3 anuncios por un crimen debe haber batido algún récord de guiños progre: la película habla (o balbucea) sobre violaciones, femicidios, machismo, corrupción policial, connivencia de la iglesia, racismo y hasta bullying. Una colección de cucardas que vale por un pasaje directo al Oscar. Ese mejunje de temas resume muy bien la película: McDonagh hace de todo, cualquier cosa, para agradar al público, desde giros narrativos y chistes incorrectos hasta remisiones al cine clásico. El asunto es capturar al espectador de alguna forma, como se pueda. 3 anuncios por un crimen se da aires de western: hay rutas vacías, un pueblo, una mujer que entra a un local como si abriera la puerta de un saloon, y una banda sonora con una guitarra que suena lo suficientemente fuerte como para que a nadie se le escape la referencia. Pero a McDonagh le interesa poco y nada el universo afectivo del western, solo se sirve de sus coordenadas como un nene caprichoso que se cansa rápido de su juguete y enseguida va a buscar otra cosa.
Lo que sigue después de eso es un cambalache de registros actorales y de recursos de guion que confunden la indeterminación con la estupidez. El director debe creer que interrumpir (dos veces) una escena de violencia doméstica en su momento más dramático con un momento de comedia puede ser leído como signo de inteligencia. En otra escena, Mildred, derrotada y a punto de claudicar, ve a un ciervo improbable que se le acerca: el personaje rápidamente habla y se dirige al ciervo diciéndole algo así como “yo sé que vos no sos mi hija, pero igual gracias por visitarme”, como si burlarse de ese tipo de recursos fuera muestra de vaya uno a saber qué clase de destreza narrativa, cuando solo se trata de la autoconsciencia más chata imaginable. Es todo así: McDormand alterna ataques de ira con momentos de juego tonto porque la película quiere mostrarla como un personaje “complejo”. En un momento, la mujer juega a que sus pantuflas hablan entre ellas y hace las voces de las dos; después, va e incendia una comisaría con bombas molotov. Es que Mildred es un personaje “difícil”; la ambigüedad como seña de calidad o algo por el estilo. Hay otros personajes que se transforman inesperadamente por designio del guion vía giros narrativos imposibles que quieren sorprender. Gimmick narrativo: la película adopta el punto de vista de uno de los malos, porque eso debe suponer alguna especie de transgresión. Otra sorpresa: los malos no lo son tanto y los buenos tampoco. Maravillas de la complejidad. Resulta que uno de los presuntos villanos tiene cáncer y se lo muestra agónico y despidiéndose de su familia. Al final parece que el tipo era un poco bueno, explica la película a través de tres cartas leídas desde el off en un arranque epistolar poco habitual (por buenas razones). Woody Harrelson salva la mayor parte de las escenas en las que está: su registro anfibio, que oscila entre la agresión y la comedia triste, se integra perfectamente en el paisaje de la película. McDormand tiene menos suerte porque le tocan unos cambios de tono imposibles que van del silencio y el recogimiento a estallidos de furia puntuados por gags. Puede tocarle que en una escena se divierta haciendo buenas migas con el enano del pueblo y que en la siguiente vuelva a su casa, se encuentre con el párroco sentado en su living y tenga que revolearle por la cabeza un elaborado discurso anticlerical. El cura no había aparecido antes ni lo hará después, nunca se llega a ver la iglesia del lugar ni se habla de religión, pero tal vez McDonagh creía necesario decir algo sobre los vicios de la iglesia y de los curas que violan nenes, tampoco es cuestión de preocuparse demasiado por la situación del relato. En una cena y de manera imprevista, el enano le canta las cuarenta a Mildred: no sea cosa que solo por ser petiso y bonachón la película se perdiera de insuflarle una conveniente dosis de maldad al hombre (rigores de la misantropía). Misma cena: Mildred está en un restaurante elegante con el overall que usa toda la película, como si la mujer no pudiera ponerse otra cosa, había que mostrarla así, toda desaliñada y llamando la atención de los comensales porque eso brindaba una excusa ocasional para el humor. Humor cruel, al fin, que es a lo más que aspirar el director: salvo por el encanto incombustible de Woody Harrelson, en 3 anuncios por un crimen no hay comedia, sino burlas lanzadas contra el otro, como ocurre durante el calvario que atraviesa Dixon (el malo que se transforma), plagado de chistes a costa suya y de su miseria que llegan como castigo por sus actos previos. Moraleja: está bien reírse de Dixon porque el tipo es despreciable y se merece todo lo que le pasa. La fórmula hace acordar bastante al sistema de castigos propio de los hermanos Coen, pero los Coen al menos son buenos narradores. La misantropía y la autoconciencia baratas no suelen dar grandes películas.