Ahora la siguen, pero en el agua
Pasaron poco más de siete años desde el estreno de la primera 300, toda una vida en la cronología de una industria rápida de reflejos para referenciar –o chorear– a cuanta fórmula exitosa ande dando vueltas como es Hollywood. Y con ésta lo hizo duro y parejo: desde 2007 pasaron al menos diez o doce películas y un puñado de series (de Inmortales y las dos Furia de titanes a las recientes La leyenda de Hércules o Pompeii, la furia del volcán, pasando por las televisivas Roma y Spartacus) que no dudaron en tomar la geografía artificiosa, la estilización formal, la cámara lenta, la ubicuidad de la testosterona, los bíceps digitalizados y/o la entronización de la cultura del aguante para reconvertirlas en sus propias cartas de presentación. Esto, obvio, sin un ápice de sonroje. La ejecución de una secuela de 300 era, entonces, una fija para cualquier productor más o menos avezado, a no ser por el pequeño detalle histórico de que los persas se comieron crudos a Leónidas y su séquito de espartanos en la Batalla de las Termópilas. Los guionistas –y Frank Miller, autor de la novela gráfica original– sortearon el problema centrándose en las acciones ocurridas en las profundidades del Egeo, aunque pudieron hacer poco ante la tentación de reducir el film a una reiteración de las jugarretas visuales de su predecesora, maximizadas ahora por las bondades del 3D.
Para colmo, aquí tampoco hay una claridad conceptual en los alcances de la historia, seguramente por la certeza de una saga inminente. Dirigido por Noam Murro y coguionado por el realizador de la primera, Zack Znyder, el film dedica sus primeras escenas a explicar los orígenes de Jerjes (Rodrigo Santoro), aquel gigantón dorado encargado de masacrar a los 300 espartanos. Explicación que después importa poco, ya que el eje narrativo recaerá sobre Artemisia (Eva Green), otra de las tantas descastadas sedientas de revancha que pululan en este tipo de films, cuya función aquí será la de liderar la invasión acuática persa a las tierras de los resistentes griegos comandados por Temístocles (Sullivan Stapleton), quien a su vez ve en la acción bélica un elemento potencialmente aglutinante para una comunidad dividida. Lo que vendrá durante una hora y pico es una sucesión de batallas marítimas cada cual más espectacular que la anterior, un bombardeo audiovisual de espadazos, sangre, gritos y frases motivacionales.
Es cierto que 300 no ofrecía nada demasiado distinto de todo lo anterior, pero debe reconocérsele la búsqueda de un estilo propio y personal cuyo alcance, quedó dicho, se ha magnificado con los años. Znyder, además, dosificaba los recursos estilísticos y domaba el gigantismo de su película mediante una técnica tan simple y efectiva como mostrar con claridad quién pelea contra quién. El nacimiento de un imperio, en cambio, juega con esos naipes marcados apostando a la obviedad de sacarle la última gota de jugo a la cámara lenta. Y no mucho más que eso, porque aquí se trata de una seguidilla de imágenes en las que importa menos lo que ocurra dentro de ellas que el lucimiento técnico del dispositivo que las enlaza. En ese sentido, se está ante una secuela vertiginosa, intensa e incluso entretenida, pero que peca al no elegir el camino de la expansión, sino el de la mera replicación.