Ruidosa caída digital del mundo
2012 representa la consumación de todo aquello a lo que siempre aspiró el alemán Roland Emmerich, realizador de Día de la Independencia, Godzilla y El día después de mañana. Descendiente distante de Nerón, a Emmerich le gusta poner el mundo en llamas para sentarse a contemplar el incendio, y la tecnología digital hace cada vez más posible esa artesanía de maqueta destrozada. A diferencia de su gozoso antecesor lejano, a Emmerich su deseo infantil parecería darle culpa, por lo cual necesita disfrazarlo de algo presuntamente maduro y universalizable: el drama humano. Ahí, el edificio entero se le viene abajo: para Emmerich, el drama humano es tan irrepresentable como un pobre para Mauricio Macri. Asistir a 2012 es como ir un sábado a la tarde a casa de nuestro amiguito rico, para que nos muestre –durante casi tres horas, en la que nos tendrá amarrados a una butaca– cómo destruye el carísimo Rasti que los papás acaban de regalarle.
Materialización en bruto de la sensación de apocalypse now que recorre el mundo, en 2012 las manchas solares se ponen hiperactivas, los neutrinos se sacan, las placas tectónicas se corren de lugar y de pronto ese centro del universo que es la ciudad de Los Angeles aparece atravesado de rajaduras del tamaño del Kodak Theatre. De ahí en más, los rascacielos se caen unos contra otros, las autopistas se arquean como serpientes jorobadas, ciudades desaparecen de la faz de la tierra, hay diluvios universales y desfile de tsunamis, las olas arrastran al Air Force One como si fuera una plancha de telgopor, el portaaviones USS John F. Kennedy cae sobre las costas de los Estados Unidos y un reducidísimo grupo de sobrevivientes busca refugio en siete arcas, construidas para la ocasión por el G-8.
Más allá de un azoramiento poco duradero, esta ruidosa caída digital del mundo tal como lo conocimos importaría, siempre y cuando la sufrieran esos alter egos del espectador a los que suele darse el nombre de personajes. En 2012, su lugar ha sido tomado por unos muñecos inanimados que llevan los rostros de John Cusack, Amanda Peet, Chiwetel Ejiofor y varios más, en los papeles de un escritor de best-sellers que terminará salvando al mundo, su ex esposa (que vuelve a él, al verlo convertido en megahéroe universal), un geólogo, el presidente afroamericano de los Estados Unidos y así. De todos ellos, el único con una personalidad es, como suele suceder, el villano, un asesor presidencial dispuesto a que el resto del mundo se hunda, siempre que se salven él, unos jeques árabes y otros doscientos privilegiados. En la única elección afortunada de cast, Oliver Platt está, como siempre, perfecto.
En 2012 el sol se enfurece como un Dios indignado. Un lama tibetano se hace amigo de un soldado chino. Un niño se llama Noé, un predicador callejero lleva un cartel que dice “Arrepiéntanse”, un barco tiene el nombre de Génesis, la humanidad se salva a bordo de siete arcas y, al final, un sol providencial vuelve a brillar. Podría considerarse a Roland Emmerich inventor del género “superproducción de catástrofe bíblica”, si Cecil B. De Mille no lo hubiera hecho más de medio siglo atrás.