Mi amigo, el dragón. Como si la mitología que ha dado a conocer a esas “criaturas dragonianas” más próximas a la glorificación de deidades portadoras de cualidades de furiosa y terrorífica naturaleza o indeterminada sabiduría no resistiese al encanto de una historia de amistad bella y fuertemente liberadora, Cómo entrenar a tu dragón, film basado en uno de los ocho libros infantiles sobre dragones de Cressida Cowel, desmantela el lugar común de los mitos mencionados al combinar la emotividad de una relación similar a aquella encontrada en una película como El corcel negro, cuyo vínculo entre un niño y un animal se hacía enérgico bajo la cercanía de las caricias y una comunión inquebrantable, con el ritmo intenso de la animación made in DreamWorks y la remembranza inequívoca a esos personajes de Lilo & Stitch creados por los mismos directores (Dean DeBlois y Chris Sanders); pero sobre todo a Stitch, si tenemos en cuenta la apariencia física, en especial el rostro, de un dragón tan expresivo como único en su tipo, bautizado por Hipo (el joven vikingo protagonista) bajo el nombre de Chimuelo (ínfima “desgracia sonora” impartida por el doblaje, hay que admitirlo). Mientras la pronunciación de su nombre no me genera devoción alguna, los gestos del dragón, en cambio, me parecen asombrosos y encantadores: las escenas en donde Hipo y Chimuelo comienzan a acercarse el uno al otro para comprenderse y afianzar una correspondencia tan mágica como necesaria para sus historias (y para esta historia) provocan una gracia y justeza brillantes: el movimiento de los ojos, las expresiones faciales del dragón, el sentido de su mirada y la textura de su piel se suman al desplazamiento altamente realista del mismo (en términos de animalidad corporal), produciendo una gestualidad hipnótica, fascinante y tremendamente expresiva que convierte al pequeño ser en una criatura exótica cuya simpatía y voluntad parecen no tener límite alguno: Chimuelo puede adoptar la actitud sigilosa de un gato, la ferocidad de una pantera e incluso imitar el reposo de un murciélago (en un plano se lo muestra descansar cabeza abajo). Aunque también puede ser tan fiel y juguetón como un perro o heroicamente protector como sólo una criatura mitológica puede serlo en la más impensada circunstancia de la más alta imaginación épica: vean el resultado de la batalla decisiva contra esa especie de dragón dictador tamaño Leviatán: tal protección únicamente puede concebirse como fabulosa, fantástica, angelical. Esos rasgos, son los que producen el conflicto principal a través del cual se estructura la película. Es que no existe dragón alguno como Chimuelo: él es único, a diferencia de los restantes tipos o clases de dragones, los cuales son mostrados como enemigos del pueblo vikingo durante ese admirable, oscuro e impulsivo inicio del film que aprovecha las virtudes de la animación digital para hacer desplazar con virtuosismo la cámara, logrando imágenes de profunda intensidad. Un comienzo cuyo sentido, mucho más tarde, será alternado, proponiendo la unión definitiva entre humanos y dragones. Esa unión, sólo podrá llevarse a cabo por dos seres que, dentro de su clase, se presentan como distintos: si Chimuelo es incomparable (no hay rastro alguno de otro dragón como él en toda la película), Hipo también lo es: de una delgadez extrema pero de gran inteligencia, el hijo del jefe vikingo sólo puede ser visto bajo la mirada del resto como un alfeñique que nada tiene para ofrecer a aquellos valerosos, violentos y (físicamente) poderosos guerreros que forman parte de su aldea. Sin embargo, él será quien devele la verdadera condición de los dragones a través de la práctica del comenzar a conocer al otro. Y aquí, la película nos brinda un abordaje ciertamente interesante que culminará con un mensaje de unión, de libertad y de reconocimiento: Hipo conocerá a Chimuelo y empezará a descubrir su particular esencia debido a una acción que él llevó a cabo: la pérdida de una de las alas traseras del pequeño dragón es producto del ataque de Hipo, cuando concreta con algo de suerte un disparo sobre el otrora “furia nocturna” (nombre que utilizan los aldeanos para referirse a este dragón). Lo cierto es que el delgado vikingo encontrará a Chimuelo, se dará cuenta de que no puede matarlo (él no es como los otros vikingos) y lo ayudará a recuperarse, colocándole un ala artificial producto de su ingenio para que éste pueda volver a volar. A partir de allí se sucederán imágenes fantásticas mientras la comunión entre ambos se va construyendo y potenciando particularmente a través de los vuelos (escenas maravillosas, de un vigor creativo inconmensurable). Luego, Hipo logrará sobresalir sobre el resto de sus compañeros vikingos al manifestar su eficaz dominio sobre los dragones. Capacidades que lo llevarán a un conflicto con su padre, pero que culminarán por demostrarle a su progenitor el valor de su entrega y de sus comprensiones sobre un universo de criaturas que eran catalogadas e ilustradas de manera nefasta dentro de esa especie de enciclopedia cuyo objetivo era describir la única faceta conocida acerca de los dragones: la violenta. Ese error, un saber limitado sobre el mundo del otro, será subsanado cuando se manifieste el verdadero origen del mal detrás de los ataques de los dragones; un mal que al eliminarse mediante, digamos, la unión que hace la fuerza, otorgará emancipación, conformará la coalición entre grupos y producirá la declaración heroica de Hipo y Chimuelo. Dos personajes que en este film de DreamWorks nos emocionan y nos recuerdan perfectamente aquel maravilloso concepto fundado a partir de una relación afectiva única: la amistad.
Religión, historia, fantasía. Elías (Denzel Washington) es un hombre de fe: como el significado de su nombre indica (“Dios es el señor” o “Mi Dios es Jehová”), y dejando de lado cierto enmascaramiento del sentido que ese diminutivo le impone a través del título original del film (The Book of Eli), este individuo residual, especie de excedente de otro tiempo que ha devenido profeta en tierra devastada, recorre el vacío de un mundo post apocalíptico de tonalidad gris verdosa rememorando al western y en algunos aspectos a aquel loco correcaminos llamado Max, hijo de esa trilogía futurista a puro road movie iniciada a fines de la década del setenta por el director George Miller. Pero si aquel personaje tortuoso interpretado por Mel Gibson tenía como única misión sobrevivir mientras escapaba constantemente de un pasado que lo condenaba a las más pavorosas memorias sin vislumbrar un lugar concreto a donde ir (los flashbacks eran constantes e hirientes), el héroe del universo imaginado por los Hughes brothers, por el contrario, es un caminante que se dirige hacia un punto determinado del oeste por una orden que se intuye celestial (ya que no hay registro concreto o histórico de tal mandato en la película), siendo acompañado por aquel primer texto en la historia de la humanidad en ser editado masivamente por la imprenta: la biblia, que según la traducción local del título sería el libro “de los secretos”. Secretos que aplicarían un mecanismo específico por el cual se concebiría un nuevo mundo, un nuevo orden, bajo la imposición de una ideología específica: la religiosa. Es que esa ideología, dentro del film de los hermanos, se vuelve la base determinante desde donde se ejecutan las acciones más rigurosas de una película que se nos presenta con aires de folleto evangelizador: si el ya mencionado Elías no duda en ejecutar a sus agresores, machete en mano, como todo un servil cruzado (escenas cuyas imágenes son representadas por lo general desde la lejanía o a través de una sucesión frenética de planos danzantes al tempo del montaje acelerado), el reposo del guerrero lo encuentra aferrado al libro: orando en silencio para elevar su propia espiritualidad o brindando discursos aleccionadores a quienes se evidencian como seres ignorantes y desesperanzados (la mayoría de los habitantes del “nuevo mundo”, digamos). Por ende, esa ignorancia, velo que se manifiesta negativo, debe hallar la iluminación a través de la palabra, de la fe. Porque el hombre que no tiene fe en esta historia es, sin duda, el peor de su clase: un individuo que entiende la religión como poder, como orden, como sistema opresivo, como ideología dominante. En suma: como aquello que la religión ha sido históricamente. Y ese hombre, en el Libro de los secretos, se llama Carnegie (interpretado por el inmenso Gary Oldman), cuya primera aparición lo muestra descansando en una silla mientras lee un libro sobre Mussolini. Lo que esa imagen nos anticipa, especie de prólogo del mal, es que estamos ante un dictador, un hombre violento que durante el transcurso del film no dudará en potenciar lo amoral de su naturaleza para llegar a obtener lo que quiere (la biblia). Así, las representaciones maniqueas quedan establecidas con bastante simpleza: protagonista y antagonista, bueno y malo, creyente y ateo (vean, para confirmar tal dicotomía, la escena en donde Carnegie le dispara a Elías: la víctima resiste y el victimario se burla). Por supuesto que el destino de Carnegie se convertirá, más adelante, en una condena a la soledad y a la pérdida del poder: cerca del cierre, su imperio se deshará en la pura barbarie, bajo una especie de paganismo que no ha sido capaz de ver la luz que porta el religioso e inmaculado Elías. Una luminosidad, una esperanza, que tendrá en el profeta del título su portavoz perfecto: si el protagonista se convierte en mártir, no sin antes dictar por completo ese libro religioso que ha memorizado durante el transcurso de los años mientras es registrado en una curiosa toma cenital que lo muestra postrado y adornado por ropajes blancos (los atuendos oscuros son sólo exclusivos de Carnegie, el dictador que no cree), la palabra de Dios, de la religión, de ciertos hombres, volverá a los caminos arrasados para ser generalizada como toda actividad evangelizadora dicta. Y tal vez, lo más horrendo de esta película sea observar su clausura: pose canchera mediante, la nueva creyente que ha sido protegida por “Eli” reemplaza a su salvador con gran estilo: desde un primer plano de su rostro se pasa a un plano general que describe esa artificialidad horripilante de los backgrounds gestados digitalmente gracias a la siempre salvadora green screen. Allí, acompañada únicamente por la fe, la mujer se pierde en el horizonte. La biblia ha sido nuevamente impresa (circularidad histórica), y ya hay un nuevo mesías para impartir justicia en el camino. Es, sin duda alguna, el triunfo de la religión. O, como bien supo decir Charles Baudelaire en Arte y Modernidad, el triunfo de “la más alta ficción del espíritu humano”.
Al este del Edén. Teniendo en cuenta el título del film dirigido por el newbie tras las cámaras Peter Billingsley, y jugando un poco con el sentido que de él deriva, me pregunto por qué vi una película que se autoproclama desde el vamos como sólo para parejas. Realmente, soy todo un insubordinado: un hombre soltero como yo debería haber hecho caso a tamaña advertencia, así podría haber empleado las casi dos horas de metraje que me llevó ver este infortunio en algo más productivo y placentero como mirar fijamente el techo de mi habitación. Es que en este film para nada incorrecto, altamente discursivo (con idas y vueltas de dichos amorosos o hirientes que son puro palabrerío acartonado, gélido) y de gags que quizás pueden sorprender a alguien que ha ido al cine una o dos veces en su vida o que se deleita ciegamente con los rostros de actores y actrices ya conocidos en el mundo del espectáculo, las situaciones se estructuran con una ordinariez de lujo (no sólo por el contexto en que se desarrolla el film) mientras abrazan de manera constante la más detestable noción de sentido común. Un sentido que se apoya sobre las creencias de la mayoría de las personas, y que en este caso (cinematográfico) convierte a lo representado en pantalla en algo prudente y subordinado a cierta buena conciencia compartida, provocando que la película de Billingsley no escape jamás al correcto uso de la mesura. O mejor dicho censura, si se tiene en cuenta algunas imágenes y resolución de momentos que se suponen humorísticos (ya volveré más adelante sobre este punto). Durante un viaje que emprenden cuatro parejas hacia una isla paradisíaca cuyo nombre es Edén (redundancia al margen), la frescura no tiene lugar posible: Dave (Vince Vaughn) es un hombre de familia correctísimo, un vendedor de videojuegos que parece ser, siguiendo la categoría del empleado del mes de toda gran empresa, el mejor en lo que hace. Y aquí hay un dato curioso (y fabuloso): al parecer, en la película este personaje ha logrado grandes ingresos dedicándose con extremo empeño a la venta de games, de allí que sea generoso por demás con su mujer y sus amigos. Lo cierto es que este empleado goza, no se sabe muy bien cómo o por qué, de los ingresos de un programador, gerente o presidente, y no duda jamás en gastar en azulejos de mil dólares o en comprarle una moto a uno de sus mejores amigos para que conquiste a una joven. Dave es, ante todo, un hombre bueno y serio. Y esa seriedad y bondad por los otros hará que comparta un trip de pleno relax luego de dejar a sus dos pequeños hijos bajo el cuidado del abuelo Jim Jim, un personaje que, según el rostro de Dave, se nos sugiere perturbador y conflictivo (aunque la película jamás explica la sorpresa y el desagrado que el semblante del protagonista expresa en primer plano cuando sus dos críos más que educados le comunican al padre la llegada del longevo). Entonces, liberado el hombre de su rutina, y emprendiendo esa maravillosa aventura en pos de solucionar el conflicto de uno de sus amigos, Jason, que quiere salvar su relación (las vacaciones son, por sentido común, el tiempo perfecto para alcanzar el relajo y recomponerse de todo trajín laboral, conflicto o tedio cotidiano), Sólo para parejas deviene un pobre exponente de la comedia de matrimonios que se debate entre un humor simplón y la ausencia notable de buenos momentos amorosos. Esos pasajes, instancias elaboradas celosamente a través de la mesura o prudencia, pueden apreciarse en particular cuando Shane (Faizon Love) debe quedarse desnudo en las arenas de la playa, ya que no trae ropa interior. En esa situación, su cuerpo obeso no es expuesto de la manera en que será registrado más adelante el cuerpo del latin lover Salvadore (Carlos Ponce). Porque mientras no hay registro del cuerpo entero del primero (sólo fragmentos), sí lo hay del segundo (más allá de la “ingeniosa” censura que Billingsley le otorga en un plano al divo mientras emerge de las aguas como si de un adonis se tratase). También existe un abordaje prudencial cuando Joey (Jon Favreau) decide intentar masturbarse preso de una especie de mezcolanza de tedio y placer: en ese instante, la acción no comienza debido a la interrupción de uno de los camareros del hotel, pero se nos sugiere con sumo recato. Es evidente que no estamos vacacionando en el paraíso incorrecto de la comicidad imaginado por lo hermanos Farrelly, sino en un terreno muy poco arriesgado y original. Y esa falta de riesgo, de frescura, de juego, de originalidad, se potencia cerca del cierre del film: allí, las parejas culminan por llegar al este del Edén, un lugar sólo para solteros. Si el oeste es en donde ellos deben residir dado su estatuto social que los convierte en individuos no aptos para el goce desenfrenado o los excesos (una lástima), es en la latitud opuesta donde encuentran la solución definitiva a sus conflictos no sin antes pasar por unas bochornosas y prolongadas sesiones discursivas: en medio del baile conformado por una muchedumbre de cuerpos jóvenes (sí, porque los solteros para Billingsley son todos jóvenes, como bien indican las declaraciones de la ex esposa de Shane, especie de aparición mágica en la historia) los problemas de pareja comienzan a resolverse a puro dicho aleccionador que deja bien en claro la importancia del núcleo familiar y de aquellas relaciones formales de duración prolongada. De esta forma, las cuatro parejas al este del Edén entienden que su lugar es otro: han madurado, crecido y se han convertido en adultos casados (algunos con hijos). Las responsabilidades los alejan de la juventud, de la soltería y de ese territorio ubicado al este que se supone excesivo. Los amantes del sentido común pueden dormir en paz.
Castigo divino. Al aproximarse el inevitable ocaso de la historia cinematográfica del mago Harry Potter, Hollywood no ha tenido mejor idea que lanzar hacia la pantalla grande un émulo bastante menesteroso del joven hechicero de Hogwarths: Percy Jackson (Logan Lerman, una especie de Zac Efron con cinco años menos) semi dios por descendencia e hijo del mismísimo Poseidón. Construida bajo la dirección para nada original de Chris Columbus, realizador responsable, por ejemplo, de las dos primeras entregas fílmicas de Potter y de esa fábula repleta de bohemios danzarines y concertistas llamada Rent, la historia de este nuevo héroe juvenil no aporta satisfacción alguna fuera de unas pocas escenas de contiendas bien resueltas que se valen del uso de la animación digital para dar vida a criaturas mitológicas de diversa índole (Minotauro, Hidra y Medusa). Tal triunfo, si es que podemos denominarlo de esa manera, se presenta como algo ridículamente menor si tenemos en cuenta la poca vitalidad que emana de los personajes del relato y de los conflictos que atraviesan durante la búsqueda del rayo que le ha sido robado al todopoderoso y colérico Zeus (Sean Bean, el otrora Boromir de la saga del anillo): si antes Potter se encontraba frente al poder de la piedra filosofal o ante la enigmática oscuridad de la cámara de los secretos, ahora el tal Jackson debe batallar contra un ladrón que no es otra cosa más que un bochornoso negativo de aquel execrable Draco Malfoy potteriano. Y si de cuestiones execrables hablamos, los dioses, semi dioses y demás fauna y flora made in Percy Jackson se desenvuelven a través de un universo cinematográfico chato y olvidable: allí están Pierce Brosnan ridículamente caracterizado como un líder centauro; un Hades de comedia by Steve Coogan; la sensual y sexual Rosario Dawson condenada a exhibir una notable lujuria a través de su rostro pero ocultando su cuerpo lo más posible; el sátiro Grover, un pobre comic-relief de turno (especie de juglar que por momentos parece sacado de alguna American Pie); Uma Thurman, Medusa posmoderna, cuyo personaje tranquilamente podría ser tapa de Vogue cualquier día de estos; un jolgorio multicolor en Las Vegas; y la joven y bella aunque belicosa Annabeth (Alexandra Daddario), interés amoroso de Percy Jackson que se presenta esclava de los primeros planos de Columbus siendo obligada a exponer al máximo y de manera torpe el color de sus ojos frente a la acosadora proximidad de la cámara. Más allá de todo esto, el film de Columbus es también un grosero desfile de productos varios: desde la alta tecnología de apple que le simplifica la vida a estos jóvenes mitad humanos mitad dioses, pasando por lujosos despliegues a pura velocidad sobre un Maserati y por la exhibición injustificada de algún que otro videojuego, hasta llegar a unas Converse All Star aladas (tal vez los más acérrimos fans de esta película reclamen su venta en negocios a la brevedad, quién sabe). Así, Percy Jackson y el ladrón del rayo produce una pobre combinatoria al elaborar una reconstrucción superficial de los mitos griegos anexándole el festejo extasiado de cierto consumismo de turno. Una saga cinematográfica que nace de la necesidad de crear otra criatura que produzca seguidores incondicionales ante la extinción inminente del Potter mágico.
Verano, otoño, invierno, primavera… y otra vez verano. La ópera prima de Daniel Bustamante es una película que se desarrolla particularmente a través del punto de vista de un niño llamado Andrés (Conrado Valenzuela), quien vive rodeado de personajes miserables (desdichados, infelices) en un contexto sumamente miserable (perverso): a la solemnidad de un verosímil social que trasciende lo netamente cinematográfico de manera incansable, grave e inextinguible durante la mayor parte del metraje (evidentemente el sentido político y social del relato es de una importancia relevante), se suma una manera de narrar que hace angustiosa la experiencia de ver producto del regodeo de una cámara que parece embelesarse con el sufrimiento de los personajes y con la violencia física y psicológica que los aflige. Tanta intimidación estimulada por ese universo desgraciado (plena dictadura militar en territorio santafesino) provoca el resquebrajamiento del núcleo familiar al cual pertenece el pequeño protagonista del film. Afectada por el peso de ese período histórico que recrea, Andrés no quiere dormir la siesta no puede evitar recaer en un continuo despliegue visual de primeros planos que registran silencios y miradas cómplices entre personajes oscuros, cínicos, agresivos y detestables. Todos, desde los familiares de Andrés, perturbados por una aprensión interminable al conocer la relación de la madre del pequeño (Celina Font) con uno de los integrantes de un grupo subversivo, pasando por los oficiales encargados de detener, torturar y asesinar a jóvenes de izquierda hasta llegar a las maestras de la escuela del niño, caen presos de la fórmula de la película de Bustamante. Un procedimiento cinematográfico que parece basarse en la cercanía de planos que hacen todo lo posible por desestabilizar al espectador bajo la monstruosidad creciente de esas criaturas que han sido contagiadas por el temor de los llamados años de plomo (no hay duda: el miedo transforma). Sumemos a lo mencionado los movimientos de cámara en mano que, siguiendo toda lógica de manual de filmación, se esfuerzan por imponer un ritmo nervioso sobre cada uno de los rostros en conflicto. Así, acompañados por el frenesí de situaciones que embisten y contagian al artificio de una especie de alteración constante, el manoseo físico y los gritos del intolerante padre de Andrés (Fabio Aste) en pleno semblante de este último, las miradas sumergidas en miedo entre su abuela (la siempre correcta Norma Aleandro), su padre y su tía (María José Gabín) que acentúan la idea, aunque sea en pleno mutismo, del “no hay que meterse” o “nada ha pasado aquí” y la exposición de una cruda verdad en medio de una de las cenas de fin de año que exhibe y desnuda aquello que no debe pronunciarse, hacen de los vínculos familiares toda una manifestación explícita de poder sustentada por la presencia de diversas figuras de autoridad. Y es en relación a este último punto donde el film de Bustamante inquieta, provoca: Andrés no sólo debe resistir la autoridad que se impone fuera de su núcleo familiar, ya sea recibiendo órdenes de sus amigos (vean la secuencia de apertura de la película donde se realiza una representación de segundo orden: niños jugando a los policías y ladrones con armas de juguete, esposas, detenidos y represores) o sufriendo retos y sanciones de sus maestras y de la directora del colegio al que asiste (todas portadoras de rostros severos), sino que además el niño debe lidiar con la brusca autoridad de su padre y con la imagen de una abuela de pocas palabras pero de mirada fuerte y poder incuestionable (una especie de matrona, en el sentido más regulador y controlador del término). Si el desenlace nos brinda, al menos, una sorpresiva e interesante conclusión gracias a la disputa entre dos fuerzas, una que resiste y triunfa frente a otra que ordena y fracasa, evidenciando que el niño se ha cansado de esas figuras de autoridad y ha optado por heredar lo peor del contexto en el cual se halla inserto (a Andrés se lo observa establecer un vínculo para nada menor con uno de los represores del film), la película en general no logra separarse por completo del peso establecido por la historia en términos de verosímil social para lograr construir un sólido relato de género. Porque es particularmente durante la clausura de la historia de Andrés, quien sólo se siente libre cuando no quiere dormir la siesta y ve por televisión la serie Kung Fu de manera furtiva, donde el cine se impone y genera más placer que displacer. Allí, se sucede el horror: un tiempo perfectamente siniestro de estrategia y revancha, guiado por el montaje de choque y por el ritmo acelerado en que se suceden las imágenes: planos detalle de los ojos del pequeño y planos de escasas bolitas contenidas en un frasco en confrontación con un cuerpo viejo y cansado, que se desploma vencido. No hay duda alguna: es la victoria de la infelicidad.
Zombieland: un viaje memorable. Tierra de Zombies, ópera prima de Ruben Fleischer, comienza con una imagen tomada mediante cámara en mano que tranquilamente podría evocar al último film de Romero, Diario de los muertos. Es que luego de representar, en subjetiva y con gran nervio, una furibunda carrera por la supervivencia de un camarógrafo, corrida que comenzará a dar cuenta de cierta fascinación del realizador por el gore en un plano cercano que proporciona el shock a través de la provocación de la carne siendo despedazada (impureza digna de toda splatter movie), Fleischer decide aniquilar esa instancia de registro en vivo y en directo a través de un narrador omnisciente (voz en off en primera persona) que hace gala de ciertas reglas de supervivencia. Tales pautas, que parodian con burlesco énfasis lo que podría concebirse como un punteo aniquilador y lúdico de todo clisé en lo que a películas de zombies y otros derivados del survival horror respecta, son enumeradas por el joven Columbus (Jesse Eisenberg), un temeroso y antisocial personaje que alude con su impronta (fachada satírica) a una buena parte de la juventud que cambia salidas y vínculos con el otro sexo por encierro, videojuegos y una especie de soledad que oficia a modo de confort frente al sufrimiento del mundo exterior. Es que si Columbus es como es, todo se debe a su crianza: el joven ha crecido alejado de todo núcleo protector familiar y distanciado de otros grupos que pueden considerarse afectivos (ej: amigos o compañeros). En ese aislamiento, Columbus, más que perdedor consagrado deviene mañoso solitario. Y esas mañas, un conjunto de aptitudes perfeccionadas debido al surgimiento de Zombieland (los juegos temporales de la película van y vienen entre un antes y un después del despertar de los muertos vivos) que elevan al joven protagonista hacia lo más alto de una especie de podio de maestro en las tácticas de la supervivencia, se centran particularmente en las corridas: hay que regular de manera adecuada el ritmo cardíaco y en lo posible estar en forma para no convertirse en alimento de los numerosos perseguidores caníbales (como una de las reglas nos enseña cuando un zombie se deglute a un obeso corredor). En este sentido, probablemente no sea disparatado considerar a Tierra de zombies como una película de corridas, de carreras. Un film de índole maratonista repleto de perdedores y ganadores. Durante esas instancias, medianamente originales gracias a la autoconciencia que promueven las reglas de supervivencia ya mencionadas, la película levanta vuelo, se torna adrenalínica, generando tensión y altas dosis de humor negro. Basta con ver la secuencia de imágenes que acompañan los títulos de apertura: perseguidores y perseguidos se mueven en cámara lenta mientras se escucha For Whom the Bell Tolls, de Metallica. Esos minutos iniciáticos, paródicos, de una libertad absoluta y que se asemejan a aquellos de Watchmen únicamente en cuestiones formales (música extradiegética más cámara lenta más acciones en diversos contextos), brindan un resumen de lo que puede ser pensado como una especie de telón de fondo en Tierra de zombies. Porque si el film de Fleischer evoca paródicamente a Exterminio (Danny Boyle), hace referencia levemente a los incontables films de muertos vivos de Romero, o se acerca un poco a Muertos de risa (Edgar Wright), los momentos a través de los cuales se producen las situaciones más calmas y que consiguen sacarle al espectador una sonrisa emotiva son aquellos dignos de encontrarse en toda comedia adolescente. Sí, estamos en presencia de un híbrido. Habrá que admitir que tal mezcla funciona. Quiero decir: si la película de Fleischer parodia ciertos géneros, o subgéneros, como las películas de zombies, también satiriza varias convenciones del núcleo familiar y de las vivencias de adolescentes. Basta con observar la relación de Columbus con Tallahassee, un genial y alocado Woody Harrelson que parecería ser la cruza perfecta entre el Walker Texas Ranger de Norris y el Cobra de Stallone. Ambos podrían ser hermanos funcionando claramente como opuestos: uno metódico y bien racional, otro explosivo y altamente pasional (incluso cuando esa pasión es desatada por la obtención de aquella diminuta masa rellena, esponjosa y dulce denominada Twinkie). Además, donde hay dos hombres también puede haber dos mujeres para equilibrar las cuestiones genéricas y llegar a conformar la imagen, en este caso sumamente destartalada por autoconciencia, de la familia tipo: papá, mamá, hijo e hija. Las mujeres en cuestión son la sexy Wichita (Emma Stone) y la pequeña Little Rock (Abigail Breslin), dos figuras que remiten a aquellas de hermanas y, en ocasiones, de madre e hija. Así, la familia sustituta queda conformada para emprender un viaje, un camino hacia donde pueda ser posible sobrevivir un poco más (Tierra de zombies también es una road movie: como dije antes, todo un híbrido). En un momento de ese viaje, el grupo culmina por entrar en la supuesta mansión (un verdadero palacete) del actor Bill Murray. Allí, Tierra de zombies se convierte en un homenaje más que disfrutable a la figura del actor. El gran Bill hará de sí mismo, mostrándose maquillado como un zombie para evitar ser devorado (maquillaje que lo llevará a alcanzar un destino abrupto, trágico y con desenlace disparatado). Pero también se evocan acciones, imágenes y canciones de Los Cazafantasmas: todo está servido para que se impongan los guiños sobre los nostálgicos. Y, la verdad, uno la pasa tan a gusto en la casa de esa especie de tío famoso y millonario que es imposible irse sin pensar en lo que se dejó atrás. De todas formas, el show debe continuar. Y esa continuación se extiende hasta llegar a un parque de diversiones que no es otra cosa más que la verdadera Zombieland (si antes conocimos a Adventureland…). En ese lugar, las acciones se tornan algo chatas y recurrentes. Ya no sorpresivas, sino más bien catárticas: Columbus desobedece una de sus reglas y deja de lado su peor miedo (los payasos) para salvar a su amor, Wichita, mientras Tallhassee desata su ira contra los zombies, afirmando que él es el mejor en lo que hace: matar muertos vivos. Si bien Fleischer sabe del horror del gore, de las corridas, del humor negro, de la sátira y la parodia, también sabe qué es lo que más se disfruta y se valora: desear seguir adelante pese a toda adversidad existente. Sea como sea: esa nueva familia, unida frente a todo tipo de diferencia, logra evitar ser devorada por las hordas de una Zombieland devastada.
Si tres son multitud, seis son una ofensa. El éxito (en términos económicos, claro) de la primera entrega cinematográfica de Alvin y las ardillas hizo que la aparición de una secuela sea inevitable: Alvin y las ardillas 2 continúa con su estética que cruza acción en vivo con animación digital (el trío de roedores está decentemente animado), referencias a la música pop bailable de origen yanqui (piensen en Christina Aguilera, The Jonas Brothers, Beyoncé, Britney Spears, Justin Timberlake, etc.) y un tufillo a conflictos superficiales adolescentes que se impregna sobre un contexto escolar y familiar demasiado repleto de lugares comunes: es evidente que los responsables de la ordinariez del asunto no hacen más que repetir una fórmula que no depara sorpresa alguna. Así, al humor de efímeros gags y de ciertos momentos de slapstick heredados del cartoon (y que parecen funcionar por obligación y no por un simple goce lúdico) se le suman personajes chatos que ni siquiera alcanzan el nivel de lo caricaturesco: Betty Thomas, mujer televisiva y realizadora que ya había demostrado su poca originalidad para hacer cine con un mero producto como Dr. Dolittle, confía demasiado en la presencia de actores como Zachary Levi y David Cross (este último, hay que decirlo, tiene su momento inigualable de gloria y patetismo durante el cierre del film). Estos dos señores, uno amigo y otro enemigo de los hermanos ardilla, concentran toda su energía en morisquetas varias captadas en primeros planos y en acciones tan tontas que hacen pensar en la protección de la salud mental de los menores que observan el despliegue de tal torpeza en pantalla. Y al hablar de morisquetas, inevitablemente hay que mencionar a las ardillas estrellas del relato: antropomorfizadas al exceso, pero mucho menos simpáticas y emotivas que el ratón Stuart Little, las seis pequeñas criaturas (sí, porque a lo masculino de los “Chipmunks” se le suma la contrapartida femenina de las “Chipettes”: tres ardillas admiradoras de los Chipmunks que desean convertirse en estrellas de pop) no dudan en estallar sobre el escenario meneando sus colas durante coreografías varias que parecen extraídas de algún show televisado o videoclip, deteniendo la narración y haciendo que todo se resuma en una especie de muestreo de lo cool teen del asunto. Además, la representación estereotipada de los protagonistas no brinda libertad alguna. Allí están: Alvin, todo un winner, con la inicial de su nombre estampada en la remera (notorio indicio de la individualización y el egoísmo momentáneo que lo llevará al conflicto con sus hermanos y a un futuro arrepentimiento); Simon, con su madurez y sus lentes de intelectual (racional y aburrido a más no poder) y Theodore, con su traste pesado y sus emociones incontrolables que lo convierten, al menos, en la ardilla más abrazable de todas. Habrá que admitir, también, que esa emoción alegre de los intérpretes animados se dispara, sobre todo, a través de sus cánticos. Todos magnificados por el tono agudo de sus voces que no temen destrozar varios tímpanos durante el proceso (horror: según datos, desde 1958 que lo vienen haciendo). De hecho, si hubo algo que me molestó particularmente, fue escuchar a Alvin y compañía ejecutando su versión del tema You Spin Me’ Round, un clásico de los ochenta del grupo inglés Dead or Alive. Mejor dejar a las ardillas bailar porque si de cantar se trata…
Los salmones que nadan contra la corriente. Final de partida (Okuribito) fascina: su embrujo se reproduce poéticamente al ritmo de imágenes poderosamente reflexivas y emotivas. Su estética se atreve a exponer metáforas visuales musicalizadas por los tempos del gran Joe Hisaishi en fundidos encadenados que establecen analogías demasiado explícitas como la del vuelo de las grullas y el fin de la vida, mientras el humor sutil de pequeños y efectivos gags (ej: la liberación y la muerte del pulpo) anteceden y suceden a ciertos pensamientos melancólicos y nostálgicos que funden el discurso de las palabras (sin dejar de ser nunca una parte sustancial de la potencia visual que abunda dentro del relato) en maravillosas lecciones de vida fortalecidas por el uso de los primeros planos. Como si la película del nipón Yojiro Takita, ganadora del Oscar a mejor film extranjero en el 2009 (galardón que, evidentemente, ayudó a su reconocimiento y distribución internacional), decidiera con gracia y amor narrar la historia del joven Daigo (Masahiro Motoki) a partir de la pasión de un cuerpo que otorga la vida, simbólicamente hablando, a otros que yacen inertes: si el protagonista goza tocando el violonchelo, actividad que lo retrotrae a un pasado doloroso aunque ciertamente liberador en el presente, su posterior enamoramiento por el nokanshi (ritual de preparación y despedida de un cuerpo sin vida que se conforma, a la vez, como trabajo, práctica cultural y expresión artística) lo conducirá a una especie de estado catártico. Esa instancia autoreflexiva que Daigo vislumbra con una luminosidad ardiente en el cierre del relato de Takita, un momento cumbre, embellecedor, que amalgama muerte y vida dentro de ese camino circular de filosofía de vida oriental, sólo puede alcanzarse por medio del aprendizaje y la maduración. Y para lograr llegar a la superación, a ser quien se es, a hacer del pasado un recuerdo reconocible, familiar, y ya no fantasmagórico (vean como esa imagen del rostro del padre de Daigo obtiene los rasgos que lo definen, abandonando cierto estatuto sombrío para así completarse definiendo su identidad), el joven aprendiz contará con la ayuda de su maestro y jefe, Ikuei (Tsutomu Yamazaki), y con su agradable y querible esposa, Mika (Ryoko Hirosue). Pero más allá del apoyo brindado por estas dos figuras y su vínculo con el protagonista, es el abordaje emotivo (emocionalmente perfecto) que representa Takita en imágenes lo que hace de Final de partida una experiencia que jamás deja de interpelar al espectador: los rostros de los participantes del ritual, los gestos de los expertos en cada acción (delicados, como si de una danza se tratase), los silencios que hablan más que las propias palabras, la contemplación que oscila entre el dolor y la alegría durante las despedidas ritualizadas y el amor que le confiere el director a sus criaturas y al contexto que atraviesan, culminan por revestir al film de un brillo absolutamente particular. Y esa particularidad no puede ser entendida como un simple ejercicio pintoresco, sin otro sentido más que el de exponer la belleza y eliminar la emoción, ya que el cine que ofrece Takita presenta y representa, combinando un realismo que puede pensarse como extraído de un documental etnográfico (la cámara registrando un ritual y una práctica cultural tan ajena como fascinante) con una poética y un humor que buscan las emociones a través de esa capacidad que posee el cine por desnaturalizar de modo notable la simple concepción de un mundo determinado. Así, Daigo se exhibe tocando el violonchelo junto a la naturaleza: rompiendo su aislamiento, sintiéndose vivo, observando la vida de otros seres (sean grullas, salmones, plantas) y siempre en armonía con el contexto: lo bello y lo emotivo forman parte de una misma imagen. Sin embargo, tal comunión puede, en ocasiones, ser incomprendida. La escena en la que Daigo, desde arriba de un puente, observa a los salmones nadar contra la corriente es un buen ejemplo para ilustrar el pasaje de un estado de incomprensión a uno de comprensión. En una toma cenital, subjetiva del joven, se observa a los peces moverse con determinación en el agua, nadando con insistencia en una dirección específica. “Quieren volver a su lugar de origen”, le dice la voz de un anciano a Daigo. No es casual que en ese mismo plano, imagen metafórica de bella sustancia, se pueda apreciar peces vivos y peces muertos: aquellos, sin vida, que vuelven arrastrados por la corriente y aquellos que nadan en contra de ésta. Unos van porque viven, otros vienen porque ya han vivido. La vida y la muerte como parte de un todo. En este caso de una imagen, de un plano. Pero también de un punto de vista: el de Daigo. Hombre que vive junto a la muerte. Artista cuyo arte ofrece resistencia. Al menos hasta que la comprensión llega (gracias a la resistencia, como esa determinación del salmón, de Daigo). A partir de allí, la llamada vuelta al “lugar de origen” será parte de un circuito, de un recorrido, de un principio y un fin. Recorrido que sólo el cine y su belleza pueden ofrecer, brindando un sentido tan poético dentro de un ritual que se presenta y representa extremadamente fascinante y conmovedor.
White Horse. Volvió Halloween de Rob Zombie: secuela que cumple durante los primeros minutos pero que decae estrepitosamente llegado el desenlace, el último film del otrora cantante del grupo White Zombie y portador de una figura que goza de cierto estatuto de autor dentro del cine de terror (título que actualmente puede ser adjudicado a cualquiera que más o menos reitere con coherencia una visión de mundo específica) supera a su predecesora en cuanto a escenas de shock se refiere, pero sin abandonar (nunca) el psicologismo y algún que otro pasaje de estética videoclipera que tanto afectaban a la primera parte. A saber: si en la remake Michael Myers devino fuerza asesina imparable todo se debió a la desgracia de haber sido criado por una familia bastante pavorosa. Como si esos conflictos psicológicos ya planteados no alcanzaran para provocar el espanto dentro de este slasher film, Zombie suma al regreso del hombre de la máscara de rostro pálido un condimento naturalista del posible mal que aqueja a aquel hijo imaginado originariamente por John Carpenter en 1978 mezlcado con instancias oníricas que parecen querer cubrirse de importancia con su simbolismo y que con el correr de los minutos se tornan vergonzosas: se recomienda tener en cuenta el significado del caballo blanco propuesto por el director apenas iniciado el film, para así intentar hacer de esta experiencia intrascendente un ejercicio mucho más lúdico y llevadero (una vez terminada la película, nada mejor que resignificar constantemente ciertas imágenes cuando no haya nada que valga la pena recordar). Es que en Halloween II la maldad no se dispara únicamente desde los problemas de crianza, sino que se potencia por el orden natural impuesto a partir de la descendencia, de la sangre, del parentesco: la madre fallecida, espíritu de venganza, es el nexo entre los protagonistas, y su imagen que destella pureza un mero espejismo. Así, a los prolongados discursos entre personajes que debatían el posible origen del mal en Michael y que eran un lastre en la primera parte de la historia recreada por el director (ahora ciertas escenas con el parlanchín y psicólogo estrella interpretado por Malcolm McDowell rozan lo tragicómico), se le suma el agregado de una especie de furia compartida entre el asesino serial y su hermana: Michael y Laurie conllevan una existencia brutal, y mientras el primero comienza a retornar en una prolongada caminata al mejor estilo Kwai Chang Caine, aunque masacrando gente horrenda a diestra y siniestra (es notable la impronta nauseabunda que acarrean los personajes con los que se cruza Myers, todos susceptibles, según la mirada de Zombie, de ser ajusticiados de la peor manera), la segunda se debate entre numerosas rabietas que escapan a la efectividad de los medicamentos y los deseos cada vez más enérgicos por cometer asesinatos: los lazos de sangre son sumamente efectivos, como el destino de la muchacha dejará en claro. . Para presenciar esa suerte definitiva de la hermana menor del en esta versión no tan etéreo Michael (¿dónde habrán quedado esas maravillosas tomas subjetivas finales del Halloween original que hacían de la cámara flotante el lugar predilecto para que el espíritu de Myers se refugie?), el director Rob Zombie hace que el espectador sea conducido a través de un relato que se convierte en un pastiche poco digerible. A las escenas de tensión que se resuelven con nervio mediante el gore expuesto en primeros planos, y siendo impulsado a través de la brutalidad del cuerpo del gigante en acción, Zombie elige la provocación del shock de imágenes realistas que parecen extraídas del canal Discovery Health (vean, por ejemplo, la escena en la que Laurie está siendo operada) o momentos que se resuelven a través del montaje paralelo sin otro objetivo más que el de generar desagrado (cena familiar en donde el plato principal son las salchichas homologada con el banquete de índole primitivo que se da Michael con un perro). Este último caso sirve también para establecer el sentido de la conexión entre hermanos, aunque después de presenciar el acto perpetrado por el serial de turno poco interesa que Laurie vomite en el inodoro. . Y si de inodoros hablamos, por allí se despide la película: con imágenes que se zambullen en los tiempos de la cámara lenta para ilustrar el dolor, con música extradiegética que parece haber sido concebida para otro tipo de historia, con una balacera que repite el abatimiento glorioso de la figura del mal (vean el destino del trío en The Devil´s Rejects: toda una obsesión autoral, evidentemente) y con una escena de cierre que implica volver a las palabras escritas en el inicio del film: Zombie busca el punto de vista de Laurie y muestra al caballo blanco y a la madre. En una especie de acto de autoconciencia irrefrenable se escucha una voz femenina cantar Love Hurts. Sí, no hay duda: Halloween II es una experiencia dolorosa en más de un sentido.
La euforia. Decir que el film dirigido por el inglés James Watkins narra la euforia de un cuerpo femenino no es algo absurdo: cuando las screaming queens se ahogan en alaridos y llantos y deciden abandonar la lucha por la supervivencia dando paso al pánico que las deja estáticas y abatidas, numerosos horror films potencian sus tensos y furibundos vaivenes centrándose en la capacidad física de esas protagonistas que hacen de sus últimos instantes de vida todo un choque de fuerzas antagónicas: sea cual sea el resultado final del conflicto, las mujeres sufrientes logran soportar el dolor provocado por todo tipo de adversidades. De allí el sentido de lo eufórico del caso: una euforia demasiado alejada de aquella referencia que implica una sensación de bienestar u optimismo, ya que Eden Lake es un trip que se estructura a partir del rabioso malestar y la profunda incertidumbre que se encarnan en los cuerpos, y que hace foco en ese otro significado que opera en relación a la capacidad de soportar el dolor provocando una imagen asombrosa de la figura femenina para superar obstáculos dentro de una situación perturbadoramente realista, hasta llegar a límites salvajes, brutales e inquietantes. Dentro de ese salvajismo y de esa inquietud se encuentra ella: Jenny (Nelly Reilly): maestra de jardín de infantes, especie de dulcinea, educada en las buenas costumbres y delicada al extremo hasta en su tono de voz. Una mujer enamorada de su quijote, Steve (Michael Fassbender), hombre demasiado valiente y confiado como para hacer perdurar su testosterona dentro de la cara oculta de Eden Lake: ese paraíso terrenal cuyo rostro endiablado se encuentra bosquejado en un graffiti que dicta sentencia prematura y que se halla ubicado clandestinamente detrás de un cartel publicitario, como uno de los planos se encarga sutilmente de describir en el momento en que arriban los amantes al lugar. Y es allí, en las orillas del lago, donde el primer contacto determina lo que vendrá: la pareja es incomodada por un grupo de jóvenes y niños que elige la provocación a partir de una evidente mala educación (que será de origen familiar, como se podrá ver después) para iniciar el conflicto y la tensión entre ambos grupos. Lo que sigue a esa especie de reto es una sucesión de hechos inesperados: a la muerte accidental de un perro, resultado del desplante entre el macho de cada bando, le sigue la violencia agravada que transforma al edén de turno en una zona tortuosa con puntos en común con aquellas representaciones fílmicas de un Rambo (aunque sin armas de fuego) perdido en el ambiente selvático de Vietnam y siendo perseguido por el enemigo. Sin olvidar que en este caso, y como se dijo con anterioridad, la figura eufórica del hombre se halla desplazada en la imagen femenina. En esa zona circunscripta por límites difusos (Eden Lake es un laberinto donde la imagen humana se vuelve ínfima gracias al contexto, como esos escasos planos aéreos ilustran) Watkins convierte al personaje de Jenny en pivote del dolor, la tensión y el horror: ella es la que resiste a pesar de las heridas (vean esa escena terrible cuando debe sacarse a la fuerza una especie de hierro que se ha clavado en uno de sus pies), la que se oculta y escapa, la que intenta salvar a su pareja y la ve morir y, como si fuera poco, la que culmina por matar. Y este último punto no es menor: Jenny, cansada pero todavía eufórica, abandona toda sociabilidad luego de hundirse en el lodo del espanto, y a continuación da muerte a dos de los jóvenes del grupo agresor. El primero en caer es uno de los débiles, de los dubitativos, de los menos peores (si tal cosa existe dentro de un grupo de críos que placenteramente o no llegan al límite de la tortura). Momento en que Watkins decide dejar sola a Jennifer, alejando la cámara mientras la mujer toma conciencia de lo hecho. La otrora educadora de niños comprende la situación que la supera y los límites se rompen: eufórica, se libera por completo sin poder detenerse, siendo incitada por ser testigo del asesinato brutal de su pareja y de un niño, ambos quemados vivos. Es notable observar cómo Watkins toma distancia del horror durante esa escena, optando por quedarse con Jennifer, quien vomita pero continúa escapando (claro resultado del estado eufórico que la envuelve). Llegado el clímax del escape, la opera prima de Watkins clausura aquello que anticipa al comienzo: las palabras que se escuchan en la radio del automóvil de la pareja se hacen cuerpo en el seno de la institución familiar. Jennifer, poseída por una euforia irrefrenable que la condena a pasarle por arriba con un vehículo a la joven más extraña del grupo, culmina por traspasar los límites de la propiedad privada, chocando con la casa del padre del líder de la banda de menores que persigue a la pareja. Es en ese instante donde un grupo es reemplazado por otro: uno de adultos. Siendo este último portador de las mismas costumbres, la misma educación, la misma ira, la misma violencia, el mismo horror que aquél que integran sus hijos. Allí culmina el viaje de Jennifer, su escape y su euforia. En suma: su historia. En el final, el director deja la cámara como expectante frente a uno de los menores (el peor de todos). Dentro de su cuarto y mientras se mira al espejo, esta especie de bully posa con los lentes Ray-Ban de Steve: sin duda, su trofeo de guerra. En Eden Lake ya no hay víctimas (por más que el destino de Jennifer se intuya trágico) sino victimarios: unos por (mala) educación, otros por euforia.