La famosa autora de Harry Potter, la inglesa J.K. Rowling, es como el rey Midas, todo lo que toca lo transforma en oro. Así, de Animales fantásticos y dónde encontrarlos, un supuesto "libro de texto” que se usaba en el colegio Hogwarts de magia y hechicería, surgió la pentalogía de películas cuya tercera entrega se estrena este jueves 14 de abril. El principal misterio o secreto que rodea a esta historia está revelado al comienzo del filme y confirma lo que ya se había anunciado de forma pública durante el rodaje, de manera que permítase el spoiler. El profesor Albus Dumbledore (Jude Law) es gay, y estuvo envuelto en una relación con su archienemigo, el poderoso mago oscuro Gellert Grindelwald (Mads Mikkelsen), con quien mantiene un pacto de sangre. Curiosa revelación cuando en ninguna de las antecesoras del universo Potter, ni en las dos primeras cintas de esta saga, se hacía mención sobre la condición sexual del protagonista. Hagamos acá un paréntesis para aclarar que Mikkelsen, notable actor danés, de largometrajes como la premiada Otra ronda, que también representó al villano de Casino Royale apodado Le Chiffre, y Hannibal Lecter en la serie homónima, reemplaza a Johnny Deep; quien primero asumió el rol en Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald. Se sospecha que semejante decisión, tomada por el estudio cinematográfico, obedece a las acusaciones de violencia de su expareja, Amber Heard, y a perder el juicio por difamación contra el tabloide sensacionalista británico The Sun. Regresemos a la historia; como las fuerzas del mal que domina Grindelwald, son un fuerte enemigo, Dumbledore le pide a su ex discípulo, el magizoólogo Newt Scamander (Eddie Redmayne), que convoque a un grupo de magos y brujas entre los que están su hermano Theseus (Callum Turner), Yusuf Kama (William Nadylam) y el valiente e ingenuo panadero Jacob Kowalski (Dan Fogler), para una peligrosa misión. El objetivo es claro: frenar el creciente poderío del hechicero malvado, quien utilizó sus encantos para convencer a todos los colegas que debe ser elegido su líder y así poder aplastar a los muggles (seres humanos que no tienen ninguna habilidad mágica). Soplan vientos de guerra y el avance del villano que logra ver el futuro, encuentra eco en la sociedad y el avance de los populismos en nuestra historia contemporánea. Un poco larga, tal vez Pese a los buenos oficios del director David Yates (dirigió cuatro películas del cosmos Potter y las dos primeras de Animales...), a los deslumbrantes efectos visuales y al buen nivel de todo el elenco, el ritmo se ralentiza un poco en el transcurso de las 2 horas y 23 minutos de duración; quizás fruto de la excesiva y variada cantidad de personajes que aparecen en la trama. Redmayne demuestra que es un actor todo terreno, capaz de sortear la marcación aniñada de su criatura; Law impone presencia y oficio; Mikkelsen transmite una malignidad refinada y Fogler despierta ternura ante su impericia en el manejo de la varita mágica que recibe como regalo.
Ecos de un crimen empieza como si fuera una pariente argentina de El resplandor. Una familia tipo llega a una casona perdida en una zona montañosa para descansar unos días y que el padre, reconocido escritor de best sellers policiales, avance con el último volumen de su exitosa franquicia. Al estilo de la vieja escuela, el hombre usa una máquina de escribir. Pronto nos enteraremos de que está en tratamiento psiquiátrico por un reciente colapso nervioso. Ahí nomás hay un hacha, como la cámara se encargará de subrayar. Pero cualquier similitud con el clásico de Stanley Kubrick será puro guiño cinéfilo. Porque en rigor la película de Cristian Bernard –el socio de Flavio Nardini en 76-89-03, Regresados y Germán, últimas viñetas vuelve a dirigir un largometraje después de casi una década- se alinea entre ésas que pueden promocionarse con la frase “nada es lo que parece”, como si confundir al espectador fuera un mérito y no pura pirotecnia narrativa. El guion de Gabriel Korenfeld nos pone en manos de un narrador poco confiable: Julián Lemar, el personaje que interpreta Diego Peretti. Todo está contado desde su punto de vista, pero claro: el escritor toma psicofármacos de todos los colores (cuando los toma). Entonces lo que vemos puede estar ocurriendo en la “realidad” o sólo en su mente. Cierto es que esto se explicita de entrada: bajo el paraguas de ese “el que avisa no traiciona”, los realizadores consiguen carta blanca para que lo que cuentan después no deba responder a ninguna ley de verosimilitud, coherencia o realismo. Sin justificar nada Entonces, sin tener que justificar nada, pueden desarrollar situaciones extraordinarias (o no tanto: la mayoría responde a lugares comunes del cine de terror). En el camino hay más homenajes: a El silencio de los inocentes y, sobre todo, a La isla siniestra de Scorsese. Ecos de un crimen les da la razón una vez más a los partidarios de jubilar de una vez por todas el recurso de escribir con la mano una escena espeluznante para, acto seguido, borrarla con el codo del sueño (el personaje estaba dormido, tuvo una pesadilla, hubo un susto pero aquí no ha pasado nada). Como en una suerte de cajas chinas oníricas, todo el guion gira en torno a esa triquiñuela gastada por el uso. Poco puede hacer el experimentado elenco (Peretti, Julieta Cardinali, Carla Quevedo, Diego Cremonesi) para remontarlo: abunda la sobreactuación. De todos modos, la película consigue que nos concentremos en intentar dilucidar qué es lo que está ocurriendo verdaderamente, cuánto es vida y cuánto es sueño. Tal vez dejarnos sumidos en algunas sombras y dudas no habría sido desacertado. Pero estos productos no toleran la ambigüedad: como a los niños, al final alguien nos explica todo lo que ocurrió, con un repaso mediante flashbacks por si nos olvidamos de algún detalle.
Después de los éxitos comerciales de Sin hijos (2015) y, sobre todo, Mamá se fue de viaje (2017), Patagonik volvió a reunir a la dupla ganadora de las comedias familiares: Ariel Winograd como director de un guion de Mariano Vera. Una vez más el foco está puesto en el vínculo parento-filial, por eso Hoy se arregla el mundo es publicitada como la conclusión de una trilogía sobre padres e hijos. A diferencia de las dos anteriores, ésta tiene un componente más agridulce, por eso el propio Winograd la define como una dramedy. Es decir, una película a medio camino entre la comedia y el drama: habrá chistes y momentos luminosos, pero también sombras y cierto grado de sufrimiento. Al principal objetivo que siempre tiene el director de El robo del siglo, entretener, se le suma otro: emocionar. Para lograrlo, y siguiendo con las categorías acuñadas en Hollywood, se recurre a la dinámica de una buddy movie: una aventura, viaje o búsqueda protagonizados por una pareja dispareja de compañeros, que al final del recorrido habrán aprendido mucho de la vida y habrán cambiado su vínculo. Juego de contrastes En este caso, un cuarentón mujeriego, desamorado, egoísta, workaholic, tan responsable en lo laboral como irresponsable en lo afectivo, y un niño brillante, que en general tiene todo más claro que los adultos que lo rodean. Sin entrar en detalles argumentales, la misión que tienen por delante el Griego (Leo Sbaraglia) y Benito (Benjamín Otero) es encontrar al padre biológico del niño, algo que los lleva a ir conociendo a diversos personajes, en una suerte de casting a cielo abierto que los lleva a asomarse a mundos insospechados y los pone en situaciones más o menos graciosas con cada uno de los candidatos. “Quiero que quede bien claro: el papá no se elige, es el que te toca”, le dice el Griego a Benito, y la película se propone poner en debate esa frase que en principio suena irrefutable. La gran pregunta que está en el trasfondo de las peripecias de estos dos personajes es cómo se construye la paternidad más allá de la existencia o no de lazos sanguíneos. Inspiración e influencia Si el dúo protagónico y parte de la historia está inspirada, según declaró el director, en Luna de papel -el clásico de 1973 del recientemente fallecido Peter Bogdanovich, con Ryan y Tatum O’Neal-, en su estructura de búsqueda-entrevista-desengaño es una cruza con películas como Flores rotas, de Jim Jarmusch, por mencionar solo una. Sbaraglia y Otero tienen la química indispensable para que este tipo de propuestas funcione. El resto del elenco (Charo López, Luis Luque, los “invitados especiales” Diego Peretti y Natalia Oreiro, entre otros) también ayuda a compensar los altibajos de un guion con algunos baches que le quitan ritmo y fluidez a la narración, un pecado que este tipo de productos no se puede permitir. De todos modos, la mayor objeción que se le puede hacer a Hoy se arregla el mundo son los pasajes en que se siente la manipulación emocional: en varios momentos se perciben los mecanismos lacrimógenos activados para intentar conmover, y entonces el efecto queda anulado.
Si no fuera porque se trata de una película sólo apta para mayores de 16, el afiche de La noche mágica llevaría a pensar que estamos ante una comedia familiar navideña. Ahí se ve a una dupla probada de comediantes (Natalia Oreiro y Diego Peretti, él con un gorro símil Papá Noel), entre ambos una niña sonriente, una estrella fugaz y el lema “Cambió robar por cumplir deseos”. Pero la opera prima de Gastón Portal busca desconcertar. El comienzo parece apuntar en la dirección de los enredos. En las horas previas a Nochebuena, un hombre (Pablo Rago) sale semidesnudo al balcón terraza de la casa de su amante (Oreiro) porque el marido de la mujer (Esteban Bigliardi) llegó antes de lo previsto. Pero una vez afuera es sorprendido por un ladrón (Peretti) que está a punto de entrar a robar a la casa, y que lo obliga a ser cómplice en el atraco. Así que entran juntos y encañonan a la pareja. El clima olmedo-porcelesco pronto se empieza a disipar porque el delincuente da señales de no ser tan simpático ni inofensivo como lucía a primera vista. A medida de que ese hombre que podíamos confundir con el querible ladrón de El robo del siglo se va pareciendo más a uno de los psicópatas de Funny Games, la comedia se oscurece hasta dejar de serlo casi por completo. La tensión aumenta cuando entra en juego la nena de la casa (la debutante Isabella Palópoli), que por aquel gorro rojo del afiche confunde al ladrón con Papá Noel y le pide que le cumpla su lista de deseos. Lo que sigue es una contracara de Mi pobre angelito: una niña y un ladrón en una casa para ellos solos (los adultos son rehenes en su dormitorio), pero en este caso aliados en las travesuras. La audaz mezcla de géneros se complica cuando sobre el guion empiezan a soplar los vientos de la época y la pretensión de dejar sentadas posturas sobre grandes temas. Porque lo que hace el personaje de Peretti es funcionar como un lente de aumento sobre los problemas matrimoniales de la pareja de dueños de casa. Y, en épocas en que la violencia de género está al tope de la agenda pública, resulta que el marido es un machirulo maltratador. Esto es subrayado una y otra vez no sólo mediante su actitud durante esta larga noche sino también con flashbacks y hasta un video casero. A esta altura, el suspenso es más efectivo que los chistes negros, pero si nada termina de funcionar, otros bocadillos de reflexión social -hay un par de ironías sobre la pequeña burguesía, las diferencias de clase, el esnobismo en el arte moderno- vuelven todo demasiado ambicioso. Cuanto más ahonda en los mensajes morales, menos luce y más fallido resulta el saludable riesgo –infrecuente en el cine industrial, ya sea nacional o no- que tomaron Portal y su coguionista, Javier Castro Albano, al elegir este tono mixto, entre macabro y festivo al estilo de Parasite. En el intento por sacar al espectador de su zona de confort y alejarse de los lugares comunes, La noche mágica pierde el rumbo. Y el desbarranque definitivo llega al final, cuando se banaliza un tema delicado en pos de conseguir un efecto sorpresivo. Así, más que perturbadora, la película termina resultando revulsiva en el peor de los sentidos.
Los deportistas profesionales de alto rendimiento tienen una fecha de vencimiento prematura. En palabras del ex goleador Hernán Crespo: “Lo que necesito es volver a tener adrenalina, es muy duro ser jubilado a los 36”. Son jubilados de privilegio, es cierto, pero jubilados al fin: deben encontrar la manera de llenar esos días que antes estaban ocupados con entrenamientos, viajes, partidos. O corren el riesgo de transformarse en jóvenes ricos que tienen tristeza. Fabricio Oberto se retiró del básquetbol en 2013, a los 38 años. Desde entonces está buscando recuperar esa adrenalina de la que hablaba Crespo. O, al menos, sustitutos: la propia participación en este documental es uno de ellos. Aquí, en Reset, vemos algunas de las muy diversas actividades a las que recurrió para colmar el vacío existencial: los deportes extremos –cruzar el Sahara en moto, tratar de escalar el Aconcagua-; el periodismo –comentar partidos de la NBA-; el arte -cantar en la banda de rock New Indians-; la docencia, en clínicas de básquet para chicos y adolescentes. Pero el verdadero hilo conductor de la película es su búsqueda de una guía espiritual. Y para eso acude a su entrenador y sus ex compañeros de la Generación Dorada (como se conoció a la Selección ganadora de la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y la de bronce en Beijing 2008, y subcampeona del mundo en Indianápolis 2002). Oberto viaja por el país y el mundo para hacerles la pregunta que lo angustia: ¿cómo se enfrenta el día después del retiro? En esos diálogos íntimos aparecen los mejores climas del documental. “Lo que más extraño y busco es estar en problemas, con compromisos o trabajos que me generen presión”, le cuenta Oberto a Pepe Sánchez. En Santa Fe, Carlos Delfino le dice que también necesita la famosa adrenalina de la competición: “Cuando te quedás sin eso, te das cuenta de que te falta una parte del cuerpo”. En San Antonio, Texas, el Chapu Nocioni enumera sus dolencias y derriba un mito: “Dicen que el deporte es salud, pero el deporte profesional no es salud”. Manu Ginóbili revela que él sí es capaz de disfrutar del dolce far niente. Muy por encima se explica el doble sentido del título: además de al nuevo comienzo al que está abocado el ex pivot de Atenas y San Antonio Spurs, Reset alude a sus problemas de arritmia, que en parte forzaron su retiro y lo obligaron a someterse a tres cardioversiones -un procedimiento médico que en inglés se conoce como reset-, para restaurar el ritmo cardíaco. Todavía no existe un procedimiento para adaptarse a una nueva vida: en eso anda Oberto.
¿Por qué la recomendamos?: Se trata de un documental tan fascinante como atípico, recién estrenado en Vimeo On demand. Está protagonizado por dos perros: Fútbol y Chola. Con una fotografía muy cuidada, las pacientes cámaras de Bettina Perut e Iván Osnovikoff registraron sus días como cuadrúpedos habitantes del skatepark Los Reyes, el más antiguo de Santiago de Chile. Los verdaderos monarcas del lugar son estos dos seres peludos que pasan sus días jugando con pelotas, ladrándoles a los burros, caballos y motos que pasan por ahí, y escuchando con perruna atención las historias tragicómicas de los skaters. A los amantes de los perros sin dudas les encantará esta película, pero no hace falta ser un perrómano para disfrutarla. Aunque viven en una gran ciudad, la vida de estos canes transcurre con la misma placidez que si estuvieran en un pequeño pueblito. Todas sus actividades suceden en los alrededores de la pista de skate ubicada en el medio del parque: es una suerte de pileta seca, con bordes irregulares para que los jóvenes en patineta puedan hacer sus piruetas, rodeada por césped y árboles. Un entorno ideal para las andanzas de estos dos amigos del alma. Fútbol y Chola no hacen nada extraordinario. Sólo son. Pero Perut y Osnovikoff logran construir una suerte de progresión dramática simplemente intercalando la cotidianidad de los dos perros con las conversaciones entre los skaters, los únicos diálogos que hay en la película. Así, mientras Chola tiene una pelotita de tenis en la boca y Fútbol le ladra para que la suelte, o los dos dormitan en el pasto, las voces de los adolescentes -en un fascinante argot- pintan un retrato social de la clase baja santiaguina. Sin ser perros de publicidad ni tampoco dar lástima por su vida callejera, esta pareja canina se gana nuestro amor por su compañerismo y su paz interior, esa especie de sabiduría existencial que poseen tantos animales. Sus micro aventuras se complementan a la perfección con los relatos de los skaters sobre marihuana, abuso policial, hogares difíciles, rebeldía, vidas sin rumbo. Un ecosistema en perfecto equilibrio, donde animales y humanos conviven en imperfecta armonía, con sus problemas y alegrías a cuestas.
Distintos personajes que no se conocen entre sí se encuentran, de pronto, encerrados en un edificio. No deben ser vistos y menos capturados por los Bowies, unos excéntricos individuos armados a los que alguien denomina así porque se parecería al Duque Blanco. ¿Por qué están allí? ¿Alguien los eligió? ¿Quién les habla con una voz distorsionada vaya a saber desde dónde? ¿Y quién es la mítica La Lancera, de la que tanto se discute y pronuncia? Enmarcada en el género fantástico y también en el de acción, Devoto: La invasión silenciosa no termina de cerrar ni siquiera con su final. El desenlace da pie a lo que podría presumirse una continuación, o también podemos pensar que los 72 minutos que acabamos de ver son el piloto de una serie. Por ahora, ni una cosa ni la otra, la película deja muchos cabos sueltos y cuestiones irresolutas, como la motivación de ciertos personajes. Tampoco ayuda que algunos actores reciten las líneas de diálogo. No es el caso de Diego Cremonesi, un cura que dice no ser cura, pero que de a poco comienza a recordar, y esas evocaciones darán pie a conclusiones que, por si desean ver esta película, no vamos a develar. Al actor de Rojo, Kryptonita y La afinadora de árboles lo acompañan, entre otros, Alexia Moyano (la serie Monzón) y un rostro casi olvidado como el de Jorge Takashima, que no solo había participado en comedias televisivas, como Cha Cha Cha, Los Libonatti y El mundo de Antonio Gasalla, sino también en Samurai, la película de Gaspar Scheuer. Todo lo referente a los rubros denominados técnicos están impecables, pero no ayudan a redondear un producto acabado.
En noviembre de 1975, en Chile, en el marco de una reunión de seguridad de la que participaron militares y miembros de los servicios de inteligencia de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay, se creó el Plan Cóndor. Funcionó hasta principio de los años ‘80: su objetivo era coordinar la represión de militantes políticos, sociales, sindicales y estudiantiles en el Cono Sur. Contaba con la bendición y financiación de la CIA, y se sospecha que Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado estadounidense, fue su ideólogo. Dirigido por Andrea Bello –sobreviviente de la ESMA, fallecida en 2019- y Emiliano Serra, este documental contó con la participación en el guion de Stella Calloni, autora de dos exhaustivas investigaciones sobre el tema: Los años del lobo: la Operación Cóndor (1999) y Operación Cóndor, pacto criminal (2006). A través de los testimonios de víctimas de todo el continente, la película va repasando casos emblemáticos del funcionamiento de esta maquinaria asesina internacional. Así, entre muchas otras, pasan las voces del pianista Miguel Ángel Estrella, argentino secuestrado en Uruguay; de Paulina Veloso Valenzuela, esposa del chileno-suizo Alexei Jaccard, desaparecido en Buenos Aires; de Marta Rodríguez Santamaría, ex esposa de Vinicius de Moraes, que relata la desaparición del músico Tenorinho también en Buenos Aires, adonde había venido a tocar con Vinicius. Son sólo algunos de los numerosos entrevistados de Operación Cóndor, un trabajo periodístico valioso al que, sin embargo, le falta claridad. Las palabras de Pablo Oubiña, fiscal del juicio de la Operación Cóndor, y de la propia Calloni, sirven para contextualizar y organizar un poco las historias, pero son insuficientes. La mayor parte de los testimonios carecen de un marco fáctico, datos duros que pongan al espectador al tanto de las circunstancias de los casos. Sin esa información básica, muchos de los relatos quedan plagados de sobreentendidos que nos dejan parcialmente afuera de las historias y, a menos que seamos conocedores del tema, obligan a recurrir a Google para entenderlas en su totalidad. Los ejemplos más notorios de este déficit son los testimonios de Lilian Celiberti, protagonista del caso conocido como "El secuestro de los uruguayos", y el de Graciela Vidaillac: escuchamos su voz contando su cinematográfica fuga a los tiros de Automotores Orletti –centro de detención por el que pasaron muchas de las víctimas del Plan Cóndor-, pero sin que información básica como su nombre o el de su marido, José Morales, también protagonista del escape, aparezcan jamás.
Por la asombrosa vigencia de sus imágenes, Tóxico asusta. Parece filmada hace dos semanas: los personajes usan barbijos como un accesorio indispensable; el mate es un arma casi mortal y el lavado de manos, indispensable; se discuten distintas teorías conspirativas sobre un virus; hay gente con máscaras entre ridículas y siniestras; se ven paisajes vacíos de toda presencia humana. La paranoia está a la orden del día en esta película que ya estaba lista hace más de un año y se estrena cuando la realidad superó a la ficción. Lejos del oportunismo, Ariel Martínez Herrera empezó a escribir su segundo largometraje más de una década atrás, con la traumática experiencia de la Gripe A en mente. Pero la historia se repitió más rápido de lo acostumbrado y le dio una actualidad increíble a esta road movie apocalíptica sobre una pandemia que asola a la humanidad. Como ahora, el virus es un enemigo invisible y no está del todo clara la forma en que se contagia, pero no afecta las vías respiratorias sino que produce insomnio. Insomnes asaltando farmacias en busca de la pastilla mágica que los haga dormir. La policía, empoderada, reprime a gente vestida con pijamas y armada con almohadas. A lo Sueño de Arizona, una tortuga suelta por ahí grafica la sensación del tiempo transcurriendo en cámara lenta. En este contexto caótico, una pareja elige huir de la gran ciudad y refugiarse en el campo. Hacen una suerte de cuarentena móvil, a bordo de una casa rodante cascoteada por fuera y lujosa por dentro. Tal como está sucediendo ahora, cuando la reclusión forzosa por el coronavirus afecta las relaciones familiares y de pareja, en la ficción hay una doble tensión: las dificultades del contexto general se trasladan a la intimidad. Laura (Jazmín Stuart) y Augusto (Agustín Rittano) no pueden eludir sus diferencias a la par que deben lidiar con la adversidad de la situación. Pero la gracia de Tóxico está en comprobar las coincidencias entre este cuento premonitorio y lo que está ocurriendo cotidianamente. También, en cómo la producción se las ingenió para usar el bajo presupuesto a favor del carácter onírico de la película. Entre algunos pasos de comedia efectivos y otros descolgados, la historia se atomiza, pierde el rumbo y cae en pozos de tedio. Baches que, aun cuando perjudican notoriamente el resultado final, no dejan de parecerse al aburrimiento real de este insólito momento que estamos viviendo.
A raíz del cierre de las salas, el INCAA lanzó Jueves estreno, un plan que permite que las películas que no pueden ser exhibidas en cines por la pandemia de coronavirus lleguen al público a través del canal CINE.AR y la plataforma de video a demanda CINE.AR PLAY. De ese modo cumplen con uno de los requisitos indispensables para percibir los subsidios: el estreno comercial. Uno de los títulos seleccionados para este ciclo de emergencia es Hacer la vida, de Alejandra Marino. Se trata de un drama coral con historias entremezcladas de mujeres que coinciden en una suerte de conventillo: una anacrónica ambientación al estilo de un sainete de Vaccarezza versión 2020. Pero en esta anticuada pintura costumbrista lo central no es el humor, sino la sensiblería. Ninguno de los personajes es privado de su cuota de melodrama y lugar común: la inmigrante ucraniana que supo ser campeona de natación, pero ahora vende café por la calle y sueña con volver a una pileta mientras anhela que su marido venga de Europa; la adolescente tucumana que trabaja como empleada doméstica y espera un bebé que su patrona le quiere comprar; la bailarina frustrada que sueña con ser Odette en El lago de los cisnes; la madre soltera desocupada que tuvo que volver a la casita de la vieja. Poco y nada hay para rescatar en esta película que recuerda, tanto en realización como en contenido, a algunas de las peores telenovelas nacionales de las décadas del ‘70 y ‘80. Casi todo está filmado en interiores que no se condicen con el edificio donde transcurren las historias; la iluminación, los encuadres y el sonido son rústicos; el guion es una ensalada de supuestas “problemáticas actuales” y estereotipos de todos los tiempos. A excepción de Raquel Ameri, las actuaciones completan el despropósito: ni los nombres más conocidos del elenco (Luisa Kuliok, Victoria Carreras, Bimbo Godoy) se salvan del naufragio de un producto que, en el mejor de los casos, está condenado al consumo irónico.