Roland Emmerich aporta una vez más una cosmovisión tan complicada como simplista.
El mundo será del G-8
Hay que decir que la primera hora de 2012 es bastante decente. Roland Emmerich configura un escenario previo a la destrucción masiva bastante inquietante y, cuando llega el momento de las acciones espectaculares, no defrauda. Hay vértigo, emoción y los efectos especiales funcionan porque impresionan, porque dan cuenta de un mundo colapsando, donde las fuerzas de la naturaleza avasallan al hombre por completo. La escena del terremoto en Los Ángeles y la explosión del volcán son un buen ejemplo: nos creemos como espectadores lo que sucede, Emmerich se mueve adecuadamente dentro de las convenciones del género y consigue sostener un verosímil.
Sin embargo, podemos detectar un problema de raíz, ya presente en anteriores filmes del director, como Día de la Independencia y en menor medida El día después de mañana: la excesiva multiplicidad de personajes, no del todo desarrollados, que terminan empantanando la narración. Es cierto que esta característica parece como algo inherente al sub-género “pucha, el mundo de una forma u otra se está yendo al demonio”. Pero tipos como Spielberg, Shyamalan o Wolfgang Petersen supieron tener esto en cuenta y configurar historias –que luego podían tener cualquier otra clase de defectos-, como Guerra de los mundos, Señales o Poseidón, donde el relato se centraba en un núcleo específico humano en determinada situación, con alusiones funcionales –en algunos casos casi en off- al contexto. Emmerich parece no conocer eso llamado “economía de recursos”. La historia va de un lado para el otro, porque el deseo del realizador de El patriota es antes que nada el contar una especie de fresco social sobre la Humanidad.
Y esa es la base, la raíz del problema que se desata en la segunda parte de 2012. Roland nació en Alemania, pero parece considerarse una especie de ciudadano del mundo, aunque al estilo norteamericano. Su visión del estado de las cosas, de las relaciones políticas internacionales, del vínculo humano-naturaleza, de las dinámicas familiares y amorosas es, cuando menos, simplista y banal. Y de la simplicidad y banalidad a la irresponsabilidad e incoherencia hay un solo paso, y es muy cortito. En El día después de mañana podíamos apreciar cierta coherencia en el comportamiento de los protagonistas, aún en el caso de los más tontos e irritables. Pero en 2012 todo parece ir en función de una dañina arbitrariedad del guión. Entonces tenemos al funcionario encarnado por Oliver Platt que se lamenta resignado porque su madre va a morir, pero después no le importa para nada el funcionamiento de la instituciones, mostrándose insensible y autoritario; al hijo de John Cusack que le echa en cara que se lleva mejor con su padrastro, pero luego no derrama una lágrima cuando el otro se muere; la ex mujer que vuelve con el protagonista porque sí, porque bueno, en realidad lo amaba; al padre que, porque habla por teléfono con su hijo al que no le da bola hace años, ya se redimió de todas sus macanas; al ruso rico que pasa de ser un egoísta a un tipo piola, luego a un revanchista, luego a un padre sacrificado, sin pausa alguna; etcétera.
Pero lo peor llega sobre el final, cuando ya, como espectadores, estamos un poco cansados de dos horas y media de idas y vueltas (¿era necesario tanto tiempo?). Porque a lo que asistimos es a la mirada política de la película. Y la futura sociedad que se propone implica avalar el mismo régimen capitalista que se criticaba al principio, donde los ricos compraban su salvación. En aras del “humanismo”, de la “solidaridad”, se reproduce una estructura de millonarios y pobres -entrando por la ventana- a su servicio. Los presidentes del G-8 se muestran conmovidos y salvan a un puñado de tontuelos que se estaban quedando varados. No importa entonces que hayan ocultado todo, que mintieran, que asesinaran a los que amenazaron con revelar la verdad, que hayan dejado a la deriva a los estados más pobres. Ya todo está fenómeno, total pedimos perdón, tuvimos un gesto piola y conmovedor, y listo, sigamos mirando para adelante, hacia el futuro, que es lo que importa. Ese es el discurso que siempre ha cimentado a los Estados Unidos y su accionar en el exterior, no es una novedad. Tampoco lo es que ese mismo discurso prenda tan fuerte en el resto del mundo. Es que Estados Unidos sigue siendo la aldea global, y Hollywood su mejor vocero.