La chica del sur
El cuento puede empezar así: un tipo acaba de separarse de su novia y amenaza con rodar barranca abajo. Su grupo de amigos, unos treintañeros largos, sin otra ocupación aparente que los videojuegos, el intercambio de citas de películas y las charlas intrascendentes –esa política de dejar pasar el tiempo propia de la ideología y la estética slacker– , lo recibe de vuelta con los brazos abiertos, como lo habría hecho la tribu con el integrante descarriado que un buen día se ve obligado a emprender el regreso al hogar, desaliñado y con el filo de las garras algo gastado por la falta de uso pero feliz de encontrar todo tal cual lo dejó. El primero de los amigos al que acude no dice una palabra, y por todo saludo le entrega una tabla de skate: un emblema de la presunta libertad recuperada y del tiempo disponible de la primera juventud. Solo que esa juventud no existe más. ¿Estamos ante una película del género “de muchachos crecidos”? Tal vez sí, pero no tanto. En todo caso, no lo suficiente como para conformar por completo a las huestes de “la sensibilidad masculina contra el mundo” en el cine. La misma que cuando más persiste en su torpeza, en el tránsito por el circuito cerrado de sus prejuicios, su repertorio de lugares comunes y su destino de no entender nunca el mundo al mismo tiempo que se lo lleva por delante, más se celebra y se felicita a sí misma. Sorprendentemente, para una película que se anuncia como un canto a esa clase de sensibilidad (el trailer era bastante elocuente al respecto. Pero los trailers son una promesa que hay que tomar con pinzas), 20.000 besos tiene otro horizonte.
Entonces, lógicamente, surge la pregunta ¿Qué tipo de director de cine es De Caro? ¿Uno refinado y esquivo? ¿O uno populista, amigo del público, preocupado por ser el primero en complacer al otro siguiendo los usos y costumbres de sus compañeros de generación, ahora que han conquistado los medios de comunicación? De Caro, que acostumbra ocupar todos los espacios que se le presentan –se formó como actor, pero también ha tenido éxito en la radio, ha escrito libros, ha participado como panelista destacado en los “debates” de Gran Hermano, etc– no aparece en esta oportunidad delante de cámara. En cambio prefiere hacerse representar vagamente (tal vez), por uno de los integrantes de la pandilla, actor vocacional histriónico y amante de las sentencias, al que llaman El cinéfilo. Ese corrimiento debe documentar algo más que un sentimiento de humildad, sea esta genuina o sobreactuada (“Puedo cumplir, pero no soy buen actor”, ha dicho más o menos el director para explicar su ausencia). No hay dudas de que el hombre se toma en serio su trabajo, al que presenta no como un pasatiempo lujoso, o una actividad complementaria de cualquiera de sus otras ocupaciones, sino uno imbuido de una entrega y búsqueda genuinas. El acto de desaparición de De Caro establece, de un golpe, parte de la relevancia y la pertinencia de su película. No porque sea mal actor (no lo es, de hecho) sino porque, para que la película sea auténticamente “su mundo”, él debe poder observarlo desde afuera, como una cosa terminada que se ha separado de su creador; debe colocarse de nuestro lado, con la vista vuelta hacia adentro de la escena y las criaturas que la habitan.
Dejando asentadas estas especulaciones, es necesario decir que 20.000 besos es una película muy hermosa. Una comedia argentina sensible e inteligente. Es decir, un pájaro exótico. Más lograda cuanto menos narrativa en términos estrictos se muestra. De Caro no es un narrador consumado, en el sentido en que ningún cineasta educado en las aguas de una sensibilidad cinematográfica moderna lo es. El director parece más bien un excelente artesano de las escenas sueltas, pulidas como bloques de acción autónoma y concebidas como fragmentos, parpadeos de un todo, una idea general –precisamente, el mundo según De Caro, cuyas huellas se esparcen como migas por los diferentes lugares que transita– a la que accedemos como a las páginas perdidas de un diario personal. ¿Qué se dice de los amigos en ese diario? Que están bien, que nos aguantan, nos protegen, nos sacan de apuro cuando las papas queman. Pero que el objetivo de la existencia es otro. Tiene un sexo diferente: es la mujer. Pero ni siquiera cualquier mujer. En una secuencia muy graciosa, Juan (el protagonista) está en la cama con una antigua compañera de la secundaria a la que no veía desde hacía años. Terminan de coger. Ella le pide que le alcance una botella de agua; él agarra la botella de la mesa de luz pero empieza a tomar primero y se la pasa cuando está casi vacía. Sin una queja, la chica se termina lo que queda y se ponen a charlar como buenos amigos. La chica concluye varias frases con la expresión “maestro”, la misma que usa el grupo de amigos para dirigirse entre ellos (y que cualquiera que lo haya escuchado hablar dos minutos sabe que se puede oír en boca del propio De Caro). De modo que el objeto amado, y esa es la lección de la película, debe ser diferente a nosotros, y por tanto hay que buscarlo afuera, en otros círculos. Tiene que representar una parte nuestra que acaso desconocemos, una parte que no es social –he ahí una clave– sino íntima. Mejor todavía: a esa mujer hipotética no hay que esperarla, hay que topársela, hay que chocarse con ella. Como advierte el dicho: love happens.
20.000 besos empieza como una película de amigotes y deriva hacia una comedia romántica. En el medio, más cerca del principio que otra cosa, el protagonista conoce a una compañera de oficina, una chica del sur del conurbano bonaerense (“la chica de Quilmes”), que acepta de buen grado los juegos de participación para motivar al personal propuestos por el jefe; que empieza a volverlo loco a Juan con “llamadas de trabajo” y que “no sabe quién es Morrison” (¡cómo si hiciera falta! Pero justamente ese es el asunto). Dijimos que se trata de una mujer, para decirlo de modo directo, distinta. Es muy bella y algo inocentona, es torpe, un poco cursi, y está llena de entusiasmo. Sus amigas del barrio, “Las hadas”, están cortadas con la misma tijera: son lo opuesto a lo que están acostumbrados Juan y su grupo. Como se ve, la chica de De Caro es la misma que trastoca el mundo masculino en las comedias del Hollywood clásico. Un personaje maravilloso. De esos que las comedias del cine argentino se niegan sistemáticamente a ofrecer, porque no quieren o no pueden.
Para De Caro hay un combate singular en este cuento de amor: hacer los trazos de un grupo definido, atravesado por gestos reconocibles, contraseñas, formas de decir, de mirar (el mundo, precisamente). Pero también romper la endogamia, salir de la tentación del resignado “esto es lo que somos” y dejar que entre el aire del cine, en este caso con sus restos de género, que superan la cita y contienen bien, generosamente incluso, eso que no sin equívocos se llama una visión del mundo. En este retrato de su propio grupo De Caro deja ensayar los rituales, toma nota del habla compartida en ellos y encuentra en su recorrido un regocijo que no puede ser sino cinematográfico, con toda su carga de melancolía por apresar en un rectángulo de luz aquello que está destinado a perderse sin remedio. En un momento fundamental de la película, Juan filma un corto con su amada como protagonista exclusiva. La filmación los reúne a todos, las chicas y los muchachos, como parte del equipo. La cámara que filma a la chica, como atraída por un campo magnético, nos apunta a nosotros en calidad de espectadores. Los demás miran como lo hace Juan, fascinados también: se dan cuenta de que la chica, efectivamente, “tiene algo”. El espectador ya lo sabe hace rato y ahora ocupa, durante unos segundos que valen oro, el lugar de privilegio que le permite ver, cara a cara, la representación cabal de esa fascinación en el momento mismo en que se manifiesta. Se trata de una escena reveladora, muy linda y bien lograda. A su manera, además, muy conmovedora. Aunque pueda sonar apresurado afirmarlo, el cine se inventó para hacer el relevo de emociones parecidas a esa.