Nos perdemos en la vida. Pero la vida nos encuentra
Hay una secreta obstinación que recorre de punta a punta el metraje de 3, como un grito de guerra al que hay que leer entre líneas o un balbuceo submarino: la condena del cine es el deseo de contar historias; en cambio su salvación, acaso, es hacer el recuento de los restos abandonados, inspeccionar los retazos que pasan flotando a la deriva cuando ya se sabe que las historias prácticamente no son del todo posibles, por lo menos sin la complicidad de la mala conciencia. Hasta ahí ninguna novedad a la vista: nada que la sensibilidad moderna en el cine no haya dejado ya al descubierto muchos años atrás. Buena parte de la gracia nada desdeñable de la película consiste en el énfasis conmovedor –por supuesto intempestivo, pero lleno a la vez de algo que, no sin pudor, podríamos llamar ternura– con que se ejerce esa lejana iluminación.
Después de la gravedad y el formalismo un poco amanerados de Whisky, última escala del director Pablo Stoll junto a su coequiper en la dirección Juan Pablo Rebella (fallecido en el 2006), 3 parece retomar en clave más o menos trágica algo del tono libre, sutilmente cómico y por momentos rapsódico de 25 watts, su ópera prima. En realidad 3 resulta mucho menos ligera y amable, pero también más sofisticada. El centro de la película es Ana, una adolescente rebelde, hija de padres separados. La madre y el padre, juntos o cada uno por su lado, tienen también su importancia en la película, pero los planos vuelven una y otra vez a confluir, con la insistencia de un mantra, sobre el rostro y los movimientos de la chica (extraordinario desempeño de Anaclara Ferreyra Palfi): la cámara la toma siendo amonestada por la directora del colegio, masturbando con expresión apática a su compañero de curso o embarcada en el seguimiento inconducente de un tipo que le gusta en el colectivo. Siempre rockera y enérgica, de la estirpe de las películas que hacen de la perplejidad un modo de vida y una disposición del espíritu –un mood–, 3 no progresa en términos estrictamente narrativos sino que se dedica a exponer mediante breves fragmentos las fluctuaciones de un trío arrojado a la intemperie, ferozmente doblado bajo el peso de su propio desconcierto.
No tengo idea de qué pasaba con Hiroshima, la película que Stoll realizó inmediatamente después de la muerte de Rebella. Pero al revés que en Whisky, donde de forma explícita se imponía el tono agridulce de una Montevideo gris y opresiva, la ciudad luce en 3 mucho más aireada y luminosa, en contraste también con el blanco y negro retro de 25 watts. Ana camina bajo el sol o fuma distraída en la puerta de la escuela, el entorno físico no la agrede sino que le pertenece de pleno derecho: la chica no está contenida por los límites de un mundo diseñado para acompañar sus fracasos, sus fugas, sus módicas transgresiones, con el momentáneo auxilio de una sensación de incomodidad cósmica que los releve, los explique y, en última instancia, los comprenda. Por el contrario, el misterio de la película es también su misterio, una forma inconclusa de atravesar la vida que no se resuelve en un pesimismo al paso ni en una serie de coartadas psicológicas del tipo “estoy enojada porque mis padres no viven juntos”. No se sabe si Ana está enojada: Ana se queda mirando una vidriera detrás de la cual un tipo da una exhibición de batería, o asiste a un concierto de rock en un boliche con esa discreta elegancia triste que ostentan los varones en las películas de Ezequiel Acuña o, también, esas niñas desarraigadas que son la proverbial especialidad de toda la vida en una zona particular del cine francés: se arrojan decididas al vacío, por momentos se pierden y la marea las devuelve al centro de la vida. Lo que pasa es que en verdad no hay escapatoria, pero quién, con un orgullo tan grande, se querría escapar.