Hola, ¿cómo estás? Te llamaba para despedirme porque parece que el mundo se está acabando… Los films que exponen catastróficos resultados sobre el planeta Tierra suelen lucir notables quiebres en relación a vínculos afectivos que culminan por estructurar vaivenes emotivos de los más diversos: al goce producido por la espectacularidad del impacto de las imágenes de un mundo moribundo y terminal o, en algunos casos, de mutación caótica (2012, como El día después de mañana, se inscribe en el terreno del cambio) se le suele anexar un sentimentalismo obsceno que convierte a este tipo de películas, más allá de todo asombro producido por la animación digital contemporánea, en un exponente digno de ser pensado (perdón Barthes) como una serie de fragmentos de un discurso amoroso. Es que dentro del cataclismo que se hace presente sin pedir permiso alguno, y más allá del juego eterno de las ficciones cinematográficas que se valen de las advertencias científicas del desastre ecológico y las mitologías religiosas de culturas milenarias, las películas de catástrofes a nivel global suelen intercalar la acción vertiginosa de la supervivencia de un grupo determinado con diálogos y momentos intimistas repletos de gestos suaves y lacrimógenos de despedida: la inevitable esencia diminuta del hombre frente a la ya renombrada y temible furia de la naturaleza hace que todo inicio del fin de un mundo establecido se desarrolle, en ocasiones, mediante conmovedoras instancias melodramáticas que pueden representar la muerte heroica de un personaje en soledad (nunca falta un mártir en este tipo de films) hasta describir con énfasis los infortunios de un núcleo familiar o grupo de compañeros formado acorde a las circunstancias.
La película del director Roland Emmerich (ya que estamos: responsable de catástrofes como 10.000 BC, El día después de mañana, El patriota, Godzilla y Día de la independencia) se estructura a partir de un ida y vuelta entre lo que puede concebirse como pequeñas y angustiantes escenas de despedida y grandilocuentes secuencias de desastrosos y asombrosos resultados: a los llamados telefónicos entre hijos y padres que buscan unas palabras finales frente al apocalipsis (hay varios, y todos ellos emotivamente detestables) le suceden y anteceden escenas muy bien elaboradas gracias al uso de la animación digital que no tienen otra función más que divertir y convertir al cine en puro espectáculo. O, en todo caso, en una más que decente espectacularización de las imágenes pertenecientes al género catástrofe: allí están los que intentan sobrevivir, guiados por un hombre que ha sido, evidentemente, tocado por la varita mágica y cuya suerte lo hace indestructible (a él y a su familia, claro). Como si de un superhombre se tratase, Jackson Curtis (el todoterreno John Cusack), es el protagonista central de los mejores momentos del film de Emmerich: escapando sobre un automóvil de un terremoto inimaginable en las mediciones de cualquier escala de Richter, alejándose mediante una corrida olímpica de un volcán que ha entrado en erupción y cuyas dimensiones son imposibles de determinar, hasta llegar a instancias en donde el hombre se calza el traje de Aquaman y, al mejor estilo de esos films que hacen de la catástrofe central una furibunda invasión acuosa en lugares reducidos para que las víctimas encuentren la muerte como ratas (vean Poseidón o Titanic en alguna de sus numerosas versiones), logra salvar el día. Es por eso que este hombre nada tiene que envidiarle, por ejemplo, al Ray Ferrier de la última Guerra de los mundos (ambos intocables y ambos ex – hombres de familia).
Este protagonista, Jackson Curtis, como también aquel otro, Ray Ferrier, soportan el cambio o el declive de un mundo (ya sea por causas naturales o alienígenas) junto a sus seres queridos, ya que un numeroso grupo de personas sirve, en la mayor parte de este tipo de films de género, como disparador de emociones diversas. Y 2012 se vale de esas emociones en determinados fragmentos, pasajes, escenas: el odio, el amor, la angustia, el pánico y demás sentimientos afloran en varios discursos de manera extrema, pero el sentimiento que más se evidencia es el del amor, por más que sea representado de manera chata, previsible y acartonada a través de las palabras. De esta manera, a Emmerich le alcanza con unos primeros planos de hombres y mujeres sufrientes que se despiden unos a otros, y preferentemente por teléfono: ahí vemos a Adrian y a su padre, al presidente de los Estados Unidos (Danny Glover, todo un Obama avejentado) y a su hija, al loco Charlie Frost (un genial Woody Harrelson) y a sus oyentes, al doctor Satnam Tsurutani y a su amigo Adrian, etc. Durante esos momentos, que van conformando una especie de discurso amoroso que atenta contra el ritmo a pura catástrofe que impone el film una vez que el conflicto se desata, la película se resiente y cae en dichos acartonados y acciones vergonzosas como la despedida y las palabras del presidente norteamericano frente a lo inevitable (los presidentes made in USA en los films de Emmerich siempre lucen una impronta de sabiduría y heroicidad aterradora), las imágenes en ralenti que el director emplea sin pudor alguno retratando el dolor y la evacuación de aquellos que no cuentan con posibilidad de escapar a la tragedia y el rostro extasiado y conmovido de algunos de los restantes presidentes al escuchar el discurso valiente de la hija del principal mandatario yanqui.
Es en estos momentos que el film decae y deshace todo lo asombroso que elabora a partir de lo que puede pensarse como la mejor de las despedidas. Porque si Emmerich logra sobresalir durante esos pasajes en donde la Tierra se despide a lo grande, con cataclismos diversos como principal fuente energética de lo hiperbólico y catastrófico que se representa en imágenes, por otro lado el director elige la solemnidad de un discurso fragmentado, que busca emocionar y conmover a partir del vínculo amoroso interrumpido por los sucesos trágicos que afronta el mundo. Lamentablemente en el caso de 2012, y como tantos otros del mismo género, este discurso se trata de un habla que paraliza todo ritmo, que trata de conmover sin lograrlo, que detiene el aspecto lúdico del género, que lo entorpece y que, finalmente, lo fragmenta.