Filmar y filmar.
Se cumple casi una década desde que Jafar Panahi vive recluido en su país sin poder viajar al extranjero y con la prohibición de rodar. Desde entonces ha ofrecido al público que lo sigue fuera de Irán cuatro películas, lo que constata que, además de su perspicacia para ingeniarse maneras de eludir el castigo y la pasión que muestra por hacer películas, sus carceleros no son muy rigurosos en su labor; muestran una tolerancia que hasta les puede venir bien.
Todo eso no significa que las condiciones sean óptimas, pero tampoco la libertad absoluta (si es que eso existe) y los abundantes recursos han sido nunca garantías de la excelencia artística. Panahi, con sus medios mermados, ha sido capaz de componer obras de indudable valor, entre las cuales destaca, en este periodo de cautiverio, Taxi Teherán, la que precedió a la que ahora se estrena.
El resultado más evidente de esta situación especial en la que vive es que vuelva la mirada a su propio oficio. No es éste un tema ajeno a su filmografía anterior. Sin ir más lejos, El espejo, quizá su película más importante hasta la fecha, es una profunda reflexión sobre la naturaleza y límites del cine, pero ahora esa obsesión acaba impregnando todo lo que hace. La necesidad de filmar y los impedimentos para hacerlo conducen al centro de su obra la investigación sobre el mismo hecho fílmico.
3 rostros debe entenderse por tanto como un ejemplo más de esta tarea complicada e inconclusa. El mundo del cine impregna toda la película tanto desde el nivel formal como por su contenido. Las tres caras del título remiten a otras tantas actrices de épocas distintas que confluyen en una apartada aldea del norte de Irán, impulsada una de ellas por la llamada de la más joven que simula su suicidio.
La historia no tiene mucho más que ofrecer, pero sirve al director para desarrollar algunos temas recurrentes en su cine, los cuales son retomados aquí en una especie de recordatorio que, además de profundizar en sus incólumes intereses, sirve para reivindicar su obra anterior. Pero al mismo tiempo ese recorrido tiene otra referencia, y es la de su maestro Abbas Kiarostami, el gran padre del cine iraní. No hay que olvidar que Kiarostami murió en 2016, y ésta por tanto es la primera película que Panahi realiza tras su desaparición, ocasión magnífica para rendirle el merecido tributo de admiración.
Las referencias a la obra del maestro son múltiples. La misma historia, la de unos cineastas que se dirigen a una aldea apartada, coincide con la de El viento nos llevará, realizada por Kiarostami en 1999. Pero además está su querencia por rodar en los automóviles (El sabor de las cerezas, Copia certificada…), las referencias al suicidio (El sabor de las cerezas) o, ya desde el punto de vista formal, la indagación sobre la disociación entre la imagen y el sonido (en Copia certificada hay referencias a ello, pero el momento cumbre, no ya de la filmografía del iraní, sino, nos atreveríamos a decir, de toda la historia del cine está en Shirin, una historia contada a través del sonido y de las reacciones que las imágenes provocan en quienes las contemplan).
Todos estos temas no son exclusivos del director desaparecido ni préstamos motivados puntualmente por su admiración, ya que la filmografía de Panahi los contiene en abundancia, no en vano se le ha considerado siempre un aventajado alumno suyo. Con estos mimbres, con el recuerdo de lo que sus anteriores trabajos han sido, 3 rostros se convierte en una síntesis que tanto puede ser un final como un nuevo comienzo, una despedida para recorrer nuevas sendas.
El tema de la verdad y la mentira en el cine está presente aquí desde el inicio mismo de la película, donde se nos muestran unas imágenes que acaban siendo un señuelo mendaz. Panahi ya habló de ello en El espejo, obra que gira toda ella en torno a ese juego entre verdad y ficción. Pero también, en cierto modo, eso es lo que nos contaba también en Off-side, la falsedad que encierra la apariencia (en este caso la mujer vestida de hombre), si bien sobre este tema se sobrepone otro más importante y también muy recurrente en el director, el de la marginación que sufre la mujer, cuya máxima expresión la encontramos en El círculo.
Hasta ahora el cine de Panahi había sido muy urbano. La ciudad de Teherán era la coprotagonista de sus películas, y no sólo un marco neutral para desarrollar sus historias. Por primera vez se sumerge en el mundo rural para filmar una especie de falso documental (los principales personajes se interpretan a sí mismos y conservan sus nombres reales, mientras que los lugareños con los que se encuentran son en gran parte actores no profesionales) que además de recoger un modo de vida con sus luces y sombras (desde la opresión de la mujer a la cordialidad y la hospitalidad con el foráneo) le permite desarrollar otro de sus temas, la sociedad escindida y la incomunicación entre sus miembros, que se muestra tanto en las lenguas (turco, farsi) como en los lenguajes especiales (los silbidos) a los que recurren los habitantes de la zona y que resultan incomprensibles para los visitantes.
El resultado de todo ello es una película amable, en ocasiones hasta divertida, que ahonda en la distancia física (los caminos impracticables) y cultural (el mundo del cine en una sociedad muy tradicional, su prestigio y amenaza) entre dos mundos cuya reconciliación acaba siendo más que dudosa.
Con todo ello la impresión final nos devuelve una imagen complaciente pero desprovista de la intensidad necesaria para constituirse en una obra mayor. Su razón de ser parece obedecer más a la necesidad de seguir rodando, al precio que sea, como sea, que a la puesta en pie de un proyecto riguroso, por otra parte muy difícil de llevar a cabo.
Con esta película, Panahi parece decir al mundo y a las autoridades de su país que sigue en pie, que hay que contar con él. Unos, y seguramente también los otros, se lo agradecemos, y así lo demostramos premiándolo siempre que tenemos ocasión, aunque el resultado, como es el caso, no esté a la altura de otras grandes obras suyas.