Los barrabravas helénicos
Con una puesta en escena similar a la anterior entrega, 300: El nacimiento de un imperio (300: Rise of an empire, 2014) cambia los soldados y los caballos por barcos de guerra y ahonda en la historia de Jerjes, el Rey Dios Persa.
La nueva de 300 tiene dos comienzos: uno es en el mismo lugar donde terminó la primera, con los griegos contratacando al ejército persa, luego de la batalla de Termópilas, y la dilatada derrotada del ejército de Leónidas. El otro comienzo se remonta a la primera guerra entre persas y griegos, cuando Jerjes pasa de ser un simple humano a ser el dios con piercings y voz gruesa que ya conocemos. Como responsable de esta metamorfosis, aparece Artemisia (Eva Green), una guerrera que también será una de las artífices de la invasión persa a Grecia.
El guión, escrito por Zack Snyder, que se alejó de la dirección pero no de la producción del proyecto, mantiene una estructura bastante similar a la primera película: discursos y declamaciones heroicas entretejidos con secuencias vertiginosas de lucha. A nivel enunciativo, digamos, la insistencia que hacían los guerreros griegos con la defensa de la democracia y la libertad en la primera, reaparece en esta segunda parte, y con creces. No pasan más de siete minutos sin que alguno de los griegos se ponga a machacar con ese tema. Sin embargo, así y todo, la película consigue mantener un ritmo sostenido, no se empantana en ningún momento.
Y la razón de esto son las luchas. Por tierra, por agua y hasta por el aire, los griegos se mueven como si fueran un ejército de Batman helénico, gritan como barrabravas y sus abdominales hacen que Cristián Sancho parezca un participante de Cuestión de Peso. El trabajo de producción que aparece en las secuencias de guerra, magnificado por el 3D, es hipnotizante. Combina la potencia de las luchas de Gladiador (1995) y el vértigo pop del cómic.
Pero, como sucede con frecuencia, la mayor fortaleza es también el punto débil de la película: las imágenes de la guerra son tan desmesuradas que caen en la incredulidad, y de ahí a la auto parodia involuntaria hay un pasito. Es sabido: una película de acción sólo puede funcionar en la medida en que sepa manejar el humor. Y a veces, el guión de Snyder no puede manejar. O, al menos, no lo hace con inteligencia.
Hay una escena que ilustra perfectamente este punto: en medio de la batalla naval final, Temístocles (Sullivan Stapleton) se sube a un caballo y empieza a galopar por encima de los barcos, saltando de uno a otro, atravesando incendios y soldados enemigos. La secuencia, en lugar de transmitir vértigo y sumergirnos en la aventura, resulta desconcertante, demasiado forzada. Recuerda, en cualquier caso, a Toretto y O’Conner surfeando una ola con su auto en Rápidos y Furiosos 5: Sin control (Fast Five, 2011), en plena fiebre automovilística. Nada más lejos que la épica griega.