Entre la pose y la sinceridad
Debo ser sincero desde un comienzo y afirmar sin vueltas que Sebastián De Caro no me cae muy simpático que digamos. Diría incluso que me resulta bastante insoportable. Su visión sobre el cine me parece facilista, ombliguista y superficial (“cinefilia para principiantes eufóricos”, se le podría llamar), lo que ha hecho para la televisión (desde Montaña rusa hasta la sobrevalorada Todos contra Juan, pasando por su rol de panelista de Gran Hermano) deja un gran saldo negativo, y sus móviles durante el último Festival de Cine de Mar del Plata transitaron entre lo vergonzoso y lo inaguantable. Para colmo, tiene un público (o séquito más bien) que pareciera que lo único productivo que hizo en su vida es aplaudirlo. La cinefilia que parece proponer De Caro (y avala su audiencia) pareciera querer ignorar las ideologías, llevarla hasta el extremo del posmodernismo, convirtiéndola en una mera anécdota graciosa, y lo cierto es que nunca está de más aclarar que la no-ideología es también una ideología. De ahí que cuando no me quedó otro remedio que cubrir 20.000 besos (que para colmo tiene a otros seres del espectáculo argentino que me caen muy pesados, como Eduardo Blanco, Clemente Cancela y, especialmente, Gastón Pauls), tuviera que tratar de hacer todo lo posible para sacarme de encima la coraza de prejuicios.
Una de mis preocupaciones respecto al género de la comedia romántica es qué pasa con la figura de la mujer, si puede alcanzar una estatura y consistencia propia, una verdadera autonomía, aún cuando el relato esté situado desde la mirada masculina. La verdad es que hay muy pocos films últimamente donde eso sucede (Damas en guerra y Ritmo perfecto son dos ejemplos) y hasta podría sonar como excesivo pedirle eso a De Caro y su guionista Sebastián Rotstein. Pero la verdad es que, aún cuando 20.000 besos se plantea desde un comienzo como una película desde y sobre el hombre treintañero, problematizando su mirada sobre la mujer -centrándose en Juan (Walter Cornás), quien, bastante aburrido de su vida, se separa de su pareja y termina enamorándose de Luciana (Carla Quevedo), una compañera de trabajo que es de alguna manera su opuesto-, lo cierto es que el género femenino no sale de lo objetual, sin tener vida propia.
Algo de eso se contagia al resto de la narración, que transita entre el intento de desestructurar los estereotipos y su mera explotación; el tratar de contar una historia simple pero con varias aristas interesantes, y la acumulación de diálogos supuestamente ingeniosos; la visión que no le escapa a la sinceridad, a la emoción, y la pose cínica y canchera; la creación de una galería de personajes que interpelen la sensibilidad del espectador o la acumulación de figuras ocupando la pantalla (no se termina de entender para qué están los personajes de Cancela o de Alberto Rojas Apel). En consecuencia, casi toda la primera mitad del film avanza a los tropezones, como buscando una identidad, procurando decidirse entre ser una “peli” hecha entre un grupo de amigotes con algo de fama o una película con todas las letras, con una razón de ser.
Recién en su segunda mitad, cuando De Caro se permite en cierto modo que le importe lo que está pasando, lo que tiene para contar y sus protagonistas, es cuando 20.000 besos crece. Y bastante, más teniendo en cuenta lo que venía indicando previamente. Allí tenemos un par de escenas (una en un baño, otra en una fiesta de disfraces) que consiguen hablar sobre el amor, sobre lo que nos puede pasar a los hombres con las mujeres y cómo todo eso se conecta con los códigos de la amistad masculina, recurriendo de forma dosificada a los diálogos y/o el monólogo, a una puesta en escena que realza el valor temporal y a una banda sonora efectiva, pero no efectista.
Aunque consigue enarbolar un par de méritos, la sensación que termina dando 20.000 besos es que podría haber dado más, que pierde una gran cantidad de tiempo intentando ser lo que no es, engañándose un poco a sí misma, casi como su protagonista principal. No es, como especulaban algunos, un gran retrato generacional, básicamente porque no llega a construir personajes verdaderamente complejos. Tampoco una mirada sobre el amor en el nuevo milenio, porque para serlo se necesita cariño absoluto por todo (y todos) lo que se está contando. Hay bastante de borrador, de ensayo no completo, intuyéndose algo que pudo ser y al final no fue. Sin embargo (y vuelvo hacia lo personal), el saldo no está mal para la obra de un tipo que no soporto.