El alcohol como combustible
Comedia de enredos, hace de la celebración un motivo amargo y melancólico, bisagra entre una adolescencia que no terminó de irse y los temores de una adultez inminente. Una idea interesante que no termina de plasmarse en una gran película.
Los descontroles generados por el –o la búsqueda de– exceso etílico reverdecen en los últimos años de la comedia americana, convirtiéndose, en la mayor parte de los casos, en disparadores de las acciones posteriores. La recurrencia no impide, sin embargo, que muchas de esas películas lo utilicen como característica constitutiva de sus criaturas, además de síntoma directo de un estadio emocional: el imperioso deseo de emborracharse de los chicos de Supercool o el rompan todo de Proyecto X no eran sino la forma en que los protagonistas intentaban paliar los suplicios de la impopularidad, mientras que en las dos ¿Qué pasó ayer? operaba como válvula de escape ante una insatisfacción generalizada. Algo más o menos similar ocurre con 21 La gran fiesta. Comedia de enredos con el alcohol como principal elemento de combustión, la ópera prima de Jon Lucas y Scott Moore, nada casualmente guionistas de The hangover, hace de la fiesta un motivo amargo y melancólico, bisagra entre una adolescencia que no terminó de irse y los temores de una adultez inminente. Lástima que aquí, a diferencia de los otros casos, la inteligencia se limite a la tematización antes que a la constitución de su forma.
El punto de partida está en el vínculo entre tres amigos dispuestos a celebrar el flamante ingreso de uno de ellos en la edad del título. Nada nuevo, podría decirse, en un grupete compuesto por un nerd algo hosco y obturado por la figura paterna (Justin Chon), otro locuaz, siempre al palo y que no sabe muy bien qué hacer de su vida (Miles Teller, revelación absoluta en El laberinto), y el último aparentemente maduro, recto y con miras a establecerse laboral, emocional y económicamente pronto (Skylar Astin). Pero que Lucas-Moore establezcan desde los primeros minutos las coordenadas de una amistad roída por la dispersión de intereses y la imposibilidad de reconocer al otro, además de las dudas y vacilaciones propias del fin de la adolescencia, y encima lo hagan casi como al pasar, es una plusvalía poco frecuente. Y ni hablar de que se mencione la posibilidad de un suicidio, detalle que la dupla escamotea hasta bien entrada la película, complejizando aún más la premisa nodal.
El problema de 21 La gran fiesta está en la superficie. La idea inicial es, claro, beber algunas copas. Copas que devendrán rápidamente en baldes, y luego en la borrachera monumental del agasajado, quien al otro día tiene que estar impecable para una entrevista de trabajo, hecho que obligará a sus amigos a depositarlo en su casa cuanto antes. Claro que él ya no vive con los padres, y los otros dos no tienen ni idea de dónde dejarlo, por lo que deberán recorrer la ciudad tratando de dar con alguien que lo conozca. El derrotero se convertirá rápidamente en una concatenación de situaciones trilladas. Lo que no es necesariamente malo, siempre y cuando se asimile todo el acervo previo para retorcerlo hasta inocularle una comicidad por acumulación. Como los hermanos Farrelly con su fascinación por la escatología, por ejemplo. Aquí, en cambio, el asunto no va más allá de la intromisión en una fraternidad femenina, algún que otro fiestón y el inevitable interés amoroso de uno de ellos, todo atravesado por gags que, nobleza obliga, en general funcionan. El resultado es, entonces, una premisa a priori interesante que no logra redondearse en una película aún mejor. Como si Lucas y Moore no hubieran sabido cómo maximizar en la pantalla grande ese núcleo tristón inherente al fin de la adolescencia.