La ventana cinética
La naturaleza es ambigua, cruel, bella, sorprendente, única e irreversible. El cine y la naturaleza nunca se llevaron del todo bien por esa maldita manía humana de intervenirla en pos de la estética y hay muy poco que decir cuando el hombre la lastima, la provoca, la destruye, como si lo único que importara es ese instinto depredador. Algo que muy pocos animales llevan en su ADN a pesar de la injusta y humillante coexistencia con este eslabón podrido llamado raza humana. Este prólogo no busca otra cosa que entender en principio el sentido ontológico de la obra póstuma del iraní Abbas Kiarostami, 24 cuadros.
El director de El sabor de la cereza deja su legado cinematográfico bajo la irrestricta premisa de la falsedad en el ida y vuelta de la representación. Un escupitajo por elevación para todos aquellos pregoneros del naturalismo cinematográfico o el mal llamado cine contemplativo, sumido en una catarata de planos con cámara fija, una gigantesca acumulación de planos secuencia a lo Bela Tarr y otros vicios por el estilo. Lo de Kiarostami y su impronta de la mentira en cada cuadro de los 24, cuya duración es de 4 minutos y medio, es la intervención digital en cada una de las imágenes en las que incluso (aunque este dato no puede confirmarse se matan animales que en realidad nunca se mataron con los fines estéticos que pondrían en duda la ética del iraní por supuesto.)
Pareciera que en el derrotero de este último film lo que sobra es la presencia del hombre. Los animales que ocupan el corazón de cada cuadro, vacas, caballos, perros, aves e incluso una pareja de leones en un acto de apareamiento, son captados a la distancia por una cámara testigo pero intervenidos en el marco del cuadro por efectos digitales, por ejemplo de nieve.
Si hubiese que trazar algún rumbo conceptual y hasta filosófico en el cúmulo de los 24 cortos se podría aventurar en un primer orden un trasfondo melancólico más que nada si se tiene en cuenta la música elegida para ciertas secuencias como por ejemplo el tango Poema, de Francisco Canaro en el cuadro donde una pareja de caballos juegan en la nieve, se funden en una sola silueta gracias a la distancia de la cámara desde el interior de un vehículo que baja la ventanilla como si se tratara de un telón antes de que los actores entren a escena. Las ventanas ofician también de pantallas en esa estética o los recovecos que dejan entrar luz para dibujar de cierta manera otro tipo de espacio, sin olvidar claro está esa condición del voyeur omnipresente o el sello de autor que Kiarostami del cual nunca reniega.
La información sobre esta obra póstuma que tuvo un estreno mundial en Cannes y ahora por fortuna llega al cine Cosmos para deleite de los cinéfilos porteños aporta un dato no menor que hace a la importancia del proyecto, que mantuvo a Abbas Kiarostami los últimos tres años de su vida sumergido en este film. Cabe recordar que el director iraní falleció el 4 de Julio de 2016 y que para su fotograma final -paradoja del destino tal vez- eligió sobre imprimir en una pantalla de computadora la frase o el presagio The End.
Pero el cine, sea o no intervenido por los grandes artistas como Kiarostami, se burla de la muerte cada vez que una pantalla nos invade con luz, sonido y color para un eterno Continuará…