La película póstuma del iraní Abbas Kiarostami (El sabor de la cerezas, Detrás de los olivos, Copia certificada) es una experiencia prodigiosa y cautivante, como lo fue Five. Y también una pieza única y experimental, no para todos los gustos ni las (im)paciencias. Los 24 cuadros del título se van sucediendo, a veces vinculados a una obra de arte, como la pintura nevada de Brueghel que abre esta especie de partitura cinematográfica. En estos tiempos de multipantallas, en los que se maratonean series en fast forward para no perder tiempo, 24 cuadros exige, requiere una atención especial y absolutamente paradójica: sólo se trata de mirar.
En blanco y negro, con la cámara fija o en movimiento, Kiarostami deja que el misterio se devele frente a nosotros, en tomas en las que el paso de una vaca puede hacernos sentir que el mundo ha cambiado. Contar sería decir que hay mucha nieve, mucho blanco, en imágenes retocadas digitalmente por las que pasan, y en las que se escuchan, muchos cuervos, caballos, ciervos, perros, palomas. Es el poder de su mirada, del cine, recortando la realidad y permitiendo que se convierta en maravilla. Una experiencia hipnótica, de una simpleza aparente, una delicadeza absoluta y una poética de alto vuelo, que te invita a aplaudir de pie.