Periodismo y compromiso con la verdad. El periodista argentino Sebastián Moro falleció el 16 de noviembre de 2019 en Bolivia, como consecuencia de politraumatismos causados por una golpiza. Por entonces, Moro enviaba artículos, publicados por Página/12, sobre la inminencia del golpe de estado en la nación hermana, y en esos informes denunciaba el avance de la derecha, aliada con las Fuerzas Armadas de ese país. Al día de hoy, la persistencia de sus familiares dio por resultado que haya una causa abierta ante los gobiernos de Bolivia y Argentina, por un crimen que se considera de Lesa Humanidad. Casualmente (o no tanto) la clase de crímenes que Moro investigó para distintos medios. Sebastián Moro, el caminante recorre los distintos estadíos del ejercicio de la profesión por parte de Moro, desde su Mendoza natal, donde tenía un programa en Radio Nacional especializado en derechos humanos (“no solo los del pasado, sino los que tienen lugar ahora mismo”, apunta una de sus hermanas), hasta Bolivia, donde rápidamente se puso en contacto con la Confederación Única Sindical de Trabajadores Campesinos de Bolivia, y con los medios solventados por esta confederación, pasando primero por la radio y luego, en forma definitiva, por el semanario Prensa Rural, donde se afincaría (a Sebastián le gustaba sobre todo escribir”, recuerda otra de sus hermanas). “Siempre fue un empleado explotado y precarizado”, dice una de sus parientes, testimonio de la intransigente voluntad de Moro por dar cuenta de aquello que nadie quiere ver. Apenas llegado al poder, el macrismo le borró 250 notas, por supuesto irrecuperables. Agobiado por la situación en su provincia decidió viajar a Bolivia, donde por pedido de Página/12 cubriría las elecciones en ese país. Se encontró con lo que no esperaba: un golpe civil y militar y la muerte, consecuencia de seguir escribiendo sus crónicas, hasta último momento. Doce crónicas que lo condenaron, tanto como las que publicó para la prensa local. La realizadora María Laura Cali recurre a un relato coral, dando voz no solo a los miembros de su familia (su madre Raquel, sus hermanas Penélope y Melody) sino a sus ex compañeros de trabajo, así como a testigos de las torturas infligidas a último momento. Utiliza fragmentos de noticieros, donde se ve a las cholitas rogando por la vuelta de Evo (o llamando a la guerra civil) y a un actor al que siempre muestra de espaldas, como forma de darle cuerpo a esas caminatas por La Paz y El Alto, que justifican el título del film. Delicadamente deja de lado las fotos de torturas, e incluye grabaciones de las conversaciones telefónicas sostenidas por Moro con su familia, hasta la noche antes de su asesinato. “La escritura es lo único que perdura”, dice Moro sobre el final, como si supiera lo que le esperaba. Testimonio de que a veces el periodismo, cuando se lo practica con valentía, puede ser una profesión peligrosa.
"El libro de los jueces": la esperanza de una justicia distinta. El film sigue a Walter Saettone y Alejandro David, dos jueces a los que les interesa más la resocialización de los condenados que la punición. Con El libro de los jueces, Matías Scarvaci continúa, ahora en solitario, la línea iniciada por Los cuerpos débiles, documental codirigido junto a Diego Gachassin (2015). Abogado y mediador él mismo, en ambas películas Scarvaci analiza el funcionamiento de una Justicia que no es la que uno se imagina. Un abogado defensor de “pibes chorros” en el primero de los casos. En el segundo, dos jueces penales de garantías de primera instancia, que antes de emitir veredicto recorren cárceles de alta seguridad interesándose por el estado de las causas de los presos, a los que tratan con impensada familiaridad y deferencia. Dos jueces a los que lo que más les interesa no es la punición sino la resocialización de los condenados. Walter Saettone no parece un juez sino un rockero. Con pelo largo, barba y remera, Saettone en verdad lo es: toca la guitarra en un grupo de rock. Además es juez. Saettone visita a los presos de una cárcel de máxima seguridad, recuerda sus nombres y está al tanto de cada uno de los casos. Los trata como un igual, pidiendo permiso para entrar en las celdas. Unos años mayor que él, el doctor Alejandro David se comporta de manera semejante, sumándose incluso a actividades recreativas, como uno más. Contrariamente a la “pérdida de autoridad” que podría pensarse como derivada de estas conductas, los presos los tratan con enorme respeto, estrechando las manos de ambos en el momento del reencuentro. Se muestran dos juicios, uno por cada juez. Saettone concede la salida transitoria de un penado, que deberá llevar un rastreador electrónico, mientras que su colega no hace lo propio con otro, preso por asesinato, por más que haya mostrado buena conducta. A su vez, los familiares de las víctimas: una chica no perdona al victimario de su marido, mientras que la madre de un muchacho asesinado abraza, conmovedora e inesperadamente, al hombre que mató a su hijo. A su vez y tanto como para no dispersarse, Scarvaci hace foco sobre dos penados, uno de los cuales tiene el filo de un cuchillo alojado junto a la arteria femoral, en la parte posterior del muslo derecho. Aunque los presos son de máxima seguridad, su conducta es ejemplar, posible consecuencia del recorte que el realizador ha resuelto hacer. Aquí no hay “porongas” ni esclavos sexuales, no hay tipos de gesto torvo, sino gente común y corriente, de la que, si no supiera, difícilmente podría pensarse que sean criminales. Hay promesas de buena conducta, que se cumplirán o no en caso de salir en libertad. Como en Los cuerpos dóciles, Scarvaci registra las acciones apelando a lo que se conoce como “cine directo”, un método de rodaje que sigue las acciones “tal como se presentan” (aunque puede ser así o no en la realidad). El cine directo permite una fuerte impresión de realidad, la impresión de que se está asistiendo a los hechos “en crudo”, y el seguimiento de casos que hace el realizador permite entrar en relación con la realidad mostrada, tal como ambos jueces lo hacen con los penados.
"La barbarie": racismo tierra adentro El realizador "Pantanal" se sumerge en un mundo de bosta y rodeos, de aperos y rebencazos, de silencios y miradas torvas, para extraer de él aquello que quiere decir. La barbarie es una historia de iniciación en un medio agreste, hostil, cercano a lo que su título indica. Allí, un muchacho de ciudad deberá aprender los códigos que se requieren para sobrevivir, los rituales de una virilidad primaria, que aunque el film no lo sea lo asocian con una película de cárcel. Hay que asistir a la castración de un toro, llevar docenas de testículos en un balde, y hay que aprender cuándo callar y cuando no hacerlo. Aunque el autor de esta nota es reacio a calificar a todo film con vacas como western contemporáneo, en este caso cabe la referencia. No hay indios pero sí racismo, en base a ciertos “derechos” que vienen del feudalismo e implican también la ley de clase y la sexual. No hay, finalmente, duelos con revólver, pero sí a palazos y cinturonazos. Nacho (Ignacio Quesada) cae sin aviso en la estancia de su padre, Marcos Risdale (el siempre notable Marcelo Subiotto), a quien no ve hace tiempo. Decidió dejar la casa de la madre (“la de Callo y Juncal”), sin darle demasiadas explicaciones. El padre, un terrateniente que vive dando órdenes, saluda a su hijo como si lo hubiera visto ayer. Se aproxima la fecha de un remate, y Marcos quiere tener su plantel de vacas y toros al completo y en las mejores condiciones. En esta circunstancia comienzan a aparecer reses muertas, sin signos de violencia ni de enfermedad, ni ninguna razón válida para que eso suceda. Mientras tanto, Nacho intenta restablecer la relación con Rocío, la hija del encargado, una chica de su edad que es madre precoz (Tamara Rocca), y en cuya casa lo reciben con una misteriosa falta de hospitalidad. Ni que hablar de Luis, hermano de Rocío y peón de Marcos (Lautaro Souto) cuyo odio por el recién llegado crece como una olla a presión. ¿Odio por el chico de ciudad, odio de clase? Seguramente, pero no solo eso. La barbarie pone en cuestión los términos de la maniquea fórmula de Sarmiento, civilización o barbarie. Cuando Nacho llega a casa del padre, se detiene unos segundos frente a un cuadro que representa un malón. A ese cuadro se le opone una foto de un antepasado, que peleó en la Campaña del Desierto. ¿Quién es más bárbaro, quién más civilizado? Del mismo modo que los terratenientes blancos masacraron a los indios, la ley que Marcos hace valer, de muy larga data, se basa en su condición de superior, que obliga a callar al subalterno. Frente a esta impotencia, la única arma es la venganza. Por su parte y para no terminar simbólicamente como el toro, Nacho deberá demostrar que puede jugar de visitante, y ganar. A diferencia de tanto cine argentino que impone el “mensaje” por sobre la verdad misma del relato, el realizador Andrew Sala (Pantanal) se sumerge en un mundo de bosta y rodeos, de aperos y rebencazos, de silencios y miradas torvas, para extraer de él aquello que quiere decir. Sala maneja con precisión tiempos y tensiones, mutismos y estallidos de violencia, dejando que crezcan sin forzarlo y logrando una veracidad infrecuente, gracias al enfrentamiento de actores profesionales y amateurs, ambos igualmente inmejorables. La de Luisito es una presencia hermética y temible, y Rocío es una cimarrona, con una historia detrás que justifica esa condición.
"Bill 79": aquel show descabellado en San Nicolás Sobre un episodio verídico protagonizado por el gran pianista de jazz estadounidense, el director de "1000 boomerangs" construye una ficción no exenta de humor absurdo. Bill Evans visitó la Argentina en 1973 y 1979. En la segunda de esas oportunidades abrió la gira en el teatro Opera, la cerró en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín, y entre ambas presentaciones hizo sendas escapadas a las ciudades de San Nicolás y Rosario. La primera de ellas tuvo ribetes propios de un absurdo de ciudad chica, tal como lo contó Joaquín Sánchez Mariño en una crónica excelente, publicada por el diario La Nación un lustro atrás. En esa crónica se basa Bill 79, la película escrita y dirigida por Mariano Galperín, que tiene a Diego Gentile en el difícil papel de quien está considerado el gran pianista de jazz entre fines de los '50 y 1980, cuando pocos meses después de aquellos últimos conciertos en Argentina falleció, a los 50 años, debido a un consumo de heroína de larga data, que acabó con su organismo. La decisión de Galperín de ceñir su relato a esa presentación en San Nicolás es beneficiosa, ya que, a diferencia del género de las biografías musicales, elimina dispersiones y permite concentración. En términos narrativos, el film se divide en tres zonas. La primera y la última cuentan el viaje a San Nicolás y la presentación final, de contornos disparatados. La sección central es la relación (ficcional) de Evans con un admirador, que no puede creer que semejante monstruo se haga presente en su ciudad. Recordando un poco a su ópera prima 1000 boomerangs (1995), donde un grupo de rock estadounidense iba a parar a un asado bien criollo, la primera y última secciones de Bill 79 están signadas por el desfase entre el enorme artista extranjero y el provincianismo nacional de tiempos de la dictadura. El manager local de la gira, que habla en el más estricto espanglish, se presenta a recoger al músico en la puerta del Hotel Bauen (donde Evans efectivamente se alojó) en un Torino, en lugar de la kombi convenida, dando excusas y gesticulando como un personaje de Alberto Olmedo. De allí en más se convierte en el elemento cómico del film, confundiendo a Stravinsky con el jazz y tratando de explicarle a la manager del músico (una tensionada Marina Bellatti) que el show de éste va a tener lugar en el medio de la elección de la Reina de la Invierno (en la realidad fue la de la primavera). Evento que para el público de San Nicolás, donde Evans no era precisamente famoso, representaba la sal y pimienta de la noche. En otra decisión acertada, la película se cierra cuando el músico toca sus primeros compases en aquel show descabellado de San Nicolás (en verdad hubiera sido preferible ahorrarse incluso esos compases, ya que la versión que se escucha no le hace honor al músico). A Galperín no le interesa mostrar a Evans en su rol de pianista, sino en el mucho más colateral de extrañado visitante de la ciudad bonaerense. Es una opción válida (motivada también por el hecho de que la producción no contaba con los derechos sobre las interpretaciones de Evans). La sección central no carece de su grado de absurdo, cuando la madre del fan, que no sabe inglés e ignora quién cuernos es ese hombre de barba, traje y camisa floreada para nada al tono, impone la decisión de ver por televisión la pelea en la cual Víctor Galíndez se consagraría campeón mundial medio pesado, adornando la velada con unas criollísimas empanadas. Otra decisión bien encaminada es la de hacer que Evans no se comporte con desdén ante esta clase de situaciones (lo que hubiera generado un enfrentamiento maniqueo entre el genio universal y los mentecatos “pueblerinos”) sino por el contrario con buena disposición. Mientras tanto va al baño repetidamente, desplegando allí su set de aguja, manguera de goma y cucharita. La tragedia corre en paralelo con la comedia. Lo que no parece tan acertado es haber compuesto a un Evans monolítico, marmóreo incluso, aun considerando que el pianista no derrochaba extroversión (y que la heroína lo dejaba duro). De este modo el espectador queda privado de empatizar o conocer un poco más al protagonista, que se afloja solo en dos ocasiones. Una es trágica, cuando recuerda la muerte de su hermano y su exesposa, y la otra de comedia, cuando con el mayor de los gustos decide maquillar a dos de las candidatas a reina de invierno, que es también la única ocasión en la que el Grande del Jazz se relaja y sonríe.
"Tres hermanos", la tragedia amasada a fuego lento En medio de una naturaleza indómita, los personajes trazan un mundo en donde la masculinidad está asociada con la violencia, descargada y contenida. Si el cine fuera olfativo, Tres hermanos olería a madera, sudor y barro. A testosterona. El film de Francisco J. Paparella, ganador del Premio Especial del Jurado en la última edición del Festival de Mar del Plata, pinta un mundo herméticamente masculino, en el que la masculinidad está asociada con la fuerza, el esfuerzo, la violencia descargada y contenida. Las mujeres son descalificadas, forzadas o abandonadas. Salvo una, que como en el tango es la madre, cuya muerte no termina de ser elaborada por los hijos. Todo transcurre en un mundo primario, en medio de una naturaleza indómita y entre negocios no del todo legales, donde cazar un jabalí a cuchillo es un hábito. Todo tiene un aire trágico, pero implosionado, porque los hombres no deben demostrar sus emociones. Tres hermanos tiene lugar alrededor de un aserradero familiar ubicado en Río Negro, al borde de un bosque y de un río, cuyas aguas amenazan con desbordar una represa. Cuando Walter vuelve a la zona, tras haberse quedado sin empleo en la línea de buques de carga donde trabajaba, acaba de tener lugar un incendio. Uno más, cosa común en las inmediaciones. A cargo del aserradero familiar están el hermano del medio, Matías, y el menor, Marcos, que se disponen a hacer un traslado de troncos en forma ilegal, sin informarle a sus tíos, que son parte de la empresa. Si Walter se la pasa tomando cocaína, dando la sensación de que en cualquier momento va a estallar, Marcos estalla regularmente, tirando palazos a la batería de un grupo de heavy metal o haciendo tomas de jiu jitsu en un gimnasio. Si algún compañero lo doblega en un combate, si se lo cruza por la calle va y le parte la cara: su resistencia a la frustración es bajo cero. Matías, a su vez, tiene un problema serio, en la zona más simbólica posible en este mundo cerradamente masculino: un testículo. Y por supuesto que no se lo cuenta a nadie. La cámara es como si fuera el cuarto hermano. El más callado, el más introvertido, el más observador. Como la caza del jabalí, como lo dice la letra del grupo Malón que sirve de acápite (“acaricio la crueldad del mundo y su dolor”), el mundo de Tres hermanos es duro, despiadado, cerrado, y el relato se ajusta a él con sequedad, sin pedir permiso. “No servís”, le dice Walter a una prostituta, y se la saca de encima. Más tarde, cuando furtivamente se acerca a la casa de su ex esposa, para ver a la hija a la que no llegó a conocer, aquélla lo echa a gritos, sin dar alternativa a nada. En medio de un baile, Matías invita a una chica a salir un rato, luego a subirse al camión, y aunque ella le pide que se ponga un preservativo, él no le hace caso. Esto hace eco con el pasado de Walter, quien evidentemente embarazó a la madre de su hija y después se fue. Si la chica con la que Matías acaba de tener una relación llega a quedar embarazada, ¿él va a quedarse a su lado? ¿Cuando se trata de una relación circunstancial? Tanta implosión silenciosa (los hermanos solo dejan asomar un poco lo que sienten cuando recuerdan a su madre) tiene su correlato en la violencia del río, que amenaza con salirse de cauce y romper la represa. A menos que se lo desvíe, algo que un conocido advierte a Matías. No le hace caso, lo cual da lugar a una secuencia en la que la naturaleza se desborda, se vuelve salvaje, algo que no es habitual ver en el cine argentino, habitualmente tan calmo. Allí sobreviene la tragedia que se ha venido amasando a fuego lento, que hace eco, a su vez, con la muerte de la madre, y que los hermanos no han hecho nada por evitar. Como si siempre hubieran querido condenarse a ella, sin decir una palabra. De allí la violencia a fuego lento, que implosiona, implosiona, implosiona, hasta que rompe el dique.
"Legítima defensa": el drama de un hombre con culpa En el curso de una investigación de asesinatos aparece una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte. Legítima defensa es una película coherente. Coherente en tono, estilo, actuaciones, tiempo de duración de cada plano. Habrá quien piense que es demasiado grave y sin duda gravedad no le falta, así como un tono ominoso que tiene que ver con lo que sucede. Pero ¿quién determina qué es demasiado, justo o demasiado poco? Lo determinan, en tal caso, las intenciones y el conjunto de la puesta en escena, que aquí se ajustan en función del relato. Policial con dos investigadores que puede recordar a exponentes escandinavos del género y sobre todo, por su tonalidad dark, a True Detective, a diferencia de la serie escrita por Nic Pizzolatto, la ópera prima de Andrea Braga le ahorra al espectador las pomposas disquisiciones filosóficas. Aquí la cosa es más práctica, más factual. Eduardo Pastore (Alfonso Tort) es un fiscal que debe (y quiere) volver a su ciudad natal para investigar un asesinato, luego dos y finalmente un tercero. Es raro, porque los cuerpos aparecen con sangre pero sin signos de lesiones (aquí hay una pequeña trampilla a la que hay que pasar por alto). Como todo investigador, Eduardo se investiga a sí mismo, y en esa investigación interna ocupa un lugar prominente el modo en que abandonó la ciudad y su familia. Junto a él funge un amigo, el joven comisario Ramiro Sartori (Javier Drolas) y la pareja de éste, Paula (Violeta Urtizberea), que buscan un hijo sin conseguirlo. De pronto aparecerá, en el curso de la investigación, una empresa cerealera que cuenta con un largo historial de enfermedades y muerte, como consecuencia de fumigaciones ilegales. Cuando se habla de tono debe entenderse también el tono de la fotografía, en clave baja, y de las vestimentas, oscuras, frecuentemente amarronadas, lo cual comunica tanto o más que cualquier diálogo o giro de la trama el clima triste y derrumbado del relato. Un detalle de puesta en escena -el tono de la fotografía y los atavíos- que no suele tenerse frecuentemente en cuenta, y que aquí hace al todo. Tanto como ciertos detalles: el sentido de una de esas esferas de cristal que puestas boca abajo dejan caer nieve falsa, muta trágicamente en función del relato. Es loable también el modo en que Braga “corre” el film del género policial, eliminando tanto el uso de armas como la visión de los muertos, que son mencionados pero nunca vistos. De este modo, lo que queda es el drama de un hombre que siente culpa, y de una ciudad en cuyo seno se halla instalada una empresa criminal. Tal como en realidad sucede aquí y ahora, en la Argentina y en el mundo.
"En cumplimiento del deber", relato de un crimen impune El documental que se exhibe en el Gaumont entrelaza las líneas narrativas del sospechoso entramado de Iron Mountain y las historias de los bomberos fallecidos y sus familias. Año 1995. Gobierno de Carlos Menem. Una fábrica militar ubicada en pleno centro de la ciudad de Río Tercero explota, lanzando bombas y proyectiles y dejando un saldo de siete víctimas. Se descubre que desde allí se enviaban armas a los Balcanes, se sospecha que el siniestro es intencional, se “investiga” y se halla como único responsable a un operario, a quien se despide. Asunto terminado. Febrero de 2014. Gobernador de la Ciudad: Mauricio Macri. El depósito local de una poderosísima firma internacional, que resguarda datos financieros de 156 mil empresas en el mundo entero y ocupa toda una manzana del barrio de Barracas, se incendia, dejando como saldo humano a diez bomberos muertos y dos suicidados. Se “investiga”, se lo considera intencional, pero hasta el día de hoy no hay culpables. El primer hecho lo narró Esquirlas, documental de 2021. Le toca el turno ahora al incendio de Iron Montain, con guion de Carlos Castro, dirección de Jorge Gaggero -realizador de Cama adentro (2004)-, y relato de Cecilia Roth. Documental de investigación de formato canónico, En cumplimiento del deber pone en orden los datos, entrelazando dos líneas narrativas. Una es la que tiene que ver con el incendio en sí, la otra es la de las víctimas, con abundantes testimonios de sus deudos. Iron Mountain, que guarda documentación de varios de los bancos, financieras y corporaciones más poderosos del país y del mundo (como J. P. Morgan y HSBC), no podría ser más sospechable. El de la sede de Barracas es el quinto incendio producido en distintas ciudades entre 1997 y 2014: Nueva Jersey, Ottawa, Aprillia en Italia, Londres (la segunda mayor conflagración registrada en esa ciudad en toda su historia), Buenos Aires finalmente. Dato llamativo: los documentos se almacenan en papel, en tiempos en que toda documentación se archiva de manera virtual. Segundo dato: se demora dos horas para dar aviso a la policía, un tiempo prudencial para que el fuego haga su trabajo. Tercer dato, previsible: la planta había sido denunciada por no cumplir las normas de seguridad exigidas. Cabe recordar que el Gobernador de la Ciudad había distinguido a Iron Mountain y que el Ministro de Desarrollo urbano, que tuvo a su cargo la creación del Polo Industrial -del cual la empresa era una punta de lanza- era en ese momento Francisco Cabrera, ex empleado del HSBC. Resultado: exención financiera por 2300 millones de dólares y tanques de agua vacíos a la hora del incendio. Entre otros, En cumplimiento del deber presenta testimonios del ex Presidente del Banco Central, Pedro Biscay, del ex director de la Unidad de Investigación Financiera, del ex Inspector de Trabajo de la Ciudad y de varios legisladores que tuvieron a su cargo la investigación del hecho. Un perito policial afirma que está comprobado que se introdujeron dos dispositivos para generar el fuego. ¿Culpables? Nadie.
"Tár", con Cate Blanchett: una máscara de autoridad La actuación de Blanchett como una compositora y directora de orquesta es lo suficientemente compenetrada y sutil como para compensar los desequilibrios del guion del realizador Todd Field. “Lo que importa es el tempo”, dice Lydia Tár durante una entrevista con público, al estilo de las que en su momento hacía el conductor James Lipton con gente del mundo del cine. En su nueva película tras 16 años de ausencia (la anterior había sido Secretos íntimos/Little Children, de 2006), el realizador y guionista Todd Field hace honor al precepto de esta conductora de orquesta, famosa en el mundo entero y en condiciones, sin duda, de dar clases magistrales. Si un mérito tiene la puesta en escena de Field es la de mantener un tempo pausado, parejo y acompasado, incluso en los arrebatos pasionales de la protagonista sobre la tarima o durante su descomposición paulatina. Menos convincente resulta sin embargo el guion del propio Field (una de las seis nominaciones al Oscar de la película), que en lugar de concentrarse en una razón de la caída de Lydia se dispersa en varias, para derrumbarse definitivamente junto con la protagonista, a partir del momento en que tiene lugar un exabrupto dramático, que más que del personaje parece de la película en su conjunto. Tratándose de una directora de orquesta (una maestro, como por lo visto se les dice), no es raro que durante esa entrevista Tár fascine con el cadencioso movimiento de sus manos, que parecen dibujar ideas en el aire. Sin embargo, el plano previo no la muestra precisamente relajada, sino obligada a aflojar su tensión con toda clase de gestos, algunos de ellos se diría que al punto de la psicosis. La de Tár, una eminencia en el mundo de la música, es una máscara de autoridad, que en los ensayos, sin embargo, no deviene en autoritarismo. La “maestro” no grita, amenaza o se violenta con sus dirigidos, aunque en un momento le haga saber a su pequeña hija que “una orquesta no es una democracia”. El primer punto de quiebre, que a la larga tendrá una incidencia mayor que la que aparenta, es cuando Tár discute con un alumno (da clases en la meritocrática Juilliard) sobre cuestiones particularmente extremas de la política de identidad (el alumno, que se define como negro y pansexual, no simpatiza con Bach, compositor blanco que tuvo veinte hijos; Lydia es lesbiana asumida). Al mismo tiempo, una discípula de Tár toma una decisión trágica, motivada en buena medida por una intriga urdida por la protagonista, un hecho que la sume en la culpa. Hay otras intrigas, que de a poco irán minando su carácter de intocable, expulsándola del Olimpo. El problema de Tár es justamente que las intrigas (en ambos sentidos de la palabra) son muchas, lo cual genera desconcierto. ¿La caída de la (anti)heroína está motivada por sus conflictos con la política identitaria, por su sentimiento de culpa, por decisiones cuestionadas o por su discreta pero visible seducción de una joven chelista? El desconcierto deriva en asombro cuando Tár pasa de la violencia psicológica a la física, con una brutalidad que recuerda a aquella escena de Whiplash en la que el también director de orquesta arrojaba un platillo por la cabeza a un alumno al que le costaba seguir el ritmo. De allí en más es un cuesta abajo dramático, que es de lamentar dada la elegancia de la puesta en escena, que se corresponde exactamente con la sofisticación del mundo que describe. Por supuesto que la actuación de Blanchett, nominada al Oscar por este papel, es lo suficientemente compenetrada y sutil como para que una mirada al sesgo sobre una nueva postulante deje en claro que la candidata ha hecho resonar una cuerda escondida en esta mujer-orquesta, aparentemente tan dueña de sí misma, tan compuesta, tan dominante.
"Los Fabelman": Steven Spielberg se mira en el espejo de su infancia De "E.T." a "Parque Jurásico", pasando por "Atrápame si puedes", el rol de la familia es clave en la formación del protagonista, y en su nueva película es más determinante que nunca. Un accidente de trenes. Eso es lo que fascina al pequeño Sammy Fabelman (6 años) la primera vez que va al cine, en compañía de sus padres. No la película en sí (la mamotrética El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. de Mille), sino la escena específica (muy buena, en verdad, y filmada en un Technicolor que marea de tan espectacularmente falso) en que dos trenes chocan, desparramando vagones, pasajeros y animales salvajes enjaulados. Sammy abre los ojos muy grandes, maravillado ante esa especie de alucinación colectiva (la sala está llena), y cuando su padre le regala un reluciente tren eléctrico lo primero que hará será pedirle prestada su cámara 8mm., montar una colisión en pequeña escala y filmarla, para su propio asombro y el de su familia. Ya se sabe que hay una zona de cine de Steven Spielberg donde el sentido de maravilla prima, como demuestran E. T., Encuentros cercanos del tercer tipo y la primera parte de (la primera) Parque jurásico. Y aquí vuelve a reinar, siempre con un niño (o un niño grande, como Richard Dreyfuss en la segunda de las nombradas) como protagonista. La única diferencia que Sammy Fabelman tiene con Steven Spielberg es el nombre. En todas las películas mencionadas, tanto como en Atrápame si puedes, el rol de la familia es clave en la formación del protagonista, y en Los Fabelman -candidata a siete premios Oscar- es más determinante que nunca, tal como indica el título. Corre el año 1952 (Spielberg tenía la misma edad que Sammy) y Burt Fabelman (un excelente Paul Dano) es un ingeniero eléctrico genial, pionero en la investigación de computadoras. Su trabajo lo lleva de New Jersey a Phoenix , de allí al norte de California y luego a Los Angeles. Su familia lo sigue de un destino laboral a otro, hasta que… bueno, ninguna mujer soporta seguir durante tanto tiempo a su marido, ocupando un rol secundario en su vida. Mitzi Fabelman (Michelle Williams, nominada al Oscar por este papel) es una ex pianista que pospuso su vocación pero conserva su pasión por la música, que coincide con la de su hijo Sam (Mateo Zoryon Francis-DeFord a los 6 años, Gabriel LaBelle en la adolescencia) por el cine. De hecho y aunque el bueno de Burt le compre al hijo todo lo que necesita para ser cineasta (una cámara de 16mm, un proyector y una moviola), el lazo fuerte de los Fabelman es entre Mitzi y Sam. “Hacer otro mundo te hace estar a salvo, y feliz”, le dice Mitzi a Burt, pero lo mismo podría decir Sam. Felices parecen, sin embargo, los Fabelman en su conjunto, incluidas las tres hermanas del protagonista. Al menos hasta el momento en que una sombra aparece en el horizonte y Mitzi se arroja a ella, con la misma impulsividad con que literalmente persigue a un tornado en auto, junto a sus tres hijos mayores. Felices son los Fabelman, más que simplemente parecerlo, como lo demuestra por ejemplo un campamento con canciones, baile y risas, compartidos con Bennie (Seth Rogen), uno de esos amigos al que de tanto que está en casa todos llaman tío. Es en ese campamento, sin embargo, cuando Sam descubre qué está pasando con su madre. Pero no lo descubre con sus propios ojos sino con la moviola. Como alguna vez dijo Jean-Luc Godard, en ese momento para Sam el cine es la verdad a 24 cuadros por segundo, en una escena que recuerda a su vez enormemente la de Blow Out, de Brian de Palma, cuando John Travolta revela un crimen por los mismos medios. La visión familiar de Spielberg es seguramente idealizada, pero llega un momento en que Los Fabelman se convierte en una precuela de E. T., donde el pequeño Elliott sufría la separación de sus padres. Mitzi, que tiene algo de heroína trágica (aunque al final resulte algo así como la heroína de una épica íntima) es para Sam otra fuente de maravillas, semejante a la del cine, y quizás por eso en una escena clave Spielberg la filma con una fuerte luz artificial de fondo, en lo que es un sello de la casa. Mitzi es la luz, y el cine se goza en la oscuridad. Como la noche en que Sam Fabelman pisa por primera vez una sala de cine, de la mano de Burt y Mitzi.
Una ventana a personajes en libertad Con una colección de personajes tan afables como auténticos, la realizadora entrega una ficción en su punto justo, incluso con una distancia necesaria. Un lustro atrás el realizador madrileño Jonás Trueba inició una serie de films llamada Quién lo impide, una experiencia realizada entre un grupo de adolescentes, caracterizada por el aire de improvisación, que les daba a las películas el aspecto de un documental. El resultado era (¿es?) de una enorme frescura, donde el espectador se sentía en medio del grupo. Álbum para la juventud, primer largometraje filmado en solitario por Malena Solarz (tiene uno previo, El invierno llega después del otoño, realizado junto a Nicolás Zukerfeld) sigue una senda semejante, aunque sin la participación de los propios intérpretes en la realización, tal como sucedía en la serie de Trueba. La sensación que comunica Álbum para la juventud es que no se trata de una película sino de una ventana. Una ventana abierta a un grupo de adolescentes (y algunos no tan adolescentes), de quienes el espectador aprenderá a conocer rasgos, intereses, deseos y relaciones. Cuando empieza la película la ventana se abre; cuando termina, se cierra. Sol (Ariel Rausch, dueña de un notable carisma) y Pedro (Santiago Canepari, que parece que recién acabara de “pegar el estirón”) terminaron el colegio, es verano, y están dando los primeros pasos hacia el futuro. Gracias a su piano recién comprado y con ayuda de un profesor, Sol retrabaja una composición hecha cuando era chica, en vistas a dar el examen de ingreso al conservatorio. Mientras aprovecha que sus padres están de vacaciones para disfrutar de su casa a solas, Pedro inicia un taller de escritura y toma notas en todas partes: mientras asiste a una obra teatral, en la calle, en el colectivo. Sus amigos preparan sus exámenes de fin de curso y en algún momento llegan para quedarse unos días en casa el hermano mayor de Pedro (Agustín Gagliardi) y su mujer, que está en los primeros meses de embarazo (Laura Paredes). Como puede verse, la realizadora no pone sus fichas en la “trama”, sino en otra parte. ¿En qué otra parte? Aunque los planos están compuestos, la luz cuidada (a cargo de Fernando Lockett, director de fotografía de varias de las películas de Matías Piñeiro) y el montaje es preciso (la propia Solarz), Álbum para la juventud funciona como una camarita de celular, que sigue a sus personajes en sus tareas cotidianas. Pero lo que importa tampoco son las tareas en sí, sino el carácter inefable que surge de los personajes, que a medida que avanza el metraje se van volviendo inconfundibles. Sol, con su mirada atenta y una sonrisa que parecería “venírsele” a la cara; Pedro, todavía con una incomodidad física que por momentos lo lleva a no saber bien dónde poner las manos, pasando por una serie de movimientos veloces e infinitesimales. Da toda la sensación de que las escenas responden a un planteo general por parte de Solarz (co-creadas, tal vez, por sus actores), y de allí en más los actores las resuelven “como les sale”. Claro que no se trata de dejarlas tal como salen, si no que luego hay un trabajo de selección y montaje (daría la impresión de que muy intensivo, por lo buenas que son las escenas del corte final), que deja afuera lo que no haya estado tan bien, y adentro lo que sí. La mirada de Solarz no está por encima, si no a la altura de los personajes, aunque tampoco es que se “empasta” con ellos, intentando ser una adolescente más. Hay una distancia, la necesaria para que la creación funcione, que pone a Álbum para la juventud a raya del carácter crudo con el que suele identificarse el documental. Siempre está claro que el film de Solarz es una ficción, cocida el tiempo necesario para que no quede poco “hecha”, y tampoco se pase del punto de cocción. Pasarse de cocción suele significar, en estos casos, que la ficción “se coma” la película, imponiéndoles hechos a sus personajes. Aquí se los ve en libertad. Y no hay ningún cliché. Empezando por ese que “obliga” a un protagonista hombre y una mujer a ponerse de novios, como si no existieran otros modos de relacionarse. Son esos otros modos los que Solarz investiga, sin el menor aire de investigación.