El Oscar, ese elemento tóxico. Bueno, no tanto quizás. Porque sirve para que se vuelva a hablar de cine, al menos por poco más de un mes. Algunos, por motivos profesionales (aunque lo haríamos igual si tuviéramos otros trabajos, porque antes cinéfilos que aplicados) hablamos todo el año de cine; pero hay un “público ampliado”, que en enero-febrero habla de películas así como en unos meses hablará del mundial de fútbol, que hoy presta especial atención a actores y directores, y a historias de las que antes estaban con mayor frecuencia en la cartelera. Sería muy snob quejarse de esa atención, y sería poco estratégico. Hay que hablar de los Oscars, pero no para llevar la conversación a los Oscars sino al cine. Que no es lo mismo.
Una película como Tres anuncios por un crimen se presta a estas confusiones. Que si va a ser muy nominada, que si fue poco nominada, que si está hecha con cálculo cínico para ser nominada, que si no le importa nada de nada, que si engaña que si voy que si vengo. Pero hablemos de otra cosa, o de esta cosa del cine. En primer lugar, el título de estreno latinoamericano es obviamente perjudicial, no sólo porque la sonoridad del original tiene un atractivo que se pierde, sino además por el agregado plúmbeo de sentido, del anclaje fuerte en “el crimen”. El título en España fue “Tres anuncios en las afueras”, mucho menos traicionero; pero sirva de consuelo americano que en la península ibérica hay más y peores traiciones, de esas llamadas doblajes. Crimen: sí, un crimen es lo que deriva en los anuncios, y los anuncios ponen a andar la narrativa. Y esta narrativa es sorprendente, y puede ser considerada bamboleante y hasta contradictoria si uno no entiende que está ante algo distinto a un policial, o a un thriller de pertinaz búsqueda de justicia. Three Billboards Outside Ebbing, Missouri es un título que nos dice claramente el punto de partida, en términos de ubicación y de narrativa y que no va hacia atrás, no apunta sus sentidos hacia el crimen (por eso el flashback puede pesar más si uno la ve con el título latinoamericano).
El punto de partida es una de las claves de la película, de las películas, como si el director y guionista Martin McDonagh nos dijera que hay que sacarle el óxido a la narrativa y repensar el cine de hoy. McDonagh hace cine como si no sintiera el peso del consumo, como si no se preocupara de obedecer las fórmulas al uso. Así, narra sin pausas y sin apurarse, y se permite algo hoy en día notable y que marca caminos posibles, o -mejor dicho- todavía posibles si se resiste en la comunión del cine con los espectadores: la posibilidad de cambiar de tono, de emoción, de modificar con un gesto, con una reacción, la relación entre personajes. En ese sentido, hay algo evidentemente magistral en la escena a solas entre Mildred (Frances McDormand) y Willoughby (Woody Harrelson) que cambia de emoción a una velocidad que no parece plausible en el cine medio (craso) de hoy. Y en ese y en otros momentos McDonagh demuestra que sí, que se puede. Y que el dolor, el llanto, la alegría, la violencia, el amor y la muerte siguen ahí para formar parte del cine como siempre, y siempre pueden combinarse con la risa, con el absurdo, con esas maneras sabias de mirar el mundo; esas son las catarsis más recomendables, nos dice un narrador convencido, que con esta película se ubica mucho más allá de la idea de anudar de forma verosímil -por favor, no usemos “el verosímil”- las acciones. En ese sentido, no es muy grato reclamarle a esta película que se basa en muchas casualidades o en cambios de parecer en los personajes. No estamos ante un cine atado a esos menesteres sino ante un mundo de fantasía demasiado parecido al real, al de unos Estados Unidos en (otra) crisis de identidad, quizás esta vez un poco más grande, y que por eso ya ni siquiera sabe si y cómo aplicar la violencia: eso se condensa en un final tan memorable como emocionante, noble, gracioso, trágico, como todo este relato que nos hizo llorar con alguna carta de despedida también noble, trágica y graciosa porque era sabia, o al revés.