PLACERES NO CULPABLES
2012 es la nueva película del director de superproducciones Roland Emmerich. Aferrándose con talento al manual más estricto del cine catástrofe, el realizador consigue sorprender, emocionar y mantener al espectador interesado durante todo el metraje con una película imperfecta pero llena de hallazgos. Films como éste parecen haberse convertido en una experiencia tan placentera para los espectadores como molesta para muchos críticos.
Existe una expresión muy utilizada en el ámbito de la crítica cinematográfica, llamada "placer culpable", que hace referencia a esa especie de culpa que a veces sentimos cuando nos gusta una película aparentemente tildada como mala. Por mi parte, no coincido en absoluto con los motivos que inspiran una expresión tan poco feliz. Cuando a un espectador o a un experto le gusta una película, le gusta y punto. ¿Por qué habría entonces de sentir culpa? En el caso del "experto", existe un problema extra: la defensa de un film del que otros expertos dicen que es malo, puede dejarlo en una situación complicada frente a sus colegas o los lectores.
El cine catástrofe, un género popular como pocos, no pretende complacer a un sector de los espectadores, sino a su gran mayoría; su apuesta es a la taquilla. Es un cine caro pero masivo, un espectáculo grandilocuente que conmueve a multitudes porque trata precisamente sobre multitudes. Notoriamente inverosímil -por suerte-, 2012 es un film de ficción, y no un documental, más allá de sus juguetonas y ridículas bases "científicas". Cuando el crítico norteamericano Andrew Sarris escribió su legendario libro El cine norteamericano, hacía una reflexión en su prólogo que no fue repetida por ningún otro crítico en ningún otro libro importante posterior. Sarris decía que el crítico es un espectador y que, como tal, no puede vivir la experiencia de ver una película como si no fuera una persona "normal" sentada frente a un film. El crítico generalmente evita eso, por miedo a quedar… ¡como si fuera un espectador común! Y la realidad es que lo somos. Además de saber de cine más que el resto de los espectadores (los críticos que saben, claro) y poder interpretar mejor las películas, tenemos la chance de disfrutar más del cine. Sin embargo, el crítico no aprovecha esa posibilidad, el fantasma del cine intelectual reprime al crítico hasta convertirlo en una mera caricatura de su profesión, incapaz de entender, por ejemplo, los códigos del cine catástrofe. Con este comentario no intento decir que los críticos tenemos la obligación de defender cualquier película por el sólo hecho de ser popular, sino simplemente que tenemos que ser capaces de valorar cierto tipo de cine, aunque con ello se pierdan puntos entre los intelectuales. Roland Emmerich, el director de 2012, ha realizado no sólo películas de cine catástrofe, sino catastróficas (nota: este chiste, muy malo por cierto, ha sido por tradición el lugar común de nosotros, los críticos, frente al género. Creo que queda claro, entonces, cuan imaginativos podemos llegar a ser), y no se lo puede comparar seriamente con cineastas de gran espectáculo y talento artístico, como Steven Spielberg, James Cameron o Bong Joon-ho (The Host). Películas como Día de la independencia figuran entre lo menos interesante del cine industrial, Godzilla es una desgracia, Stargate un perfecto bodrio. Bastan estos ejemplos para mostrarme poco fan de Emmerich. Sin embargo, El día después de mañana y 2012 funcionan. Y decir de una película de cine catástrofe que funciona no es un elogio menor. No es un cine sobre adolescentes abúlicos tirados en el fondo de su casa, no es un film sin estructura y filmado entre amigos, es un espectáculo difícil de hacer, complejo, grandilocuente, donde se ponen en juego cientos de resortes del lenguaje cinematográfico. Es la diferencia entre manejar un monopatín y una nave espacial. Claro que hay arte en el cine pequeño y minimalista, pero también puede haberlo en un film de 260 millones de dólares. De hecho no estaríamos aclarando semejante obviedad si no fuera por este desprecio excesivo hacia el cine catástrofe. Y al desprecio le sigue la burla fácil, la crítica a la poco profundidad de los personajes (¿en dónde estudiaron cine los críticos, en dónde aprendieron sobre personajes y drama?), a los lugares comunes del género (¿cuál es la definición de género?) y al exceso de efectos especiales (¿es acaso mejor matar animales reales en lugar de trucarlo, o que no haya decorados, ni música, ni actores profesionales?). Las películas de arte y ensayo, para llamarlas por uno de sus eufemísticos nombres, envejecen a la velocidad que envejece lo moderno que no se convierte en clásico. Que cada uno haga el cine cuya sensibilidad le pide, que cada uno vea el cine que le produce mayor interés, pero no pasemos por alto los méritos de un film como 2012 sólo por ser espectacular, caro, taquillero y divertido. Cuando uno ve 2012 tiene que entregarse a las reglas del género y del film, una cuestión básica para entenderla y/o para escribir la crítica, en el caso de los críticos. A los cuarenta y cinco minutos de película, las promesas de la catástrofe se cumplen y es mérito cinematográfico la manera en la que Emmerich y su equipo las plasman. Más de cinco escenas, por lo menos, dejan la respiración paralizada hasta saber si los protagonistas se escapan o no. ¿No es maravilloso que eso ocurra sabiendo que el que está en riesgo es el protagonista y que recién ahí está el primer punto de giro del film? Esto no lo solemos decir los críticos, pero deberíamos hacerlo: en esos momentos, pude sentir cómo mis pies intentaban aferrarse más al piso y mis manos se tomaban de los apoya brazos. Y no eran golpes de efectos, ya que el film no posee ni un solo plano que busque hacernos saltar de la butaca por la sorpresa. No conforme con esto, a medida que avanza la trama, los grandes dilemas humanos se suceden y, como siempre pasa en el cine catástrofe, comienzan los momentos de genuina emoción, de solidaridad, de sacrificio y de nobleza. Momentos conmovedores, en los que, como espectadores, podemos pensar en nuestra condición humana, en quiénes somos y en qué queremos ser. Como el protagonista del film, autor de una novela demasiada inocente, criticada con dureza, la película no es un profundo retrato psicológico (o más bien, psicoanalítico), sino un despliegue de ideas sobre el ser humano. No es un defecto del film, es la forma que elige el realizador y el género por el que ha optado. Es fantasía, es cine, es una manera espectacular y entretenida de hablar sobre el ser humano.
Siempre resuena en mí el siguiente pensamiento de François Truffaut (crítico de cine y cineasta): "Observé que, por definición, los críticos no tienen imaginación y es normal. Un crítico demasiado imaginativo ya no podría ser objetivo. Precisamente la ausencia de esa imaginación es lo que les hace preferir las obras muy sobrias, muy desnudas, las que les dan la sensación de que podrían ser casi sus autores. Por ejemplo, un crítico puede ser capaz de escribir el guión de Ladrones de bicicletas, de Vittorio de Sica, pero no el de Intriga internacional, de Alfred Hitchcock y forzosamente, llega a la conclusión de que Ladrones de bicicletas tiene todos los méritos e Intriga internacional no tiene ninguno". Es hora de que los críticos recuperemos la imaginación y la capacidad de sorprendernos. Cuando eso ocurre, no sólo llegamos a entender mejor las películas, también nos damos el gusto y el permiso de disfrutarlas más (y sin culpas).