El bueno, el malo y el feo
El nuevo filme del director de “Escondidos en Brujas” (2008) retoma el leitmotiv nada es lo que parece. No sólo en la historia sino también en el entrecruzamiento de géneros. A simple vista podríamos estar hablando de un thrille,. por otro lado, el espacio físico y la presentación y desarrollo de los personajes son un claro homenaje al western. Y a pesar de todo esto en ningún momento se instala definitivamente en un género. Es cine negro y al mismo tiempo una comedia dramática.
El perfecto equilibrio que se muestra a lo largo de la proyección se basa antes que nada en un guión que tiene al humor negro como sostén de la tragedia. Y viceversa. Los diálogos son utilizados a fin de construir empatía con las acciones de los personajes, pero además la película se sirve de ellos para instalar su mirada sobre los algunos de los males endémicos del gran país del norte: el racismo, la ignorancia, la manipulación de la clase media, incluso la locura sobre la vigencia de la segunda enmienda, sobre la libre portación de armas, casi como una de las raíces de la violencia.
Esta multiplicidad de la que hablábamos también puede ser vista en las acciones, las que se desarrollan en un pueblo rural a cuya calle principal, para ser un verdadero filme del oeste le faltan los caballos, o le sobran los automóviles. La calle principal es tomada casi como un personaje más.
El diseño de puesta en escena es fundamental; la dirección de arte hace que todo fluya sin sobresaltos narrativos ni espaciales, siendo imprescindibles para esto la dirección de fotografía y su trabajo de la iluminación y los claroscuros. Todo está en relación directa con el diseño de sonido (la banda de música) y el montaje.
Como ejemplo detengámonos en una escena dentro del restaurante. La heroína se va a enfrentar a uno de sus antagonistas, se bambolea manipulando un elemento como si fuese un arma, los movimientos corporales de ella y el punto de vista elegido en la mirada de su ex marido (pues de él se trata) son de una precisión absoluta.
La historia es en apariencia sencilla; pero sólo en apariencia. El impacto es duradero y deja mucha tela para cortar. Mildred Hayes (Frances McDormand) es una campesina de alrededor de 50 años que vive en las afueras del pueblo. Carga con el dolor por la violación y asesinato de su hija adolescente y decide enfrentar a la policía local por considera que no hacen lo suficiente para resolver el caso. Utiliza unos carteles linderos a la ruta en la entrada del pueblo para acusar a los policías al menos de inoperancia, y esto hará que ya nada sea igual; pueblo chico, infierno grande.
El sheriff Willoughby (Woody Harrelson) sabe que no se encuentra en condiciones de resolver el caso y que su quietud puede ser leída como desdén. Por otro lado, su ayudante, el alguacil Dixon (Sam Rockwell), no es tampoco un dechado de virtudes, casi un representante de lo peor en este catálogo de personajes.
Y las aguas se dividen en el pueblo.
Ganadora de cuatro Globos de Oro, aparece como una de las firmes candidatas en la próxima entrega de los premios de la academia de Hollywood.
Todo esto no sería posible si la realización no contara con las excelentes actuaciones de sus protagonistas, entre los que se destaca el rol representado por Frances Mc Dormand. En él se sostiene la mayor parte del relato; genera identificación a partir de su dolor, y por momentos rechazo por su accionar. Algo similar sucede con Woody Harrelson, pero de manera inversa: pasamos del rechazo a la casi comprensión. Sam Rockwell es de otro planeta; el odio que destila se le vuelve en contra desde quienes funcionan del otro lado de la pantalla.
Nadie es tan bueno, ni tan malo, ni tan feo, de manera taxativa; acá no hay maniqueísmo.
Aún con la vuelta de tuerca nada queda resuelto del todo; la completitud del texto queda en cada espectador y ése es el juego final del director.
(*) Realizada en 1968 por Sergio Leone.