Loba (Pilar Gamboa) y Turbo (Adrián Suar) fueron una apasionada pareja y tienen una hija en común de 20 años. Desde hace seis que están separados y hace tres años que no se ven. Ella está internada en una institución psiquiátrica de la cual está lista para salir. Pero para que la reinserción sea menos violenta, la directora del instituto le pide a Turbo que le permita a Loba vivir con él durante treinta días. Estar cerca de su hija y de su ex es aparentemente la mejor solución para la paciente, o al menos para los guionistas. La película comete un primer error y es plantear un espacio de tiempo que luego dejará de ser central. Tal vez quedó fuera del montaje, pero la centralidad que podrían tener esos treinta días es dejada de lado en algún momento de la trama. Si hay tiempo para descubrir esas cosas, es porque la película no logra entretener lo suficiente como para pensar exclusivamente en los personajes centrales.
Adrián Suar tiene ya una extensa filmografía, que si bien no es prolífica al menos estuvo marcada por grandes éxitos de taquilla a lo largo de los años. Empezó con algunas dudas y luego consiguió algunas películas bastante aceptables, incluso buenas. Un cine de género con algunas buenas ideas y resultados efectivos. La apuesta de 30 días con mi ex es la más complicada de todas. Busca ser una comedia y un drama a la vez. Es muy difícil lograr que ambas cosas funcionen con la misma calidad, pero acá ninguna de las dos lo hace. A la comedia le falta toda la gracia y simpatía de Suar, los momentos cómicos son marcadamente fallidos y sólo algún chispazo puede conseguir una sonrisa. De reírse, claro, ni hablar.
Si fuera por la comedia sería una película mediocre sin más, pero es el drama el que hace que la película se convierta en una larga repetición de conceptos y todo, pero absolutamente todo, sea expresado en palabras. No hay forma de identificarse con los personajes principales, ni son simpáticos, ni son graciosos, ni son humanos. Por miedo a la falta de empatía, una banda de sonido omnipresente nos dice lo que tenemos que sentir en cada momento. Eso, lejos de funcionar, irrita. Y la única escena donde eso evita eso, el director elige mostrarnos un mural detrás de los personajes, no vaya a ser que quede algo para que nosotros podamos pensar que nos parece el momento que estamos viendo. Ningún rol secundario vale la pena, pero el de la doctora tiene todas las malas líneas de diálogo posibles y, para peor, vuelve a aparecer en dos de las últimas escenas de la película.
Detengámonos sobre estas escenas. Cuando todo fue dicho y subrayado una docena de veces, llega el momento en el cual la película tiene que terminar. Si nada funcionaba hasta ese momento, era claro que el cierre podía convertirse en lo peor de toda la historia y así es. De cinco escenas finales, tres son charlas que repiten ideas y dos de ellas son, literalmente, una sesión de terapia y un brindis. En ambos casos, un espacio para hablar, hablar y hablar. Lo de la terapia es tan malo que si la película terminaba en cualquier escena anterior, la película hubiera ganado, aun con un final más abierto. Esta comedia dramática sobre una mujer con trastornos mentales y su ex tratando de ayudarla es también el debut en la dirección de Adrián Suar. Su puesta en escena tiene un exceso de primeros planos y gente sentada hablando, no sé si tenía margen para más, pero por ahora no ha mostrado algo que justifique su paso a la dirección de largometrajes.