el cine de Andrés Wood –productor de la película y director de Martelli en Machuca (2004) y La buena vida (2008)-, también cercano a la experiencia de la argentina La noche de Francisco Sanctis (2016) de Francisco Márquez y Andrea Testa, modelada sobre planos cerrados y opresivos, sobre la silueta de un exterior nocturno y brutal.
Allí la película permite palpar el clima de la época sin discursos ni declaraciones, solo con aquellos escalofríos que definen la peregrinación de Carmen a una realidad que había decidido ignorar. Sin embargo, la otra clave ofrece los tópicos del thriller político convencional, con sujetos amenazantes, autos policiales y cadáveres en la orilla del mar. En ese doble juego, 1976 sostiene el ritmo narrativo pero aligera su contundencia, hace efectivo su relato pero sacrifica cierta originalidad, atada a universos que ya hemos visto demasiado en el cine.
El gran mérito en el viaje inquietante que propone 1976 es de Aline Kuppenheim, actriz de una fisonomía perfecta para cargar con el peso de una historia apremiante y la tensión de ese mundo dividido. Una y otra vez su rostro se revela como el mapa de una realidad indecible, cuya violencia subterránea rasga esa aparente armonía que preanuncia el peor final.