La película póstuma de Abbas Kiarostami está más cerca del videoarte que del cine convencional: consiste literalmente en 24 cuadros, montados con efectos visuales a partir de fotografías que el iraní sacó a lo largo de su vida. Durante unos cuatro minutos, una cámara fija registra lo que sucede en esos paisajes: son situaciones de una sutil teatralidad, a veces dotadas de una cierta comicidad, a veces de un tono más dramático, casi siempre con animales como protagonistas, casi siempre en blanco y negro.
Sobre un campo nevado, avanza una manada de renos. Uno se detiene sin motivo aparente; unos segundos más tarde, descubrimos que estaba esperando a un compañero rezagado. A través de una formación rocosa, vemos a una pareja de leones copular mientras la lluvia cae sobre ellos. En una playa, una bandada de gaviotas: se escucha un disparo y todas huyen, menos una que cae muerta y otra que se queda velándola.
Si se tratara de literatura, estaríamos hablando de microrrelatos o de haikus; si fuera música, de mantras. El efecto que produce ver algunos de estos collages surrealistas es hipnótico. Y también, hay que decirlo, soporífero, pero sin las connotaciones negativas del adjetivo: los párpados pesan como en un estado de relajación profunda. Nos arrulla la voz de la Naturaleza -el viento, la lluvia, el mar- y también música (incluyendo Poema, de Canaro): sonidos que completan la magia de un legado cargado de poesía.