"Transformers: el despertar de las bestias": chatarra Los enfrentamientos de largo aliento temporal no son potestad exclusiva de los seres humanos, como demuestra el que hace unos siete mil años vienen sosteniendo, aunque con largos periodos de pausa en el medio, los Terracons con los Autobots y los Maximals, tres de las tantas especies que provienen de otro planeta y son capaces de adquirir fisonomías similares a las de múltiples vehículos o animales terrestres. Claro que si lo humanos pelean por ampliar o defender sus territorios, por hacerse de recursos naturales ajenos o porque el dios de un bando asegura que lo que pregona el dios del enemigo está mal; aquí la guerra se desata por algo un tanto más trascendental. Lógico: nada puede ser de escala pequeña en Transformers: el despertar de las bestias, nueva entrega de la saga creada en 2007 por Michael Bay y basada en la popular línea de juguetes, que a lo largo de estos quince años ha mantenido su status quo chatarrero y grasoso proponiendo una sinfonía de ruidos de chapas chocando. Chapas que, a diferencia del radicalismo, se doblan y se rompen. El motivo del conflicto es uno de esos elementos mágicos que suelen manotear los guionistas de Hollywood –sobre todo si se trata de una superproducción como ésta– cuando necesitan una excusa para plantear una serie de enfrentamientos con altísimo poder destructivo. En este caso, una piedra con la capacidad de abrir un portal de espacio-tiempo, como dice alguien por ahí. Piedra que, luego de una batalla entre los dos bandos unos siete mil años atrás, permanece escondida vaya uno a saber dónde. Hasta que una joven empleada del museo (Dominique Fishback), en 1994, encuentra una porción camuflada en la estatua de un ave que lleva una inscripción que ni siquiera ella, experta en jeroglíficos, puede leer ni interpretar. Pero cuando se encuentre con Noah (Anthony Ramos), que no tuvo mejor idea que robar un Porsche que terminó poniéndose en dos patas y hablándole, las cosas empezarán a cobrar sentido. O al menos todo el sentido que puede tener una lógica con reglas permeables a modificarse ante cualquier necesidad narrativa. a { color: #000000 }body { margin: 0; background: transparent; }#google_image_div {height: 250px;width: 300px;overflow:hidden;position:relative}html, body {width:100%;height:100%;}body {display:table;text-align:center;}#google_center_div {display:table-cell;vertical-align:middle;}#google_image_div {display:inline-block;}.abgc {position:absolute;z-index:2147483646;right:0;top:0;}.abgc amp-img, .abgc img {display:block;}.abgs {display:none;position:absolute;-webkit-transform:translateX(117px);transform:translateX(117px);right:17px;top:1px;}.abgcp {position:absolute;right:0;top:0;width:32px;height:15px;padding-left:10px;padding-bottom:10px;}.abgb {position:relative;margin-right:17px;top:1px;}.abgc:hover .abgs {-webkit-transform:none;transform:none;}.cbb{display:block;position:absolute;right:1px;top:1px;cursor:pointer;height:15px;width:15px;z-index:9020;padding-left:16px;}@media (max-width:375px) and (min-height:100px){.btn{display:block;width:90%;max-width:240px;margin-left:auto;margin-right:auto}}#spv1 amp-fit-text>div{-webkit-justify-content:flex-start;justify-content:flex-start}#sbtn:hover,#sbtn:active{background-color:#f5f5f5}#rbtn:hover,#rbtn:active{background-color:#3275e5}#mta{left:0;}#mta input[type="radio"]{display:none}#mta .pn{right:-300px;top:-250px;width:300px;height:250px;}.sv #spv2{-webkit-flex-direction:column;flex-direction:column}.jm.sv #spv2{-webkit-justify-content:center;justify-content:center;-webkit-align-items:center;align-items:center}#spv2 *{-moz-box-sizing:border-box;-webkit-box-sizing:border-box;box-sizing:border-box}#spr1:checked ~ #cbb,#spr2:checked ~ #cbb,#spr3:checked ~ #cbb{display:none}.amp-animate #spv4{opacity:0;transition:opacity .5s linear 2.5s}.amp-animate #spv3 amp-fit-text{opacity:1;transition:opacity .5s linear 2s}#spr3:checked ~ #spv3 amp-fit-text{opacity:0}#spr3:checked ~ #spv4{opacity:1}#spr1:checked ~ #spv1,#spr2:checked ~ #spv2,#spr3:checked ~ #spv3,#spr3:checked ~ #spv4{right:0px;top:0px}[dir="rtl"] .close{transform:scaleX(-1)}.ct svg{border:0;margin:0 0 -.45em 0;display:inline-block;height:1.38em;opacity:.4}#ti{width:300px}#btns{width:300px}.fl{width:300px;height:250px;}.sb{height:50px}.so{width:96px;height:50px;}.so:hover,.so:active{background-color:#f5f5f5}@media (min-height:54px){.sh.ss .so,.sv .so{box-shadow:0px 0px 2px rgba(0,0,0,.12), 0px 1px 3px rgba(0,0,0,.26);border:none}}.sv .so,.sh.ss .so{border-radius:2px}.sv .so{margin:4px}.amp-bcp {display: inline-block;position: absolute;z-index: 9;}.amp-bcp-top {top: 0;left: 0;width: 300px;height: 10px;}.amp-bcp-right {top: 0;left: 290px;width: 10px;height: 1000px;}.amp-bcp-bottom {top: 240px;left: 0;width: 300px;height: 10px;}.amp-bcp-left {top: 0;left: 0;width: 10px;height: 1000px;}.amp-fcp {display: inline-block;position: absolute;z-index: 9;top: 0;left: 0;width: 300px;height: 1000px;-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}.amp-fcp {-webkit-animation: 1000ms step-end amp-fcp-anim;animation: 1000ms step-end amp-fcp-anim;}@-webkit-keyframes amp-fcp-anim {0% {-webkit-transform: translateY(0);transform: translateY(0);}100% {-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}}@keyframes amp-fcp-anim {0% {-webkit-transform: translateY(0);transform: translateY(0);}100% {-webkit-transform: translateY(1000px);transform: translateY(1000px);}}body{visibility:hidden} " id="google_ads_iframe_3" style="position: absolute; border: 0px !important; margin: auto; padding: 0px !important; display: block; height: 250px; max-height: 100%; max-width: 100%; min-height: 0px; min-width: 0px; width: 300px; inset: 0px;"> Con gran parte de su “elenco” integrado por criaturas que existen solo en la memoria de una computadora, la película traslada a los robots y al par de humanos, involuntarios aliados de Optimus Prime y compañía, hasta Perú, donde supuestamente quedó enterrada la otra mitad de la piedra. Si esa mitad cae en manos de los malos, adiós mundo. Comienza entonces el acto central de un film que, más allá de ese lapsus de sagacidad arqueológica propia de Indiana Jones, encadena escenas de acción con los gigantes de acero como grandes protagonistas. Entre medio, las inevitables frases grandilocuentes de Optimus Prime, al que Ron Perlman le imprime una voz similar a la de Liam Neeson locutando un documental sobre la magnificencia del universo. Algunos ¿vehículos?, en cambio, hablan con un slang propio de la comunidad afroamericana, quizás lo único parecido a una huella personal que logró colar el director Steven Caple Jr.
La llegada de funcionarios nazis a la Patagonia luego de la Segunda Guerra Mundial es uno de esos temas cuya tela tiene largos metros para cortar. Tópico en el que conviven lo siniestro, el misterio y el silencio, vuelve a la pantalla grande local en La bruja de Hitler, el nuevo film dirigido a cuatro manos por Ernesto Ardito y Virna Molina que indaga en la ominosa dinámica de una familia alemana radicada en Bariloche. El año es 1961; el lugar; la casa de los Krauss, enclavada en medio de la geografía boscosa y montañosa de las afueras de la ciudad de los estudiantes. Hasta allí llega una familia de fugitivos nazis buscando un refugio que pueda servir como primer paso para intentar vivir una vida normal. Claro que la idea de “normalidad” para quienes trabajaron a favor de un régimen convencido de su supremacía es muy distinta a la que impone la razón, por lo que allí se desatará una convivencia regido por lo perverso y lo pesadillesco. Fábula basada en documentos reales, según avisa una placa al comienzo del film, La bruja de Hitler sigue las relaciones que establecen los hijos de ambas familias, convirtiéndose así en reflejos brutales, cruentos y descarnados de las experiencias de sus progenitores. Se trata, entonces, de un film mucho más cerca del cine de terror y suspenso que de uno apegado a un registro realista. El juego de texturas y el aura fantasmal generados por los fragmentos en Súper 8, así como también el particular uso de registros sonoros, refuerzan esa idea. El problema es que La bruja de Hitler empieza a disponer sus elementos en un tablero que funciona como metáfora del presente, acorralando la interpretación de lo que sucede contra las cuerdas de lo unívoco. El resultado es un film envolvente y perturbador desde sus formas, pero con algunas acciones obvias y subrayadas.
El multifacético artista Rodrigo Demirjian tuvo que viajar a Buenos Aires desde Madrid, donde vive hace casi dos décadas, por un motivo por el que a nadie querría hacerlo: la muerte de su padre, el pintor neofigurativo Jorge Demirjian. Si bien su relación no era fluida, la visita es un disparador de recuerdos y reflexiones sobre aquella figura para él ambigua. Una relación que Demirjian intenta reconstruir viendo qué hacer con un inmenso legado integrado por unas 2.000 obras que descansan en el taller. El legado muestra a ese hijo reencontrándose con cuadros y dibujos y, con ellos, con la ahora fantasmal presencia de un padre con quien tenía más diferencias que puntos en común. A medida que va adentrándose en su obra, afloran recuerdos, anécdotas y sensaciones contradictorias ante la materialización del pasado. Vista en una de las secciones paralelas del último BAFICI, este documental íntimo y personal combina entrevistas, imágenes de archivo y escenas de la vida del realizador, como si a través de ellas quisiera comprender los mecanismos emotivos de Jorge. Con un tono amable y liviano a pesar de lo doloroso de su premisa, la película se erige como una inteligente reflexión acerca de las relaciones filiales, así como también de la que se conforma entre un artista y su obra. Un artista que, quizás, de esta forma pueda entregar las respuestas que no pudo en vida.
"Blondi": insensatez y sentimientos Fonzi propone una aproximación frontal y sin malicia a los problemas de una familia con plena consciencia de sus limitaciones. Los realizadores nacionales de ficción suelen interesarse más por las acciones de los personajes que por los mecanismos internos que las generan, como si cada hombre y mujer en escena tuviera que ser perfectamente legible. Pero cada tanto hay excepciones, cortesía de quienes ponen los ojos –y los oídos, porque lo excepcional es también que se “hable” en lugar de “decir” cosas– en gestos, actitudes, silencios y elecciones de palabras casi invisibles (o inaudibles) que individualmente podrían pasar inadvertidas. Sin embargo, al encadenarlas sucede la magia: dejan de ser criaturas imaginadas por un guion para convertirse en seres de carne y hueso enfrentados a escenarios que de extraordinarios tienen poco y nada. Así ocurría en Las buenas intenciones, notable opera prima de Ana García Blaya centrada en la relación entre un padre colgadísimo y su hija preadolescente, que quitaba toda connotación peyorativa al término “conmovedora”. Y así ocurre ahora con Blondi, otra película de anécdota mínima pero con un gramaje emotivo infrecuente para el cine argentino. Al tratarse de una película con personas, prodigan las dudas y los actos difíciles de explicar. Como el momento de libertad por una huida a Córdoba para un retiro espiritual luego de despojarse de todo, incluyendo trabajo, marido e hijos. Prodigan también las oraciones inconclusas, las dubitaciones ante los planteos inesperados. “No entiendo por qué me tuviste, si tenías quince años”, le dice el veinteañero Mirko (Toto Rovito) a su mamá (Dolores Fonzi), a quien apodan Blondi por su fanatismo por la banda de Debbie Harry –como buena película melómana, las canciones dicen lo que las personas no. Prodigan, también, las verdades más duras y terrenales: ella no quería tenerlo y fue a un médico que la mandó a casa con la orden de tomar unas gotitas para generar un aborto espontáneo que, obvio, nunca ocurrió. Misma mujer que, en la primera secuencia, despierta, mira el reloj, se altera ante la certeza de haberse quedado dormida, sortea los cuerpos durmientes de varios chicos en el living y, con sueño y una más que probable resaca, se sube a un viejo Renault 18 rural con el que recoge, porrito encendido en mano, al grupo de encuestadores a su cargo. El laburo, desde ya, no la apasiona, pero nada parece hacerlo: ella transita sus treinta y pico haciendo lo que puede y de la manera que le sale, apoyándose en su madre (Rita Cortese) y una hermana (Carla Peterson) que construyó lo que podría catalogarse como familia modelo. Pero de modelo, se verá, poco y nada. Sobre responsabilidades y vínculos familiares multidireccionales (entre Blondi y su hijo, pero también entre ella y las dos mujeres) versa el debut en la realización de largometrajes de Fonzi. Coguionada por ella y la también actriz Laura Paredes, es una película tersa y de impronta naturalista que transcurre en un barrio del sur de la Ciudad de Buenos Aires, allí donde todavía imperan las casas bajas, las dinámicas de cercanía y las calles de hormigón. Nada de obeliscos, ni de planos aéreos con drone de Puerto Madero ni de esas cosas for export. Lo que hay, en todo caso, es un costumbrismo barrial con freno de mano, una aproximación frontal y sin malicia a las inquietudes y sentimientos encontrados de ese clan con plena consciencia de sus limitaciones. Todos aquí son perfectamente imperfectos. Al igual que García Blaya aquí y Greta Gerwig (Lady Bird asoma como una referencia ineludible) en Hollywood, Fonzi registra con justeza el pulso contemporáneo de las relaciones humanas y se mueve con soltura en lo que los anglosajones llaman “dramedy”: un tono que, aunque matizado por el humor, tienen un trasfondo mucho más denso de lo que parece. El resultado es una película que, con sus filos declamativos bien limados, se parece demasiado a la vida misma.
Luca es un hombre de mediana edad que trabaja en la empresa inmobiliaria de su suegro, quien le encarga desarrollar un “housing”, como él lo llama, en terrenos ferroviarios de Córdoba. El asunto no es nada sencillo: para construir esas torres de lujo necesita no solo dinero y lidiar con los habitantes de un barrio popular aledaño: también necesita una habilitación municipal que se demora hasta límites kafkianos, un autor cuyo espíritu sobrevuela las acciones que presenta el realizador Fernando Lacolla en El siervo inútil, su primer y muy atendible primer largometraje. Presionado por su jefe y familiar político, Luca (notable Federico Liss) acude a un diputado que conoció cuando compartió canchas de rugby con su hijo. El funcionario le hace una oferta que no puede –ni tampoco quiere, porque la ambición está en su ADN– rechazar: engrasar los mecanismos de la burocracia estatal a cambio de que lo ayude a vender un campo para el que hace tiempo no consigue comprador. Ese dinero, promete, terminará en las arcas de la inmobiliaria para el emprendimiento. Un negocio redondo que, se verá, no es tal. Película que no podría transcurrir en otro lugar que no sea Argentina, un país con ciudades permeadas por la especulación inmobiliaria, los problemas habitacionales y los contrastes sociales, El siervo inútil registra cómo Luca abraza la idea del campo como lo más parecido a un paraíso terrenal, un espacio despojado de sus responsabilidades urbanas. Pero la vida fuera de la ciudad tiene sus bemoles, algo que irá descubriendo a medida que el barro (el real y el de los negociados) empiece a mancharlo de una manera muy difícil de retrotraer. Con Luca perdido en un laberinto burocrático, aspiracional y emocional, la película de Lacolla –un realizador de pulso firme que no necesita subrayar la complejidad interna del personaje central– irá adquiriendo una tonalidad cada vez más oscura, deslizándose, como él, de una idealización de múltiples sentidos hacia un ámbito donde las traiciones, los negociados y los intereses cruzados vienen con la forma de empresarios de saco y corbata.
Martín Farina es un director difícil de encasillar gracias a una filmografía que alterna proyectos tan disímiles como, por ejemplo, Mujer nómade (2018) y El fulgor (2021). Si en una mostraba la vida cotidiana de la epistemóloga y ensayista Esther Díaz, deteniéndose en los puntos más relevantes de su obra filosófica y, por lo tanto, poniendo el foco en el poder de la palabra, en la otra la cámara estaba al servicio de la observación dionisíaca de los cuerpos marcados y sudorosos de dos laburantes que, durante el verano, desfilan en el carnaval de Gualeguaychú. Su última película, Los convencidos, comparte la matriz de Mujer nómade , pero quienes hablan aquí no son académicos, sino “ciudadanos de a pie” –a excepción de uno de ellos, un dibujante que no se nombrará para evitar spoilers– que exponen sus pensamientos y opiniones con un convencimiento innegociable, como bien adelanta el título. Una chica intenta vender las bondades de las inversiones y la educación financiera como la única manera de salir adelante; un hombre y una mujer discuten sobre la dicotomía populismo vs. liberalismo; esa misma señora recibe las enseñanzas de una escuela espiritual que propone abrazar una “conciencia integradora”; un grupo de amigos, tomando como punto de partida una película, reflexionan sobre ganancias empresariales, monopolios y las posiciones de cada uno ante ese escenario... Dividida en capítulos dedicados a cada uno de esos debates y filmada en blanco y negro, Los convencidos hace del arte de la escucha una norma ética y estética, en tanto la puesta en escena se articula con el devenir de diálogos en los que la retórica ocupa un espacio central. Si bien no hay un entramado dramático que justifique el orden establecido –al punto que podrían ser varios cortos “unidos” por su comunión temática–, Los convencidos consigue dar cuenta de un momento histórico donde las disputas orales están a la orden del día, convirtiéndose en un buen muestrario sobre las inquietudes y preocupaciones sociales del presente.
La popular saga de acción regresa con una décima entrega que inicia una recta final que podría tener una o dos películas más. El talentoso Justin Lin aparece ahora solo como coguionista y el director es el francés Louis Leterrier, el mismo de El transportador y su secuela, Hulk, el hombre increíble, Furia de titanes y Los ilusionistas: nada es lo que parece, entre varios otros títulos. Corrió mucha agua bajo el puente durante los 22 años que pasaron entre la primera Rápido y furioso –cuyo título era así, en singular- y este nuevo film. Una película que marca el comienzo del fin, en tanto se trata de la parte inicial de un cierre que podría tener, a falta de una, hasta dos secuelas, según han dicho en entrevistas recientes Vin Diesel y Michelle Rodriguez. Entre esas más de dos décadas, lo que empezó con una película fierrera de nicho, con picadas de autos tuneados, un elenco sin rostros famosos, algunos delitos menores en la trama y mucha piel femenina mostrada en cámara lenta, fue corriéndose hacia un cine de acción más rabioso, intenso y espectacular, sumando actores de primer nivel (Helen Mirren, Charlize Theron, Dwayne “The Rock” Johnson y los “Jasones” Statham y, ahora, Momoa) para envolverlos en redes delictivas cada vez más imposibles. Mientras tanto, la saga entrenó una cada vez envidiable capacidad creativa para las piruetas motrices. Esa impronta hiperbólica llevó a que las últimas películas adoptaran un tono burlón cuyos objetos a satirizar no eran otros que las particularidades de este mundo lleno de grasa (literal y cinematográfica), personajes unidimensionales y ajeno a toda ley de gravedad. La fórmula funcionó, y la taquilla no hizo más que aumentar película tras película, al punto de convertirla en una de las franquicias más exitosas de los últimos tiempos. No por nada alguien dice, cuando promedia Rápidos y furiosos X, que la troupe de Dominic Toretto (Diesel) y compañía se mueve “como una secta, pero con autos” y que “si sus maniobras conductivas violan las leyes de la física y de Dios, las hacen dos veces”. Toda una declaración de principios de una película metadiscursiva y autoconsciente, dueña de una batería enorme de efectos especiales y una imaginación sin límites para destruir vehículos. Como Avengers: Endgame –otra clausura de saga con aspiraciones testamentarias-, la película del francés Louis Leterrier (El transportador) hace de la endogamia una norma, incluyendo el regreso de varios actores con pasado en la saga. De hecho, el comienzo trae al presente a Reyes (Joaquim de Almeida), aquel funcionario corrupto al que le robaban una bóveda de su comisaría de Río de Janeiro en Rápidos y furiosos: 5in control. Ese hombre tenía un hijo tanto o más malo que él que vio cómo a papá lo aplanaron toneladas de metal. El muchacho se llama Dante y aquí vuelve ávido de destruir a Toretto y a todo aquel que esté a menos de tres grados de separación de él. Momoa entiende muy bien el código de la saga componiendo un malo notable, con partes iguales de altanería, megalomanía, cinismo, prepotencia y sarcasmo. Tiene el carisma que nunca tuvo Diesel, de rostro inmutable ante todo. Ni siquiera cuando se entera que todo su equipo cayó en una trampa en Roma se mosquea, aunque sí pone en marcha un operativo para evitar sus consecuencias. En parte lo logra: impide un atentado contra el Vaticano –direccionando una bomba… con un auto-, pero los apuntan como terroristas, al tiempo que Dante está cada vez más cerca de su hijo. Lo que sigue desanda los carriles ya conocidos de la saga: persecuciones de todo tipo en cualquier superficie, algunas picadas (para no perder la costumbre), la utilización alla MacGyver de todo elemento con ruedas como vehículo, viajes a lo largo y ancho del mundo (de Roma a la Antártida y de allí a Río de Janeiro), todo mechado con diálogos torpes sobre la importancia de la familia, la lealtad y demás. Sobre el desenlace, varios cameos dejan la mesa servida para que la saga siga acelerando a fondo. El final, queda claro, recién empieza.
"Cuando ellas quieren más": ahora las chicas se van de vacaciones. El título original de Cuando ellas quieren más es Book Club: The Next Chapter, pero no hay muchos libros a lo largo de esta secuela del film de 2018 centrado en cuatro amigotas que orillan los 70 años, se conocen desde siempre y comparten una reunión mensual para comentar algún título literario. Así lo hicieron hasta la irrupción de la Covid-19, cuando el aislamiento social las obligó a guardarse en sus casas –todas recontra confortables para bancar meses de encierro– y cambiar encuentros presenciales por videollamadas comunitarias. Apenas las cosas se calman, las chicas vuelven a juntarse para, con todo el bagaje pandémico a cuestas, poner en marcha un viejo sueño colectivo: viajar a Italia para unas vacaciones a todo trapo. No faltarán, desde ya, hoteles de lujo, comidas pantagruélicas, algo de sexo casual, paseos y paisajes, muuuuchos paisajes filmados como postales de Roma, Venecia y la Toscana, epicentro de un desenlace con un grado de dulzor que deja al espectador ávido de una buena dosis de insulina. El escenario es distinto al de la primera película. Si en la anterior, cortesía de la saga Cincuenta sombras, el asunto pasaba por cómo encender el deseo sexual, aquí se desplaza hacia -ay- la búsqueda y la aceptación del amor. La idea de amor que maneja el guion del también director Bill Holderman y Erin Simmses es digna de otros tiempos, con los hombres proponiendo y ellas disponiendo. Pero esto genera ruido, en tanto Cuando ellas quieren más se encuadra, por un lado, en lo que los anglosajones llaman “Chick Flick”, esto es, comedias románticas diseñadas principalmente para el consumo femenino y en cuyo centro anida la voluntad de movilizar las emociones a través de cuestiones relacionadas con los vínculos humanos y los sentimientos a flor de piel. Por el otro, en las “comedias geriátricas”, que cada tanto aparecen en la cartelera comercial con la fórmula de siempre: un grupo de veteranxs que, con todos los caprichos, taras e inseguridades de una vida sobre la espalda, se las arregla para sortear los obstáculos y ofrecer la siempre temida lección de vida. Es así que la viuda Diane sortea la etapa final de su duelo rindiéndose ante la caballerosidad decimonónica de su nueva pareja (Andy García), Carol (Mary Steenburgen) transita una etapa de tranquilidad con su marido recientemente operado y la alguna vez reacia a las relaciones estables Vivian (Jane Fonda) está enamoradísima de un viejo amor de su juventud (Don Johnson), con quien acaba de comprometerse. Quien sigue el camino de la soledad es la reputada y tímida jueza federal Sharon (Candice Bergen), que tiene un gato como única compañía. La muerte del felino es la pieza faltante para que hagan las valijas con destino al país con forma de bota. A excepción de un robo que a nadie le preocupa demasiado, las chicas la pasan bárbaro durante toda la película. Allí está, entonces, la módica propuesta de Cuando ellas quieren más: ver a unas mujeres con plata siendo felices.
"Ultimo recurso", humor y nostalgia en una comedia anómala. Es muy probable que Matías Szulanski sea uno de los directores más prolíficos del ala independiente del cine argentino contemporáneo. Con solo enunciar los números de su breve aunque intensa trayectoria profesional, queda claro que tiene armas de sobra para, de mínima, ocupar algún lugar en el podio: nació en 1991 y lleva siete años de actividad durante los que desarrolló diez largometrajes. El anteúltimo, Juana Banana, integró la Competencia Argentina de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Palta; el más reciente, Último recurso, fue el encargado de levantar el telón del reciente Bafici, que desde hace casi un lustro apuesta por inaugurar las proyecciones con comedias anómalas, un tanto ajenas a los modelos más tradicionales y explosivos del género (Pequeña Flor, Claudia). Anomalía es término que cuadra muy bien con las búsquedas de Szulanski, cuya mirada condensa la incomodidad ante personajes no siempre queribles con situaciones en las que anida un humor absurdo que no necesita subrayados para funcionar como tal. En el caso de Último recurso, se suma un hecho coyuntural difícilmente contemplado por el realizador a la hora de iniciar el proceso creativo: el triunfo de la selección nacional en el Mundial de Qatar. ¿Qué tienen que ver Messi y compañía con una comedia indie? Sucede que la premisa central dialoga de manera frontal con el fervor por la Scaloneta, en tanto plantea un escenario que no por irreal deja de ser hermoso: la del último diciembre no fue la tercera estrella en el escudo, sino la cuarta. O así sería si se comprobaba que el casete con la grabación de un audio radial que llega hasta la revista deportiva venida a menos que presta su nombre a la película es auténtico. El material es delegado en la periodista Laura (María Villar) y la flamante pasante Julia (Tamara Leschner), cuyo único mérito es “tener un auto”, según aclara el jefe durante una reunión con el staff. Un jefe que, como todos en la redacción, fuma un cigarrillo tras otro, un gesto propio de otros tiempos acorde a un film que podría transcurrir en otra época. Del pasado proviene la voz engolada de un locutor que cuenta que Guillermo Stábile –delantero estrella del Mundial de Uruguay de 1930– está a un par de goles de superar a un tal Samuel Finkelstein como máximo artillero de la selección nacional. El problema es que la historia oficial no registra a nadie con ese apellido, así como tampoco un torneo realizado en la Argentina en 1926 y en el que el equipo local se habría impuesto a Alemania. Laura y Julia ponen en marcha una investigación cargada de nostalgia durante la que el pasado se materializa a través de los progresivos materiales que continúan recibiendo, un anciano japonés y su nieta, algunas pistas que relacionan la ausencia de la estrella con un jerarca nazi que integra el equipo teutón y hasta con la película El centroforward murió al amanecer, de René Mugica. Un viaje simultáneo al progresivo acercamiento entre dos mujeres cortadas por las tijeras de las buddy movies, esas comedias sobre parejas disparejas obligadas a aunar esfuerzos en pos de una causa en común. Con peripecias de todo tipo, incluyendo robos y vigilancias nocturnas, Último recurso crea, de manera discreta, casi sin levantar la voz, un mundo con reglas propias, de esos que presentan similitudes a la vez que diferencias con el nuestro. Un mundo donde las periodistas pueden darse el gusto de investigar durante semanas sin escribir medio renglón. Un mundo que se fue para no volver.
Luego de una amplio recorrido por festivales como Sundance y Sitges, llega a 64 salas de todo el país esta ópera prima de la directora finlandesa Hanna Bergholm que incursiona con más hallazgos que lugares comunes en el body horror. Tinja tiene 12 años, pero recibe presiones dignas del mundo adulto. Es la que ejerce su madre, una mujer más preocupada por mostrar una vida idílica en redes sociales que en darle contención y apoyo a sus hijos. Por eso, la obliga a realizar largos entrenamientos de gimnasia artística con miras a un torneo del que, si fuera por Tinja, difícilmente participaría. Con un padre ajeno e incapaz de tomar alguna decisión y un hermano siempre listo para delatarla, Tinja encuentra un huevo en el bosque que decide llevar a su casa para “empollarlo” dentro de un oso de peluche. Cuando se rompe, sale de allí la cría siniestra a la que alude el título: un pajarraco enorme que irá cambiando su fisonomía original para adoptar una muy parecida a la de Tinja. Ella encuentra en la criatura un apoyo que no consigue en otro lado, por lo que intenta protegerla ante la mirada de su familia. El problema es que tiene una peligrosa tendencia a asesinar a todo aquello que moleste a su dueña, ya sea un perro o el bebé del amante de su madre. La película de la finlandesa Hanna Bergholm recuerda a las de Ari Aster. De El legado del diablo / Hereditary toma una dinámica familiar disfuncional, con una madre ensimismada y dispuesta a todo con tal de conseguir lo que quiere. De Midsommar, el terror no espera la noche, la idea de que el horror puede convivir a la perfección con la luz solar, lo que convierte a Cría siniestra en un exponente del cine de “terror diurno”. A medida que la criatura aumente su tamaño y cambie su cuerpo, Cría siniestra se adentrará en la relación tóxica entre Tinja y su madre y, por lo tanto, la dotará de un significado metafórico. Allí, en ese vínculo entre madre e hija perverso y con la manipulación a la orden del día, está el núcleo más jugoso de un relato que funciona mejor en el terreno del thriller psicológico que en el de los sustos más tradicionales.