El acierto de esquivar la solemnidad para contar un hecho crucial de la democracia La película protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani es una de las preseleccionadas para representar a la Argentina en los premios Oscar. El ring estridente del teléfono interrumpe el silencio, la música o las conversaciones. Alguien tiene que levantarse a atender. Alguien más está atento, intenta adivinar los gestos y la mirada del que habla con una voz apenas audible que llega del otro lado del tubo con cable enrulado, “fuera de campo”. En Argentina, 1985, como en ese tiempo y lugar que reconstruye de manera impecable, hay muchos teléfonos. Son fuente de noticias y de ansiedad, en tiempos de periodismo sin redes sociales pero con cabinas públicas. Son portadores de lo siniestro; a veces también de buenas nuevas. Como en las grandes películas del Hollywood clásico, más o menos apegadas a las reglas del subgénero de juicios, más o menos pomposo, aquí dos cineastas inspirados, y habituales colaboradores (Mariano Llinás, Santiago Mitre), encontraron elementos clave y los dotaron de sentido para acompañar a su protagonista arquetípico, el sujeto ordinario frente a una tarea extraordinaria, y a quienes forman parte de su gesta. Censurar los links a la Argentina actual que vienen a la cabeza es un absurdo, carente de sentido. Claro que la estupenda película de Mitre (La Patota, El Estudiante, La Cordillera), merece valorarse por sí misma, una obra que pertenece al lenguaje del cine. Pero su diálogo con el presente, lejos de bajarle el precio, la enriquece, como ya han dicho sus realizadores en todas las entrevistas. Por caso, esta cronista vio el film cuando el debate mediático instalaba una nueva “noche de los lápices” en la ciudad de Buenos Aires, y se difundía, sin mayor repercusión, que un funcionario había pedido torturar a una mujer, enjaulándola junto a perros, durante la pandemia. Pero recién estrenada, con una distribución lamentable, que atenta contra la cinefilia y el placer de verla en cine, ya habrá tiempo para debates que la inscriban en la coyuntura y sus turbulencias diarias. Argentina, 1985, elige abrir su relato con una secuencia de la vida privada de Julio César Strassera (Ricardo Darín), el fiscal que llevó adelante el juicio a las juntas militares durante el gobierno de Alfonsín. Un funcionario del poder judicial algo paranoico con el novio de su hija adolescente, que sospecha un servicio, y con un vínculo muy estrecho con su brillante hijo menor. El departamento de clase media, la cocina con el repasador y el sifón sobre la mesa, el balcón a la calle: lo primero que conocemos es su refugio doméstico, tan reconocible y familiar, tan seguro, que su inquietud funciona como indicio, resquicios por los que el peligro amenaza con colarse en ese ámbito de confianza, de vida familiar. El peligro tomará distintas formas, porque es la masa de la que está hecha esa sociedad, en ese momento de democracia naciente. Pero además, es dato, información que se lee en los textos introductorios y finales. Textos breves, precisos y elocuentes que funcionan en el lugar exacto para ubicar espectadores de distintas edades y geografías sin caer en didactismos. El uso inteligente de la información logra que todo sea claro y entendible para espectadores de cualquier parte y edad - desde el básico a qué se dedica un fiscal a la síntesis virtuosa sobre la complejidad de un aparato represivo que seguía latiendo, impune, en el Estado democrático-. La sobriedad de esos textos parece extenderse a todos los registros de la película, como marca de estilo, apego al clasicismo o mandato que se agradece: una película para un espectador inteligente, capaz de pensar por sí mismo. Y una apuesta a la contención que aparece como puro rigor y coherencia histórica, dado el clima sombrío que se vivía. La contención como una forma de autoprotección y supervivencia, en un universo en el que las nociones de cobardía, valentía o heroísmo adquirían un peso especial. Afirmado en ese origen familiar, el fiscal crece frente a nosotros como un personaje más cercano. El funcionario que hará lo que tenga que hacer, en principio con más miedo que convencimiento, pero que es humano. Capaz de dibujar un arco narrativo que lo llevará de la desazón inicial a ocupar el lugar de héroe de la patria. Una aventura fascinante para una narración que la enaltece con los elementos de las grandes historias. Si las dos horas veinte de duración pasan volando es gracias al impecable ritmo narrativo en el que lo vital (un grupo de chicos jóvenes como equipo de investigación, el contrapunto familiar) y lo oscuro, incluidos los engranajes burocráticos de los pasillos democráticos pero fachos, van de la mano. Con ese oxígeno, Llinás y Mitre consiguen esquivar la solemnidad y el acartonamiento que podrían haber herido de muerte a una película sobre el juicio más importante de la vida democrática argentina. Hay, en Argentina, 1985, grandes momentos de cine, en ese tono de sobriedad y refinamiento que atraviesa el relato. Como una puerta que se cierra en nuestras narices, y por la que apenas llega una frase que importa, dicha como al pasar por una voz reconocible. Una frase que alguien luego intentará recuperar, escarbando en la memoria ajena y sin mucha suerte. Vaya hallazgo de idea: la puesta en escena de un ejercicio de memoria para la posteridad. Hay también resoluciones que provocan sacudones, silencios, risas o gritos ahogados (de nuevo, en una sala de cine), como la forma seca de contar una amenaza de muerte, esa constante. Y diálogos perfectos, que casi nunca caen en la impostación, aunque alguna escena se perciba más esforzada, y tocan lugares que quedarán resonando en la cabeza. Como pasa en las grandes películas, en las grandes novelas, Argentina, 1985 decanta y admite múltiples revisiones, descubrimientos, revelaciones de sentido, sin salirse los rieles de un relato apasionante, entretenido, generoso. Pensado para el otro, para el disfrute de un relato que, al amparo del género, se permite libertades. Y en el que todos los elementos, desde el elenco íntegro a la puesta, los diálogos y los recursos narrativos, funcionaron en estado de gracia, como no tantas veces en el cine argentino. Quizá por ese compromiso intangible, pero sin duda presente, de trabajar con un material basado en hechos reales, y recientes, sobre personas reales, que, como se dice, atraviesa la pantalla: a los que están a uno y otro lado de la pantalla. El tiempo transcurrido desde 1985 es a la vez mucho y no tanto. Revivir esa historia, escuchar algunas frases, ver algunas situaciones, pegará fuerte en muchos espectadores. Los que presenciaron esas audiencias, o las vieron conmovidos por la televisión. Los miles de involucrados directos en el terrorismo de Estado; los que eran chiquitos y tuvieron que irse, los que se quedaron, los que no habían nacido y pueden asomarse, gracias al cine, a un tiempo político anterior al que conocen contado por los que hoy están. Con su estreno, Argentina, 1985 le brinda a la Argentina de 2022 una oportunidad valiosa. La de asomarse a una memoria anterior, que no pertenecía a un partido político para su usufructo, sino que era de todos. Como el Nunca Más.
Linkeando cuestiones de violencia contra la mujer con el heavy metal, el terror y los rituales satánicos, la directora de género Jimena Monteoliva (Clementina, Matar al dragón) y sus colaboradores, entre los que figuran nombres de peso para el terror y el cine de género nacional (Nicanor Loreti, Demián Rugna) pusieron en marcha esta historia que homenajea el exploitation y no se anda con chiquitas. Lucía es una chica con un embarazo avanzado que vive en una especie de cabaña perdida junto a una extraña abuela muda. Con fuerte maquillaje, fumando y tomando birra, a pesar de su estado, intenta recuperarse de una experiencia traumática, que conocemos en la primera escena, pues los recuerdos de su ex violento, devenido líder de una secta, no la dejan en paz. Entre ese presente no del todo apacible y ese pasado reciente que acaso acecha va y viene la primera parte de Bienvenidos al infierno, aunque a veces resulta un poco confuso el ida y vuelta en esos tiempos. Pero si pueden encontrarse otros defectos, en la creación de climas o, a veces, de puesta, hay un atrevimiento y un riesgo para aplaudir. Una heroína distinta, con aspecto rolinga, fuera de todo cliché; el mal como grupo metalero y el coraje de ir a fondo en algunas escenas que llaman la atención por su crudeza e intensidad. Cuando la amenaza se convierte en acción, en la segunda parte del film escrito por Camilo de Cabo, Loreti y Monteoliva, Bienvenidos gana en suspenso hasta un desenlace sorpresa. Demostrando que hay capacidad para filmar persecuciones, violencia y gore y, en primera instancia, mucha cinefilia (Mandy, aquella otra pesadilla, con Nicolas Cage, viene a la cabeza) y amor por el género.
Un ciclo empieza y termina, para dar paso a uno nuevo, en el colegio secundario público más importante de la Argentina. Es lo que captura, con su cámara y micrófono atentos, el realizador Alejandro Hartmann en este documental que se vio en BAFICI y ahora estrena en salas. A una apertura inicial con imágenes de archivo tomadas en el interior de ese edificio palaciego, le sigue el presente de la actividad del colegio. Año 2018. El último del entonces rector, el simpático Gustavo Zorzoli, el de la campaña pro aborto legal, el de la omnipresente lucha estudiantil por diversas causas, entre otras muchas cosas. Con otras intervenciones de “archivo”, puntuales y muy valiosas, dialogando con ese registro urgente de aulas y pasillos, Hartmann y su equipo arman una trama hecha de voces, diálogos íntimos, discusiones públicas, algunas palabras en latín, primeros planos del alumnado y el cuerpo docente, así como las autoridades, que se dejaron grabar. Una virtuosa tomada de pulso a una institución siempre vital (una secundaria, al fin y al cabo) y atravesada por tensiones, que se estrena bajo los efectos del paso del tiempo sin que eso le quite potencia ni, paradójicamente, actualidad. Pueden cambiarse los temas de coyuntura, pero lo que pasa en el documental bien podría pasar ahora, o el año que viene. La política del centro de estudiantes, la mediatizada toma del edificio, los del turno mañana que se duermen durante la clase, los del último primer día que bardean a los “borregos”, las clases rigurosas de natación, la problemática de género en cada asamblea, en cada puerta, entre otras cosas. Hartmann es papá de un alumno, Ciro, como se revela en la única escena que rompe el pacto tradicional del documentalismo invisible. Una postura cercana que acaso explica no sólo el acceso, sino la naturalidad con la que pudo contar por parte de su “protagonista”, ese enorme colegio con miles de cabezas parlantes que hicieron un gran esfuerzo, todavía en la primaria, para lograr entrar. El suyo es un micrófono amigo, por oposición a los de los medios que cubren la toma, especialmente al de Eduardo Feinmann, el periodista que se gana, con toda lógica, su momento divertido en la película. Sin juzgar ni paternalizar, El Nacional consigue un gran fresco del colegio y sus urgencias cotidianas, siempre bajo la atenta mirada de los próceres de bronce o mármol, entre esos pasillos y columnas solemnes, necesitados de una mano de pintura. La melancolía del conjunto hace juego con esa exposición de presentes y pasados, laboratorio de una Argentina en miniatura. Acaso como sutiles señas de decadencia de un modelo académico, el de los prestigiosos colegios universitarios, que cada vez tiene menos aspirantes.
Como sabe cualquier político, aunque en la Argentina no tenga ninguna incidencia, el archivo es una herramienta poderosa. El registro de la realidad, con la distancia del tiempo, produce un efecto cuya manipulación está dada desde la decisión misma de qué mostrar, y qué no. A veinticinco años de su trágica muerte, con tan solo 36 años, el documental The Princess/Lady Di, que llega hoy a algunos cines de la Argentina, es un notable y atrapante film de archivo. Una apabullante exposición del exceso, como un abanico que se despliega: la vida pública de una figura demasiado pública. Al punto que, de alguna manera, el tema de Lady Di es la princesa, pero en el espejo de las cámaras que la registraron de manera implacable, intrusiva, asfixiante. Una película sobre lo que el mundo hizo de ella, desde que era una adolescente súper tímida, que sonreía ruborizada frente al acoso mediático, cuando el rumor había instalado que iba a casarse con el príncipe Charles. La jovencita que, con una voz aniñada, soltaba cosas como “quiero ser una buena esposa y madre”. Hasta su notable cambio, quince años después, expuesto en la polémica entrevista de la BBC (“Somos tres en este matrimonio, está atestado”). Para una institución como la monarquía británica, que alguien rasgara su intimidad de esa manera, revelando trastornos psíquicos y alimenticios, fue un terremoto. ¿Había aprendido Diana a utilizar a los medios parasitarios para su provecho? Basta con el archivo para entender que no hubo resquicio, fuera de su intimidad a puerta cerrada, en el que no debiera soportar ser ella, comportarse como ella, hacer lo que se esperaba de ella. Apareció en el ojo público perseguida y murió perseguida. Escuchando cómo todo el mundo hablaba de lo que hacía, de cómo se vestía, de qué pensaba. El vestido para su boda con el príncipe Carlos, creado por David y Elizabeth Emanuel. (Foto: AP) El vestido para su boda con el príncipe Carlos, creado por David y Elizabeth Emanuel. (Foto: AP) Su casamiento, en 1981, fue el evento más mediático de la era pre internet: 600 mil británicos en las calles, 750 millones de espectadores viendo cómo avanzaba hacia el altar de la St Paul Cathedral de Londres, engalanada para 2.500 invitados. Y desde ese mega evento, una estrella excluyente, que dejó en sombras a la familia real, empezando por su marido. Es una historia triste y conocida. Por eso, notable el mérito del realizador nominado al Oscar Ed Perkins (Garnet’s Gold, Black Sheep), capaz de construir un mosaico nervioso y subyugante sobre una figura que sigue generando preguntas, a veinticinco años de su muerte.
El joven director argentino Sebastián Caulier hace que sus intérpretes, Gustavo Garzón y el siempre eficaz Juan Barberini, se luzcan en su tercer largometraje, después de La inocencia de la araña y El Corral. Claro, el tercer gran protagonista de El Monte es la naturaleza, sus sonidos, sus animales, sus misterios antiguos. Y si la imagen del drone inicial puede inquietar un poco, las sospechas por suerte quedan ahí. Lejos de abusar del recurso, Caulier arma una especie de película de cámara en plena selva, en torno de un padre y un hijo muy disímiles, y distantes. Es la visita del segundo, preocupado por su padre hosco, lo que inicia este relato de mutuo conocimiento. El hijo es un urbanita, estudiante de filosofía, que traga con pena el guiso de cotorras que prepara el padre como primera cena. El padre, una especie de cavernario voluntario, que caza, pesca y le pregunta cómo cogen los de su mundo. Si estas antinomias pueden parecer un poco gruesas y fáciles -a mano para interpretaciones que bordean el exceso, en el caso del padre- en su ayuda acude lo más interesante de El Monte, que tiene menos que ver con la relación padre e hijo y más con el peso de otra presencia, la de un monte oscuro lleno de los monstruos que la imaginación, o la cosmovisión que vemos en la intro, está dispuesta a proveer.
“El aislamiento debe ser la peor tortura que sufre el ser humano”, dice Elida Baldomir, protagonista de este documental uruguayo, dirigido por Laura Linares, que se estrena en el cine Gaumont. Ex presa política y guerrillera tupamara, es hoy una mujer mayor que casi no sale de su pequeño departamento montevideano. De un encierro a otro. Se la escucha comentar sobre la tortura del aislamiento y sus palabras suenan distorsionadas por el sentido de la época, pospandemia. Pero ella está hablando de otra cosa. De la camita al living, con su gata como compañía, la mujer se deja registrar por la cámara intrusa, si bien discreta, de la directora. Marquetalia es por cierto un registro breve, como una mini crónica de ese otro encierro, en un presente que se mira pasar por la ventana. Entre la silla ortopédica, los remedios, la gata y la vejez, de la que habla sin tapujos, Elida dice que la soledad y el encierro son cosas distintas. “La cárcel la llevo adentro, se me quedó adentro”, dice también. Y agrega: “Si volvieran los sesenta, volvería a elegir la lucha armada. No se me ocurre otra cosa capaz de derrocar al poder”. En sus días de presa, bajo la mirada de “las milicas”, usaban un pronombre masculino: nosotros. Es que esa mujer en su habitáculo desordenado condujo una columna militar integrada por hombres, pasó quince años “en cana” y su cuerpo averiado es resultado de las secuelas de la tortura. Es interesante pensar en el trabajo conjunto, de la protagonista y la realizadora, para hacer de ese espacio de intimidad el escenario, un poco claustrofóbico, para un relato. La valentía de dejarse retratar en esa vulnerabilidad no debiera sorprender, tratándose de quien se trata. Pero como suele pasar con los buenos documentales, Marquetalia capta algo más allá de su premisa. “Vos estás en una depresión machaza”, le dice a Elida otra mujer, más joven y enérgica, haciendo visible ese mal invisible, ese gris de novela de Levrero, que quita las ganas de levantarse de la cama.
Basada en la novela policial de Colin Niel, autor de moda, la nueva película del franco alemán Dominik Moll (Harry, un amigo que te quiere bien) llega con el retraso pandémico. Una historia que es un cruce de historias, con cinco personajes protagonistas como piezas de un juego bastante impiadoso y de aristas impredecibles. En dos escenarios elocuentes, la Francia rural, fría y nevada, y Abiyán, en la ex colonia Costa de Marfil, la trama se teje en torno a la desaparición de una mujer poderosa, Evelyne Ducat, esposa de un empresario importante, interpretada por Valeria Bruni Tedeschi. Actriz, directora, hermana de Carla Bruni, Tedeschi es la presencia que le da brillo, y decadente glamour, a un asunto sombrío, pues todos los demás personajes, de una u otra manera, están vinculados a su ausencia. Una joven amante desesperada, una ama de casa infiel, su amante, un ermitaño que parece tener más diálogo con “las bestias”, los animales encerrados en el corral, que con las personas. Y el marido, que a su vez tiene una relación virtual con una mujer que en realidad no existe: es la imagen que utiliza un estafador, en Abiyán, para intentar sacarles plata a tipos como él, blancos, burgueses, aburridos. Como en un juego narrativo a la Rashomon, Solo las bestias divide su historia en capítulos que llevan el nombre de cada uno de los personajes. A cuyo turno veremos lo que pasó desde su punto de vista. Así es como la trama policial, el clima de thriller, y su comentario social, se impone por sobre el relato sombrío y la mirada dura sobre sus personajes. Moll, acaso Niel, no parece querer mucho a ninguno, pero esa falta de empatía queda en segundo plano frente a cuestiones más urgentes, como su aguda exposición de un presente poscolonial y sus consecuencias. De paso, estaría bien que el cine y la literatura europeas recuerden con la misma honestidad la situación de Haití, ese pequeño infierno francoparlante, abandonado por todos.
La inquietante película sobre una mujer que quiere estar sola Hay algo enrarecido, onírico, en las primeras imágenes de Men, la película del escritor y director inglés Alex Garland (Ex Machina, Anihilation). Las cortinas que dan una luz anaranjada, el río Támesis afuera, como al alcance de la mano, una mujer herida en shock, un hombre (luego sabremos que es su marido) que cae al vacío frente a ella. Pero Harper (Jessie Buckley) no se despierta de ningún sueño. Lo que hace es escapar de ese golpe de la realidad para emerger en otra, acaso curativa. Una huida al campo, a la bellísima campiña inglesa, para instalarse en un antiguo cottage, una hermosa casa antigua en la que espera recomponerse. Instalada, todo parece funcionar como ella espera: el silencio, el bosque verdísimo, el sonido de la lluvia, hasta que Harper descubre a un hombre que la observa. Un hombre completamente desnudo, que luego se le aparece en la casa e intenta entrar. Queda claro pronto que lo que parece una historia de intrusión en la preciosa soledad de una mujer herida, deriva pronto en algo más grande. Una sensación ominosa difícil de definir pero que va adoptando diversas caras: las de los hombres que se cruzan en el malogrado retiro apacible de Harper, y que en ningún caso son lo que parecen. Ni el policía, ni mucho menos el cura, tampoco el dueño de casa, y claramente no el extraño muchacho (¿u hombre mayor?) que la insulta cuando ella se rehúsa jugar a las escondidas. Pequeñas violencias más o menos sutiles pero siempre terroríficas, que parecen continuar la iniciada en aquella terrible escena inicial, corolario de una tormenta conyugal que se reconstruye en flashbacks. Estos son como interferencias de la vida real equivalentes a las que interrumpen la conexión con su amiga, cada vez más preocupada. Como el comentario sobre la imposibilidad de que los hombres dejen en paz a esta mujer, que sólo quiere estar sola (vaya afrenta). Men es el despliegue de la pesadilla de Harper. Hacia un desenlace que guarda los mejores cortes de carne para el asador, en una especie de crescendo del folk horror (aquello de los grandes infiernos de los pueblos chicos), cruzado con el fantástico, el gore y el body horror. Y el humor negro.
1920-2022. A más de cien años de la expedición del militar sueco Gustav Emil Haeger al Chaco formoseño, el director Cristian Pauls invita a revisitar la historia y el presente de los indios Pilagá, en este valioso film que puede verse en el Centro Cultural San Martín. Una película que además retoma las huellas de un primer registro fotográfico y audiovisual, reunido en el documental Octubre Pilagá, retratos sobre el silencio, de Valeria Mapelman (2010). Este cuenta con los testimonios de los sobrevivientes de la masacre de 1947 en Rincón Bomba, en Formosa. En El campo luminoso, Pauls contrasta aquellos registros, cuyos apuntes se escuchan leídos en off, con el presente, en una visita a los descendientes de aquellos Pilagá originarios. Un contraste que incluso toma su mirada, frente a los registros de sus antepasados, exhibidos por el realizador en este encuentro. Estos pasos sobre pasos construyen un acercamiento lleno de preguntas y cuestionamientos que están lejos de la mirada paternalista hacia los castigados, y son vibrantes y potentes como la voz y el lenguaje (del sueco al mataco-guaicurú) de sus protagonistas.
El generoso trailer de anticipo de Tren bala/Bullet train, “la nueva película de Brad Pitt”, ya dejaba claras las referencias al cine de Guy Ritchie. En especial a Snatch: cerdos y diamantes, que también contó con la presencia del actor. Acá hay un grupo de matones, de asesinos a sueldo, a bordo de un tren que va de Tokio y Kioto, y que para un minuto en cada estación. Entre ellos, sus balas, sus maletines llenos de dinero y sus misiones cruzadas, está Catarina (Pitt, en modo full comediante). En esta imagen proporcionada por Sony Pictures, Brad Pitt, izquierda, y Aaron Taylor-Johnson, en una escena de “Tren bala". (Foto: Scott Garfield/Sony Pictures via AP) En esta imagen proporcionada por Sony Pictures, Brad Pitt, izquierda, y Aaron Taylor-Johnson, en una escena de “Tren bala". (Foto: Scott Garfield/Sony Pictures via AP) La apuesta, del director David Leitch (Deadpool 2), basada en un libro del japonés Kotaro Isaka, presenta un ritmo frenético que no ahorra efectos ni violencia: edita montañas de trompadas, patadas y demás alegrías como si se escapara el tiempo. Pero a pesar de una búsqueda tarantineana, en diálogos y situaciones que bordean el absurdo, la sumatoria de esas situaciones, en una duración exagerada, termina por agotar. Frente a esa acumulación, queda la gracia de Pitt como salvación, en una película que se autopercibe más divertida de lo que termina siendo.