Mildred (Frances McDormand) es una señora endurecida, de pocas palabras y convicciones fuertes. En el pequeño pueblo de Ebbing, Missouri, compra tres carteles de vía pública, sobre la carretera, para convertirlos en gigantes letreros acusatorios: contra la policía local, que no resuelve la violación y asesinato de su hija. Como es un lugar chico, al día siguiente nadie habla de otra cosa.
Con ese punto de partida, el director Martin McDonagh (Perdidos en Brujas), construye un thriller de curioso humor negro, pariente de los films más ácidos de los hermanos Coen, que va desplegando los efectos causados por el desafío de Mildred. En los policías: un impulsivo, grotesco y torpe racista, interpretado por Sam Rockwell y el jefe, honesto y enfermo terminal de cáncer (Woody Harrelson). En su familia: un ex marido violento, su novia bonita y tonta, su hijo (Lucas Hedges) que la acompaña crítica pero silenciosamente. Hay apariencias, sin buenos ni malos, personajes de los que conocemos una dimensión y que pueden desaparecer así como llegaron.
La tensión producirá estallidos de violencia y conflictos varios, pero todo tamizado por un tono humorístico, cuya repetición termina por minar el interés. En ese juego con el tono, la película no llega nunca a meterse en serio con los conflictos profundos de su protagonista y los demás personajes, reducidos a piezas de un ejercicio de estilo antes que sujetos con entidad propia. Ganadora en los Golden Globes, es probable que repita triunfos en los Oscar: tiene la temática adecuada para la época. Como cine, no parece capaz de quedar en la memoria más que como otra gran performance de la gran McDormand.