Un drama familiar con toques de neowestern, comedia e incorrección política se convierte en una búsqueda reflexiva por pintar un pueblo del interior norteamericano y su idiosincrasia.
Se podría pensar que el triunfo de Trump en Estados Unidos dejó no sólo asombrado al mundo pero sí menos que a los progresistas norteamericanos que no pueden admitir ni asimilar a semejante personaje como su presidente. La cultura, en general, se lleva mejor con la izquierda. Y desde entonces cierto cine -como parte de esa cultura- está construyendo relatos (Sin nada que perder, Huye!, Viento salvaje, etc.) para desentrañar cómo se llegó a este estado de cosas. Para conocer a ese Otro. El que habita la América profunda. Tres anuncios por un crimen puede entenderse como parte de ese corpus.
Martín McDonagh es, también, un dramaturgo irlandés que apareció fuerte y reconocidamente en el cine con su opera prima Escondido en Brujas. Con una impronta tarantinesca y cierta misantropía muy propia de los Coen, volvió a armar, para esta tercera película, una trama que arrasa con cualquier atisbo de corrección política y que adopta cierto aire de western, con su antigua carga fascista revisitada desde el nuevo neoconservadurismo, con protagonista femenina (que más que heroína es antiheroína) y que sólo superficialmente (y desde el discurso machista y falocéntrico) puede leerse, por eso, como feminista.
Una madre, Mildred (nombre icónico de la maternidad cinematográfica) ante la inacción de las fuerzas policiales del pueblo por investigar y hallar al culpable del asesinato y violación de su hija adolescente, encuentra en unos carteles de publicidad al costado de una vieja ruta poco transitada, el método para llamar la atención y reactivar la causa. Lo que ocurre es que el pueblo acompaña a esta mujer en su dolor pero también quiere a su sheriff (Woody Harrelson) que, además, padece una enfermedad terminal. Se puede estar con Dios y el Diablo y guardar las apariencias entre todos barriendo la mugre debajo de la alfombra, parece ser la postura general, pero cuando algo se dice ya no hay vuelta atrás.
El crimen que motoriza el relato llevado adelante con una fuerza arrolladora por parte de una mujer dolorida pero no paralizada por el dolor (excepcional labor de Frances McDormand en una segura nominación al Oscar y con altas posibilidades de obtenerlo), con sus discursos agudos y punzantes, con sus actitudes beligerantes y poco ortodoxas, se mezcla y matiza con toques de humor negro e insolencia ante los poderes establecidos y patriarcales. Pero poco a poco se empieza a notar que ese conservadurismo y cerrazón que se expone como patrón de medida del pueblo es también parte de esa protagonista que pide justicia (el caso propio la sacó de su letargo) pero no le molestaría avalar un ajusticiamiento.
Ese pequeño “ruido” (que puede ser leído como complejidad de los personajes construidos: también habrá un cambio en relación inversa en el agente Dixon de Sam Rockwell) no es tal sino un llamado de atención para lo que va a ir sucediendo mientras la trama avanza. Nadie es bueno, nadie es malo, se nos dirá. Y en abstracto podemos acordar. Pero ya sabemos adónde nos conducen las generalidades de este tipo. Se licúan las responsabilidades. Y muchos de los conflictos desarrollados y llevados a un accionar de una violencia despiadada e irracional se “resuelven” con una liviandad, como mínimo, asombrosa y, como máximo, peligrosa.
Cuando el caso personal, que aúna lo público y lo privado, planteado con suma inteligencia, va dejando su lugar al retrato de un pueblo (con ese dejo de universalización irreflexiva), a la pintura coral de una idiosincrasia pueblerina como certeza (donde la estupidización de todos y cada uno, y en especial de algunos personajes femeninos, es moneda corriente), y va cambiando el punto de vista y sigue a otros personajes, los hilos de la costura del guion se vuelven más evidentes y se nota que importan más las respuestas que se tejen que las preguntas. Y se apuesta por provocar más que por incomodar.
Aun así hay grandes momentos en Tres anuncios por un crimen apuntalados por unos diálogos afilados y, especialmente, un elenco que se entrega a sus creaciones sin red de contención.