¿Cuál es el sentido de una nueva entrega de Indiana Jones a más de cuarenta años de su estreno? Los intentos de respuesta pueden ser sencillos. En primer lugar, el atractivo que en este tiempo tienen las sagas para el mainstream, en tanto son la perfecta amalgama entre un universo ya digerido y el goce de la nostalgia. Pero siempre hay algo más, quizás la convicción de que aquel cine nacido en los tempranos 80 tenía un aire genuino, un ímpetu de renacimiento para una industria aguijoneada por los cines europeos modernos, una originalidad propia de lo analógico que hoy es difícil de producir pero fácil de reinventar. En esa línea, Steven Spielberg –artífice de toda esta historia junto a George Lucas- deja su lugar a James Mangold, aplicado alumno de aquella generación que dio nuevos aires al cine de aventuras y nueva hegemonía a Hollywood. Ahora bien, reverdecer la saga también implica rejuvenecer a su héroe, un Harrison Ford a quien conocimos en la piel del joven Indiana Jones en Los cazadores del arca perdida (1981), explorando las maquinaciones del nazismo en el mundo de entreguerras. Aquel era el año 1936, y ahora en 1944 los nazis siguen siendo los villanos, en este caso tras la pista de una misteriosa daga con la que Hitler espera detener su caída. El Harrison Ford que asoma al comienzo de Indiana Jones y el dial del destino, en esos días de rapiña desesperada, es una versión rejuvenecida digitalmente, diseñada con capturas del rostro del actor en sus años mozos, que nunca reniega de su condición de artificio. Puede ser una prueba de fuego para los ya maduros fans de los 80 –que deberán ensayar cierto reajuste en la mirada- y una constatación para los jóvenes espectadores que ya saben que el cine de hoy le debe más a la técnica que a la magia. El preámbulo de la película es un honesto punto de partida: una escena a pura adrenalina en un tren que es escenario del escape de la dirigencia nazi con un suculento botín de objetos de arte, de la amistad entre el doctor Jones y su colega de Oxford, Basil Shaw (Tobi Jones), y de la presentación de la Anticitera de Arquímedes, el McGuffin de turno, una creación del matemático griego que parece ser la piedra angular para posibles viajes temporales. Con las coordenadas establecidas, Mangold nos traslada a la Nueva York de 1969, en plena euforia por el alunizaje, cuando los nazis ya camuflados como activos de la carrera espacial para los Estados Unidos deciden reavivar su agenda conquistadora del pasado. Por entonces, el profesor Henry Jones -próximo a su retiro académico del Hunter College, propenso a la bebida y amargado por su inminente divorcio- recibe la visita de su ahijada Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge), quien tras la pesquisa de la Anticitera desata un vendaval de intrigas y ambiciones para hacerse con el legado triunfal de Arquímedes. Lo que sigue puede parecer previsible pero ello no lo hace menos entretenido. Y el mayor mérito de Indiana Jones y el dial del destino consiste en despojarse del coqueteo sci-fi de la última entrega, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008), para hundir nuevamente sus raíces en la Antigüedad. El universo de Arquímedes y el sitio de Siracusa, hitos que tiñen el relato con más mitología que rigor histórico, le permiten a Mangold recrear el espíritu de la primera trilogía, quizás con menos oscuridad que en Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), pero con clara conciencia de lo que se necesita para un espectáculo contemporáneo: persecuciones rocambolescas, un villano de gran talla (muy buen aporte de Mads Mikkelsen), despliegue geográfico y la idea tan difundida de que el destino del mundo está en pocas manos. Tiempos de narcisismo y tecnología que se cristalizan en un derrotero vertiginoso y divertido, en el que nuestros personajes no admiten la periferia de la Historia. Una de las más originales incorporaciones de esta entrega es la de Phoebe Waller-Bridge, actriz y guionista que sacudió a la comedia británica en la pasada década y que ahora parece destinada a desempolvar a las viejas franquicias de los rastros de sexismo. No es la chica rubia y linda que grita ante un sobresalto, sino una mujer adulta e independiente, ambiciosa y algo cínica, que esquiva en su periplo toda condición de accesorio. Una especie de Katharine Hepburn inglesa, eso sí, con pocos aires de Connecticut y evidentes anticipos del feminismo de los 70, quizás demasiado tentada por el individualismo del nuevo milenio. Aun así, logra impulsar la película hacia adelante, su dinámica con Ford es orgánica para la historia y nunca deja de ser un activo para el rumbo de la acción. Si en una película como Logan, Mangold había demostrado su oficio para moverse dentro de los límites y exigencias del cine de superhéroes, aquí se pone al servicio de una franquicia modelada en los 80, hoy venerados sin demasiados reparos. Una ventana al pasado, a una era analógica que necesita de lo digital para concretar la nostalgia. Una alquimia efectiva, sin hallazgos ni estridencias, pero muy, muy disfrutable.
“¿Vos pensás que yo no puedo entender? ¿Qué soy una madre como todas las demás?”. La frase sale enérgica, entre lágrimas retenidas, y quizás con algún adjetivo calificativo enredado entre las palabras, de la boca de Blondi Basile (Dolores Fonzi) tras una dolorosa revelación de su hijo Mirko (Toto Rovito). Ocurre en el último tercio de la película y confirma lo que ya pensábamos para ese entonces: Blondi no es una madre como las demás. O por lo menos no es como esas madres que ha definido a lo largo de su historia el imaginario cinematográfico. Madres abnegadas y sacrificadas, con el amor a flor de piel, madres villanas y déspotas, madres entrometidas y demandantes, perfectas para tratar en terapia. La ficción ha pensado una y otra vez a la madre como ancla de conflictos y vacilaciones de las infinitas criaturas que han poblado el mundo. Pero Blondi encuentra su singularidad no solo en el cuerpo que Dolores Fonzi le presta sino también en la mirada que ofrece tras la cámara para evitar definirla, para hacerla libre, vital en esa escurridiza distancia que la separa de su juicio y la envuelve en su comprensión. Blondi es la ópera prima de Dolores Fonzi como directora. Es una película sobre madres e hijos, sobre gente que se quiere aunque a veces se pelee, sobre amistades que pueden nacer en el corazón de una familia. Blondi y Mirko viven en la misma casa, comparten fiestas y amigos, son cómplices y confidentes. Blondi fue madre siendo adolescente y los años que la separan de su hijo parecen haberse acortado. Para la mirada del afuera su presencia esquiva la autoridad de un adulto, el tono adusto del mandato. Pero Blondi cumple cada día con su trabajo como encuestadora en el conurbano, guía a su equipo de jóvenes aprendices con calidez y firmeza, los lleva en el auto, desliza algunos consejos sobre inversiones financieras, se ríe con esa inocencia todavía adolescente. La unión con su hijo está cargada de presente pese a que los recuerdos asomen una tarde lluviosa bajo un toldo ya gastado, o en un viaje entre las sierras hacia un destino repentino. Y ese presente les permite sorprenderse y sorprendernos, trascender la tentación de la propia importancia que comparten las familias y el cine. Blondi es una película de maternidades. Distintas formas de concebir ese vínculo, de elegirlo y renegociarlo. Blondi es madre de Mirko pero también es hija de Pepa (Rita Cortese), quien vive apenas cruzando la calle. Con Pepa discuten y se ríen, hacen compras y comen fideos. Martina (Carla Peterson) es la hermana mayor de Blondi, atrapada en un matrimonio sin entusiasmo, escondida cuando puede en el baño, con una tristeza disimulada en prolijidad y refacciones inmobiliarias. Su maternidad está enredada en sus frustraciones, delegada en la vorágine de su permanente escapatoria. Y también hay otras madres: la de una de las amigas de Mirko que pregunta a Blondi si su hija está durmiendo en su casa. ¿Hay algún adulto responsable?”, corona el interrogante con un insidioso reproche. Ninguna madre es igual a otra, todas son versiones de ese vínculo que la película despliega con las canciones de The Velvet Underground, con los colores que inspiran el ánimo de los personajes, con planos que anticipan el espacio como el próximo lugar al que estaremos llegando. En su famosa polémica con Pier Paolo Pasolini, Éric Rohmer afirmaba que existía una forma moderna del cine de prosa donde la poesía estaba presente pero no buscada de antemano, siempre aparecía por añadidura. Una poesía que no se encuentra en un lugar específico, que no habita en los planos, o en el ritmo del relato, o en la cadencia de los diálogos. Es algo inasible que late en la experiencia de ver la película, como un gesto que acompaña esa vida imaginaria que otorgamos a los personajes. Fonzi consigue eso, consigue que su película nos invite a pasar el tiempo con sus creaciones sin verlos atrapados en la firmeza de la narración, en la fuerte estructura del guion o convertidos en excusas para los movimientos de la cámara. Hay escenas que atesoran esa poesía imperceptible: la conversación entre madre e hijo en una plaza desafiándose a subir al monumento de O’Higgins, o el salto de Mirko ante la H luminosa de un hotel de provincia. “Los personajes son interesantes más allá del hecho de que sean filmados” afirmaba Rohmer. Es allí donde Fonzi encuentra también su distinción como directora. Al dar a Blondi no solo su cuerpo y su gestualidad, sino también un mundo que su cámara observa con sigilo, engrandece con ternura, contagia con vitalidad. Una película que nos presenta un genuino entusiasmo por contar historias y que al mismo tiempo esquiva el fácil camino de convertir a sus personajes en meras expresiones de sus ideas. Ellos están ahí vivos, cantando y riendo en el auto, listos para una próxima aventura.
La historia de Spider-Man nació con el extraño sino del mandato y la casualidad, una encrucijada a menudo aprovechada por el cine. La imprevista picadura de una araña, la obtención de un gran poder y la asunción de una gran responsabilidad. La juventud de su héroe y el camino de aprendizaje hicieron que la saga sea divertida y con espíritu adolescente, esquivando la seriedad de otros correligionarios del sello gráfico. Pero el despegue de Marvel como emporio y multiverso expandió la matriz, dio gloria a la primera generación de superhéroes y todavía está lidiando con el desconcierto de su futuro tras la despedida de esa camada. En ese panorama, la tríada animada sobre Spider-Man y el Spider-Verso (la tercera entrega está anunciada para 2024) parece un apropiado rescate y una genuina exploración de aquel corazón juguetón escondido bajo las exigencias corporativas. La primera película, Spider-Man: Un nuevo universo (2018), presentó a Miles Morales como una inesperada anomalía en la lógica del multiverso, un doble improbable de Peter Parker con genes latinos y afrodescendientes, que de pronto se encuentra con las vestiduras y las exigencias de un superhéroe. El ritmo todavía era deudor del interés por la narrativa, la animación era vistosa y espejada en la estética del cómic. Incluso había un concepto unitario en el relato, aún con la conciencia de ser parte de una saga. La nueva Spider-Man: A través del Spider-Verso, ensancha la imaginería de la original a golpe de pura autoconciencia. Están los guiños para los fanáticos, las revistas apiladas que anuncian la fuente literaria, los ecos del impacto en la cultura popular de la primera -el más evidente: el meme de los dos hombres araña señalándose el uno al otro-, un villano tragicómico y una explosión de bifurcaciones que conducen a esos infinitos mundos casi como viñetas con aspiración autónoma. Quizás el pasaje del Spider Man indio sea el más claro de esa deriva fragmentaria. Este concepto de sucesivas instalaciones anudadas en una gran telaraña –la historia de Gwen Stacy y su condición de Spider-Woman, la de Miles y sus padres, la de los sucesivos hombres araña adultos, oscurecidos y exóticos, cada uno amo y señor de su constelación- empuja a la película a un frenesí por momentos agotador. No es tanto por el bombardeo de chistes, juegos de colores y diálogos superpuestos entre los personajes, sino por la insistencia en pensar la lógica del cómic adherida al movimiento cinematográfico. La plasmación directa de ese vértigo, ya sin la pausa narrativa que todavía era posible en la primera, se convierte en una festividad constante, guiada por la felicidad del espectador de agarrar los chistes al vuelo y la ilusión de que sigue a toda velocidad el eco de la novela gráfica que corre ante sus ojos. He aquí la mejor metáfora de la estrategia de Marvel para sostener su reinado: el hallazgo de una ficción rendidora que ya anuncia sus límites. La acelerada compresión de un imaginario que aspira a contenerlo todo, mezclarlo y escupirlo todo, puede ser disfrutable hasta el momento en que se hace indigesto.
En el marco del reverdecer del cine coreano de los años 90 apareció una cita recurrente en las películas: la masacre de Gwangju, un hecho de represión estatal contra la población civil que dejó una fecha indeleble en el calendario coreano, el 18 de mayo de 1980. Dentro de aquella camada de directores entre los que luego destacó Bong Joon-ho gracias al éxito de Parásitos, el más veterano y el que –paradójicamente- entró más tarde al cine fue Lee Chang-dong. Había sido poeta y novelista, pasó brevemente por la función pública como Ministro de Cultura, y como cineasta exploró la ficción como materia reflexiva sobre el pasado de su nación. Su segunda película, Peppermint Candy (1999) –conocida por estos lares gracias a su paso por Bafici en 2011- tenía como enclave traumático de su protagonista aquella tragedia que había dejado tantos muertos y desaparecidos. La memoria era tanto un acto de reparación como de rebelión y justicia. Un cineasta como Im Heung song, nacido en Corea del Sur 15 años después de Lee Chang-dong, recoge las mismas demandas. La necesidad de lidiar con los traumas sociales del pasado como tarea obligada del presente. Y la concreta a través de dos caminos: el primero, una reformulación del documental que aspira a tensar sus componentes sin un hilo conductor que guíe la interpretación sino liberando al espectador a un personal recorrido por las imágenes; y el segundo, la internacionalización de aquella tragedia en otras que replican su accionar y profundizan sus efectos. Buena luz, buen aire condensa en su título esa estructura espejada que propone la película entre la realidad coreana y la argentina: dos ciudades en los extremos del globo que han vivido procesos traumáticos de los que todavía quedan heridas. Gwanjiu, ciudad de luz, fue marcada por aquella represión del gobierno dictatorial coreano con un saldo de miles de muertos, desaparecidos, familias destruidas, un esqueleto edilicio que parece atesorar esa memoria. Ante la erosión del olvido, familiares de las víctimas y sobrevivientes quieren afirmar allí su memoria. El espejo es Buenos Aires en Argentina, donde lo ocurrido en la última dictadura revela un proceso complejo que reivindica la memoria, la verdad y la justicia también en las voces de quienes lo han vivido y no lo han olvidado. Im Heung song comienza con los espacios, la casa de gobierno en Gwanjiu y la ESMA en Buenos Aires, sigue con los tiempos atesorados en fotografías, objetos, disparadores de recuerdos que sus entrevistados exhiben y analizan, para concluir con las personas, las que han vivido el horror en el pasado y los jóvenes que hoy deciden recordarlo. El abismo constante en el documental es la dispersión, la sensación de que esas múltiples aristas que desgranan el tema pueden extraviar su unidad. Desde las actividades de un taller para adolescentes que unen a Gwanjiu y Buenos Aires, a las tareas de exhumación de restos por parte de antropólogos forenses, pasando por los relatos de las madres coreanas y las Madres de Plaza de Mayo, la historia asume muchas curvas, habilita excesivos desvíos, sacrifica concentración en virtud de la ambición de incluirlo todo sobre el tema. Pese a ello, lo valioso en la mirada de Im Heung song es el hallazgo de ese otro con quien pensar la propia historia, siempre singular pero también compartida, haciendo de la memoria un camino colectivo.
En 2018 se estrenó Cuando ellas quieren, una historia sobre cuatro amigas que compartían amistad y un club de lectura desde hacía más de 30 años. Pese a sus diferentes profesiones y estados civiles, a sus sesenta y pico encontraban en la intriga sexual de la novela erótica 50 sombras de Grey –por entonces en su pico de popularidad- el perfecto disparador para interrogarse sobre el deseo y el amor en tiempos de madurez. Las protagonistas eran Jane Fonda, Diane Keaton, Mary Steenburgen y Candice Bergen, estrellas que al pasar los 60 apenas si conseguían roles que no fueran el de una anciana matriarca o una simpática abuelita. La astuta jugada del productor Bill Holderman, devenido en director, consistía en imaginar esa fraternidad femenina como un terreno fértil de complicidades, de un humor nada original pero efectivo, y de sendas historias de amor que rezumaban la chispa de una segunda oportunidad. Cinco años después llegó la secuela. El preámbulo de Cuando ellas quieren más explica ese largo hiato en una sesión de Zoom que rememora el encierro de la pandemia e instala la urgencia del reencuentro. El disparador ya no es aquel best seller casi olvidado de E.L James sino el inminente casamiento de Vivian (Jane Fonda), la independiente administradora de hoteles que después de toda una vida ha decidido darle el sí a Arthur (Don Johnson), su viejo amor de la adolescencia ¿Y qué mejor manera de despedirse de tan custodiada soltería que con un viaje por la Toscana a puro prosecco y canciones románticas? El plan surge de la nostalgia de Carol (Steerburgen) quien tras el cierre de su restaurante y el hallazgo de un viejo diario imagina un viaje por Italia como celebración del futuro arrebatado a la pandemia junto a sus amigas. Sharon (Bergen) y Diane (Keaton) completan el grupo y evocan aquel gesto cómplice de El club de las divorciadas, hit de los 90 que amalgamaba vendetta y musical, en este caso reimaginado bajo un tono más amable de disfrute y reconciliación, donde viejos amantes serán nuevos esposos y los canales de Venecia traerán las mieles de un tiempo recobrado. Es previsible que, en este tipo de narrativas, Italia nunca se eleve de la postal y resulte apenas un mero decorado para brindis, bailes y algunos devaneos sexuales. Pero lo imperdonable es que Holderman no haya explorado algún resquicio de ese inmenso universo alrededor de sus personajes, más allá de plantarlas frente a los paisajes de la Toscana con una luz plana y sin matices, en planos que revelan una singular desconexión del entorno, amontonando tropiezos que terminan por ahogar la genuina química entre las actrices.
Vera Gemma y Asia Argento recorren el cementerio de Roma. Visitan la tumba del hijo de Goethe que carece de nombre de pila. Basta con ser “hijo de” para perder para siempre todo atisbo de la propia identidad. En la caminata, los fantasmas parecen despertar junto a los recuerdos del pasado, un pasado de vida y de cine. Vera Gemma es la hija del célebre Giuliano Gemma, rostro del spaghetti western, bello Adonis del apogeo del cine italiano en los 60 y 70. Vera lidia con ese recuerdo con sincera nostalgia y también con el peso de un mandato indelegable. Una belleza que en ella fue una búsqueda imposible, un remedo espectral de aquel padre inalcanzable. Pero Vera se ha hecho a sí misma, ha modelado su rostro y su cuerpo para agradar y agradarse, y también para rozar aquel mito que definió su crianza, que contagió su infancia de un aire de película. Los directores Tizza Covi y Rainer Frimmel –conocidos por aquel éxito que fue La pivellina (2009), sobre una niña abandonada luego recogida por una familia circense- recrean la estrategia de amalgamar la observación de lo real con la elaboración de un minucioso universo de ficción. Vera, como aquella niña, está desamparada; se percibe solitaria en sus recorridos por la noche romana, desencantada tras el intento de triunfar en el cine, abandonada por los amantes que pasan por su cama. Un accidente la pone en el camino de un niño y su padre, un territorio en los suburbios que resulta fascinante y desconocido. Desde allí la película entreteje un camino impensado, lleno de sobresaltos y vericuetos, con Vera latiendo en su centro, siempre en carne viva. La fortaleza de la película radica en su sutil estructura, esquiva a los rigores del documental y abierta a la magia de la ficción. Covi y Frimmel atesoran la potencia de Vera Gemma sin nunca convertir a ese personaje en un instrumento, arribando a lo profundo de su corazón con la mirada más noble. Vera disfruta de los encuentros con los demás, vive su generosidad como una apuesta a los mismos dioses que dieron a su padre éxito y belleza. Su necesidad de amor, de genuina comprensión de aquellos a quienes conoce, se desliza en su vocación confesional, en esas charlas trasnochadas sobre la vida en la casa de su infancia. Con su hermana recuerdan las rinoplastias que se hicieron para tener la nariz perfecta, el terror a la gordura; con Asia, la experiencia compartida de tener un padre famoso, los espectros que habitan en la sala de cine. Ingmar Bergman creía que no había mejor formar de acercarse a la verdad que a través de la máscara: Persona consagra en su título esa idea. Y Vera es pura máscara y artificio, su pelo platinado, sus pómulos modelados por el bisturí, el sombrero de cowboy y los chalecos de piel confeccionan su máscara permanente al igual que su doliente revelación. Es en ese territorio artificial donde los directores descubren lo real, las lágrimas húmedas detrás de los llantos de ficción. Y también consiguen una narrativa llena de sorpresas e intrigas, una aventura que trasciende al personaje, que habla de cine y de fama, de padres e hijas.
En 1966, Mario Monicelli dirigió La armada Brancaleone, un hito de la comedia italiana que convertía las narrativas de las Cruzadas y las costumbres del Medioevo en el perfecto terreno para la parodia. La estrategia de Monicelli consistía en nutrirse de la cultura cinematográfica alrededor del período -alimentada por la popularidad del péplum-, y ofrecer un retrato cómico del ser italiano en esa delirante armada de torpes y desarrapados. Pero tras el profundo gesto paródico que sostenía a la película no solo había una compleja apropiación crítica de la violencia social del pasado sino también una perfecta sintonía con el humor cáustico de la época. La misma idea había definido a Los desconocidos de siempre, su primer éxito en la commedia all’italiana, en su relectura del cine de robos con la burla a Rififí como eje. La propuesta de La heredera de la Mafia se proyecta en ese camino. Una parodia de las películas sobre la Mafia -con El padrino a la cabeza-, con una impensada heredera elegida para su liderazgo. Kristin Balbano (Toni Collette) es la nieta del capo de una familia romana que en su niñez se fue a vivir a Estados Unidos con su madre; nada sabe de los negocios de su linaje italiano y se contenta con las atenciones a su hijo universitario, las disculpas de su marido infiel y un empleo en la industria farmacéutica que le depara maltratos y humillaciones. ¿Cómo hará esa mujer sumisa y devota de los deseos ajenos para liderar la Cosa Nostra? Ese parece ser el interrogante que nos traslada la película y que se decide a revelar en una historia que conjuga el empoderamiento femenino al estilo libro de autoayuda y la parodia más elemental del cine de gángsters. Catherine Hardwicke (A los trece, Crepúsculo) nunca termina de apropiarse de la puesta en escena del cine al que pretende parodiar, sino que acumula pequeños chistes como grandes hallazgos, viste a su historia de los clisés que intenta cuestionar y reduce a sus personajes a esqueléticos engranajes de una idea previsible y un resultado poco divertido. Collette intenta sostener las peripecias de su personaje, una mujer que transita del sometimiento a la frivolidad y luego al liderazgo estratégico del crimen organizado, con un esfuerzo de carisma que parece agotador. Quizás Monica Bellucci sea quien sale mejor parada, moviéndose sin esfuerzo alguno y sobreactuando todo atisbo de italianidad para pasar el rato y ganarse su paga. La dinámica entre ambas actrices, que podría haber funcionado como dúo cómico, revela el total desajuste de la película, incapaz de pensarse como cine de parodias al estilo ZAZ (¡Top Secret!) -o incluso la modesta saga de Scary Movies-, y decidida a sostenerse en un feminismo oportunista. Un gag que se pretende incisivo a lo largo de la historia es la socarrona referencia al libro de Elizabeth Gilbert, Comer, rezar y amar, germen de las narrativas sobre viajes femeninos por las tierras del vino y la pasta como inicio de una nueva vida. Eso que subyace como alimento de la parodia es lo que la película nunca se permite trascender y el creerse más inteligente que películas como Bajo el sol de Toscana se revela como una trampa en los hechos. Por lo menos allí había cierta honestidad en la propuesta de evasión y no la erosión de la comedia bajo un discurso aleccionador del empoderamiento.
Tras el sorpresivo éxito de la película 365 días (2020), producida en Polonia pero con aires internacionales y gestada en la pandemia como nicho de cine erótico de las plataformas (en ese caso, Netflix), llega una nueva apuesta en la misma sintonía, ahora destinada a las salas de cine. De vuelta al deseo asume como eje un triángulo amoroso entre una jueza prestigiosa, su hija rebelde y un buscavidas italiano a la espera de un viaje a Brasil. La idea de lo “prohibido” radica en la diferencia de edad entre la magistrada y su amante (quince años, según se repite varias veces), el prestigio amenazado por su posible parcialidad en un juicio que lo tiene a él como testigo, y el conflicto entre madre e hija que se reduce a reclamos de abandono y desatención. Lo que se dice un melodrama desangelado y conservador, filmado sin fuerza ni exuberancia, plagado de los peores clisés y los diálogos más cursis jamás escuchados. Mientras 365 días y sus secuelas asumían con mayor honestidad el espíritu de explotación sin creerse más que una extendida publicidad de paisajes y cuerpos desnudos envuelta en una trama sexista y anacrónica, De vuelta al deseo aspira a una seriedad que la precipita hacia el ridículo. De hecho mientras el galán Simone Susinna exhibe sus músculos y sus sonrisas sin pudor, la actriz Magdalena Boczarska intenta animar las emociones de un personaje que existe como mero arquetipo de una viuda de 45 años que vive las fantasías sexuales con la misma culpa de una monja de clausura. Y el director Tomasz Mandes retoma los planos aéreos con drones de 365 días, las escenas de sexo con desesperantes ralentís y ofrece las peores soluciones visuales para una historia que tiene más de mala consciencia que de cualquier forma de erotismo.
En los últimos años, varias franquicias del cine de terror han ensayado una necesaria resurrección. Algunas con más suerte como Halloween o Scream, otra con algo de desgracia como La masacre de Texas. El gesto es siempre el mismo, volver al original para despojar sus virtudes –abundantes o exiguas- de la hojarasca acumulada por sus secuelas, la mayoría de ellas retorcidas en el clisé y el efectismo. La franquicia de Evil Dead, que forjó la identidad de Sam Raimi en el género, no escapa a esa búsqueda, curiosa en las exploración de nuevas variantes para el infierno desatado por el Necronomicón, pero afirmada en sus dos pilares: la posesión demoníaca y el reino del splatter. La última actualización de 2013, de la mano del uruguayo Fede Álvarez, si bien resultó bastante efectiva, eludió esa sensación de reinvención que sí consigue el irlandés Lee Cronin al apropiarse de los mismos recursos de siempre pero con una cuota de inasible desparpajo que la eleva por encima de aquella antecesora. La trilogía original iniciada en 1981 forjó el culto que hoy la consagra no tanto en los méritos de un terror de bajo presupuesto como en el revuelvo que despertaron sus escenas más perturbadoras, a menudo mutiladas en ediciones de video. La profusión de sangre que definió al splatter encontró límites extendidos en los ríos de melaza roja que pintaban la estadía de cinco jóvenes universitarios en una cabaña de la región de Tennessee. Adolescentes y sangre eran los tópicos del terror de esos años y el hallazgo del Necronomicón o Libro de los Muertos reavivaba la vieja tradición satánica de décadas anteriores, desde El bebé de Rosemary y El exorcista hasta La profecía. Tradiciones del género que se amalgamaban en busca de nueva vida y expansión. La idea que define a esta nueva película escrita y dirigida por Cronin ofrece una interesante deriva, una premisa casi calcada de aquella historia original que resulta un falso comienzo, una excusa de pocos minutos para ir hacia atrás, apenas un día antes en el corazón más oscuro de la ciudad de Los Ángeles. Lo que desata el despertar de los demonios es nuevamente la curiosidad juvenil, en un caprichoso descenso a una bóveda bancaria donde se alberga aquel libro cosido con piel humana y escrito con sangre. El conjuro anida en un viejo vinilo grabado en 1923 por un cura –también curioso de aquello que su religión censura- y alojado entre insectos repugnantes bajo décadas de miedo y silencio. El Necronomicón es menos un objeto hereje que una pieza ejemplar de la codicia humana, alojada en el alma negra de una entidad financiera. Si el varón adolescente es el torpe anfitrión de la pesadilla más terrorífica, será un coro de mujeres el que conduzca la acción. Beth (Lily Sullivan) es una ingeniera de sonido que regresa a la casa de su hermana mayor luego de extensas giras con una banda de rock y con la noticia de su reciente embarazo. Allí encuentra a Elle (Alyssa Sutherland) y sus tres hijos, sobreviviendo luego del abandono del padre y con el colapso progresivo del viejo edificio en el que habitan como marco decadente. Cronin elabora en el vínculo de las dos hermanas la tensa dinámica de su infierno: una madre agotada por el abandono y la solitaria crianza; otra envuelta en la incertidumbre de una responsabilidad no deseada. Madres e hijas, como en El exorcista o El conjuro, exponen tras los vómitos de sangre y las mutilaciones más extravagantes, una verdadera disputa por la supervivencia. Sin la grandeza de William Friedkin ni su rigor católico en esa lucha entre razón y fe, Cronin sí se acerca a la exploración malsana de los contornos familiares que ha definido al cine de James Wan, donde el poder del demonio se confirma en el gobierno de ese amor que siempre se promovió como intocable. Evil Dead: El despertar se nutre de las citas más evidentes, desde el ascensor de El resplandor y la motosierra de La masacre de Texas hasta el virtuosismo de esa cámara histérica que Raimi convirtió en una marca registrada. Pero lo que subyace a su iracunda carnicería es el intento de forjar una identidad propia sobre materiales apropiados, conjurar una posesión dolorosa y divertida sin que la tentación de la parodia la hunda en la procacidad del cinismo y la indulgencia. Feroz y sanguinaria, la película afirma su nihilismo menos en la fuerza sobrenatural del demonio y en la lucha desigual de quienes intentan detenerlo, que en la reflexión subyacente sobre quiénes son, en definitiva, los que ceden a su ardiente influencia. Después de todo ya sabemos que madre no hay una sola.
En el pasado, la literatura adolescente que amalgamaba el romance con un tímido erotismo poblaba los quioscos de revistas y las bateas más escondidas de las librerías. Colecciones de Corín Tellado y del mentado sello Jazmín eran materia prima de todo tipo de fantasías en la era previa al mundo digital. Hoy el mercado literario adolescente ha transformado aquella tradición sin ningún prestigio en una suculenta lista de best-sellers cuyos fervientes seguidores han impulsado su desembarco en la pantalla grande. Maravilloso desastre, creación de Jamie McGuire (autora cotizada en el género), no escapa a una de las consabidas fórmulas de ese filón: chico y chica de ambiente universitario se enamoran en un rápido flechazo y surfean la trama en idas y vueltas siempre que el deseo se alimente de la postergación del sexo. Lo distintivo quizás sea el pasado de estrella del póquer de Amy (Virginia Gardner) -regenteada por su padre en Las Vegas-, o las peleas clandestinas del apuesto Travis (Dylan Sprouse) –con las que financia el préstamo universitario-, aunque esos signos son un detalle que la película asume apenas como condimento. Personajes secundarios de cartón, chistes sin demasiado ingenio y un erotismo publicitario son las restantes vestiduras de un paquete cuyo contenido ya sabemos de antemano. El único guiño simpático es el rescate de algunas estrellas televisivas de los 90 –Brian Austin Green de Beverly Hills 90210, Rob Estes de Melrose Place- como homenaje a aquellas narrativas juveniles sin prestigio que hoy se agigantan en la comparación.