La llegada del final
Edificios que se derrumban como castillos de naipes, autopistas que se quiebran como si fueran de arcilla, cruceros que se hunden por las olas de un tsunami? El fuego sale de las entrañas de la Tierra y las aguas todo lo inundan en esta nueva película de un obsesivo y consecuente cultor del Apocalipsis como el alemán Roland Emmerich.
El cine del director de Día de la Independencia, Godzilla, El patriota, El día después de mañana y 10.000 A.C. suele convocar multitudes ávidas de emociones fuertes. Sus historias -construidas gracias a un enorme presupuesto (en este caso, 260 millones de dólares) y a un bombardeo de imágenes diseñadas con efectos visuales generados en computadoras- apela al impacto y al morbo que provoca el género catástrofe.
Así, a partir de unas profecías (las milenarias predicciones de los mayas para el año 2012) y de una supuesta justificación científica (las reacciones físicas que generan las erupciones solares terminan calentando el centro de la Tierra y desatando luego explosiones dignas de partículas nucleares), Emmerich nos llevará al fin del mundo y a una posterior resurrección con connotaciones bíblicas.
Es indudable que cierto sector del público se siente atraído hacia un espectáculo que nos describe cómo las ciudades se desmoronan y millones de personas mueren aplastadas, pero entre destrucción y destrucción Emmerich es incapaz de construir un solo personaje, un diálogo, una situación dramática que trascienda el clisé, el estereotipo, la fórmula, el lugar común.
La acción salta de la Casa Blanca al parque nacional de Yellowstone, del Tíbet a Londres, de París a la India y los personajes van desde el presidente estadounidense (Danny Glover) y su hija (Thandie Newton) hasta un geólogo (Chiwetel Ejiofor), pasando por un padre (John Cusack) que intenta reivindicarse ante sus dos hijos y su ex esposa (Amanda Peet), y un desquiciado profeta y conductor radial que viene anticipando el fin de los tiempos (Woody Harrelson), pero en ningún caso el film alcanza un mínimo de carnardura humana, de rigor psicológico, de empatía y, así, los 158 minutos se hacen cada vez más difíciles de sobrellevar. Por lo tanto, entre tanta explosión y muerte, sólo sobreviven el vértigo y el impacto, mientras la emoción genuina y la sensibilidad brillan por su ausencia.