Celebración local de la adolescencia perenne
Tal vez no esté “rebuena”, como diría uno de sus personajes, pero debajo de una superficie de comedia amable y naïve, 20.000 besos tiene dos o tres cosas que decir sobre una generación. Ultimo largometraje de Sebastián De Caro –que, de a poco, ha estado construyendo una filmografía que ya incluye media docena de largometrajes, varios de ellos nunca estrenados–, el punto de partida es todo un lugar común de mucha comedia reciente, particularmente la norteamericana: la adolescencia eterna, las crisis de crecimiento, la necesidad de refugiarse en el pasado, que siempre parece haber sido mejor. El mundo de 20.000 besos gira alrededor de una banda de muchachones de 30 y pico obsesionados con las referencias a películas populares de los ’70 y ’80, los videojuegos de primera generación y la idea de “apretarse” a alguna mina (aunque el término nunca se utilice). Es Juan (Walter Cornás, uno de los protagonistas de Plaga zombie), de todas formas, el protagonista excluyente, recientemente separado luego de una relación de años y dispuesto a seguir adelante con su vida laboral, profesional y personal.
Juan y sus amigos –entre ellos Golstein, un Gastón Pauls en versión híper fumona– cargan con una pesada mochila de frustraciones, aunque alguno de ellos la lleve de mejor manera. Ya de entrada, cuando Juan hace el bolso y se lleva algo de ropa y varios CD de su ex nido de amor, el film hace del skate un símbolo poderoso de recuperación de libertades, el vehículo que puede llevarlo a un territorio relegado por las obligaciones y compromisos cotidianos. Y allí está Luciana (Carla Quevedo, foto), compañera de trabajo menor que él, que también parece haberse quedado suspendida en el tiempo, en una suerte de viaje de egresados light perenne. De Caro y el guionista, Sebastián Rotstein, imponen a partir de allí algunos de los recursos de la comedia romántica, aunque siempre jugándose a un tono absurdo y distanciado, y los personajes (con la excepción de Juan) están fabricados con el material primigenio de los arquetipos. Pateando cualquier ideal de realismo fuera de la cancha, el realizador construye, particularmente en la segunda mitad del relato, un retrato agridulce y se ríe de sus criaturas al tiempo que ríe con ellas.
No se trata, de ninguna manera, de un muestrario de patetismos, pero a fin de cuentas Juan, Golstein y demás personajes caminan por la vida con sus desequilibrios a cuestas, conscientes a medias de la condición alienada que les impide encontrar algo parecido a la felicidad. La mirada sobre las “chicas” es, en general, más superficial, menos compleja, aunque tal vez se trate simplemente del punto de vista eminentemente masculino de la película. Eso mismo parece indicar una breve escena donde una comediante stand-up –a su vez, amante ocasional de Juan– dispara una metralla de chistes sobre la condición de ciertos hombres que parece dirigida directamente al corazón de nuestro héroe y que duele con el filo punzante de la verdad.
Despareja en su sentido del humor, con algunos personajes desdibujados y un par de escenas poco significativas, 20.000 besos puede dar la impresión de encarnar una versión cool y moderna de una estudiantina (bien tardía, en este caso). Y algo de eso hay. Pero escondida en esa moderada celebración de la adolescencia perenne hay un signo de interrogación, algo amargo e incluso inquietante que la transforma en un extraño descarrío dentro del universo de la comedia argentina contemporánea.