El regreso de los robots Para aquellos que lo extrañaban, los robots del espacio vuelven por más. Michael Bay regresa con casi tres horas de explosiones, robots montando dinosaurios robots y huecos inentendibles en el guión. Aunque el mismo Michael Bay había dicho que Transformers: El lado oscuro de la luna (Transformers: Dark of the Moon, 2011) iba a ser su última película al frente de la franquicia Transformers, tres años después, un grupo de productores convincentes o una propuesta demasiado jugosa (en total, las tres películas ya recaudaron más de un billón de dólares en todo el mundo) hicieron que Bay se quedara en la silla del director. ¿Y qué hay de nuevo en esta nueva entrega? La primera es la proyección: Transformers: La era de la extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014) es la primera de una nueva trilogía. Por otro lado, la incorporación Mark Wahlberg como protagonista, que ayuda a levantar un poco las escenas en las que no hay robots gigantes peleando. En las anteriores entregas, Shia LaBeouf no se decidía a abandonar el papel de estudiante secundario/universitario y asumirse como el macho motorizado que los robots del espacio requieren. En ese sentido, Wahlberg no decepciona: encarna a un mecánico venido a menos. Sin embargo, la película no permite que despliegue del todo su versatilidad actoral. Transformers: La era de la extinción se sitúa cinco años después de la última película, cuando los Decepticons se habían apoderado de Chicago, provocando una batalla que ocupó una buena parte de la película. Desde entonces, los humanos han comenzado a cazar a las máquinas extraterrestres, sean Autobots o Decepticons. En eso, Cade Yaeger (Mark Wahlberg), un mecánico/inventor venido a menos y muy endeudado, encuentra a Optimus Prime, el líder de los Autobots. A partir de esto, el gobierno estadounidense va a empezar a perseguirlo, a él y a su hija Tessa (Nicola Peltz). Hay algunos elementos que le restan seriedad a la película: cuestiones del guión que quedan abiertas, personajes (tanto humanos como robots) que no se explican para qué están, excesivas explosiones en las que no se entiende qué es lo que está pasando. Sin embargo, la peor de todas es la duración de la película. Dos horas y cuarenta y seis minutos, de las que, por lo menos, un tercio sobran. Lo malo, si es largo, dos veces malo. Como en el resto de sus películas, Michael Bay parece ansioso por querer hacer explotar todo. Como si la introducción de los personajes, el conflicto y la película misma fuera una excusa para filmar explosiones y robots cada vez más grandes. Una estética del desastre y la explosión. Sin embargo, hay dos cosas que levantan la propuesta. La primera es el villano: Galvatron, construido con los restos de los Decepticons muertos. Se perfila como el malvado de la saga que viene. La segunda, más simpática, es la inclusión de dinosaurios robots. Toda esa antropología con la que la franquicia coqueteó en todas sus películas, aquí aparece potenciada. Aunque no se explique bien de dónde salieron, los robots ahora montan dinosaurios robots. Impecable.
Paul is dead Equipo que gana no se toca: en la adaptación de su película Distrito 13 (Banlieue 13, 2004) al público estadounidense, Luc Besson elige dejar todo más o menos como en la original. Realismo con toques sci fi, hip hop, una Detroit distópica y la última actuación de Paul Walker hacen de Brick Mansions (2014) una película menor, pero funcional. Aunque toda la publicidad alrededor de la película diga lo contrario, la verdadera estrella de Brick Mansions no es Paul Walker. El actor, fallecido hace algunos meses, es protagonista y todo, pero queda en segundo plano frente a lo que parece ser el verdadero motivo de la película: el parkour. Los héroes del film se enfrentan a los enemigos, gangstas musculosos armados hasta los dientes, corriendo y saltando a través de escaleras, paredes, ventanas. Paul Walker es Damien Collier, un súper detective obsesionado con la muerte de su padre, también policía, asesinado por Tremaine, un capo mafia. Hasta ahora, todo normal. Sin embargo, falta un detalle. Tremaine gobierna en Brick Mansions, una zona de mansiones donde antes vivían los millonarios, y ahora pertenece a los criminales. Incapaz de controlarla, la policía construyó un muro que divide a esta zona del resto de Detroit. Por supuesto, la misión que se le encarga a Collier es meterse a Brick Mansions y matar a su “presidente”. Para esto va a contar con la ayuda de Lino, un luchador de parkour que también odia a Tremaine, pero por otras razones. La película de Camille Delamarre es un calco de la original, de Luc Besson, que aquí aparece como productor y guionista. El personaje de Lino también está en la original, con el mismo nombre y todo, y está encarnado por el mismo actor, David Belle, uno de los creadores del parkour. Aunque algunas cosas cambien (la acción pasa de Francia a Estados Unidos, más exactamente en Detroit, un lugar mucho más proclive para situar una distopía con tintes cyber punk), todo recuerda a ese realismo de comic que caracteriza al cine de Besson. Por ejemplo, uno de los villanos es una mina que fuma y está toda la película en corpiño, y otro es un gigante que sólo pronuncia sonidos guturales. O aparece un viejo cohete soviético ¡en medio de Detroit! Los enemigos se presentan con la lógica de un videojuego: de menor a mayor. A medida que van desfilando se van haciendo más grandotes, más armados, más temibles. Y la pareja de héroes los vence uno a uno a puro salto mortal, a pura patada voladora, a puro diálogo poco creíble. Esta progresión es una de las virtudes de la película, que por momentos adquiere ese vértigo narrativo tan propio de las (buenas) películas de acción de este siglo. Vértigo pop, cochazos yendo a las chapas, mucho tiro, un final políticamente correcto: si la pensamos como “la última película protagonizada íntegramente por Paul Walker”, es una fábula anabólica y amable, casi un homenaje en vida para el actor de Rápido y furioso (Fast & Furious, 2001). Una despedida cariñosa. Pero no nos confundamos: esa es una variable que va por fuera de la película. Si la juzgamos por lo que verdaderamente es, Brick Mansions resulta una película menor, que se limita a encadenar lugares comunes de las películas de acción, uno atrás de otro. Por supuesto, la gente que hizo la peli lo sabe: toda la publicidad se basa en la muerte de Walker.
Recursos inhumanos La ópera prima de Stuart Hazeldine ubica la tensión y el suspenso en un contexto que resulta bastante conveniente para ello: una entrevista de trabajo. El mundo de la distribución y exhibición cinematográfica es azaroso e imprevisible. Muchas veces el capricho de los distribuidores hace que algunas películas no lleguen a estrenarse en nuestras salas y queden flotando en un limbo que no merecen. El caso de El examen (Exam, 2009) es un poco así: estrenada originalmente en 2009 en el festival de Edimburgo, esta película inglesa desembarcó en la mayoría de los países directamente en DVD. Sorprendentemente, cinco años después de su estreno original, llega a nuestras salas. La ópera prima de Stuart Hazeldine toma la forma de película acertijo, a la manera de El juego del miedo (Saw), pero traslada la acción a un contexto que resulta quizás aún más escalofriante que los jueguitos de James Wan: una entrevista de trabajo. Un grupo de ocho hombres y mujeres llegan a la prueba final de un proceso de selección para encontrar un nuevo empleado. Por lo que se ve en los primeros minutos de la película, las pruebas fueron bastante más retorcidas que lo común: todos ellos tienen alguna marca, moretón o herida producto del examen. Para la prueba final, la empresa encierra a los ocho en una habitación cuadrada- símil prisión de alta seguridad-, les da 80 minutos para contestar una pregunta y tres reglas: el que solicite salir de la habitación, quedará eliminado; quién se dirija al examinador, quedará eliminado; quién estropee accidental o voluntariamente su papel, quedará eliminado. Lo verdaderamente complicado empieza cuando ven que en la hoja que les dieron no hay ni rastro de una pregunta. Nada. Uno de ellos se da cuenta de que el desafío está en que colaboren entre todos para encontrar una respuesta. Y ahí comienza el verdadero examen. Con el pulso de un thriller, algo entorpecido por los diálogos, no siempre creíbles, Hazeldine va haciendo caer de a uno a los participantes con la perversión de un jefe de recursos humanos. Hasta ahí, todo va bien. Hasta que una revelación sobre la empresa contratadora traslada el asunto hacia el forzado terreno de la ciencia ficción. ¿Decisión artística o agotamiento de la variable realista en el guión? El ánimo de denuncia sobre la deshumanización empresaria, que se anuncia desde el vamos, sale perdiendo. Sin embargo, El examen no termina siendo una mala película. Entre la ultraviolencia de El juego del miedo o Hostel y la tensión de El método, de Marcelo Piñeyro, Hazeldine construye una pieza correcta, que no olvida nunca la regla más importante del thriller: pase lo que pase, nunca bajar la guardia ni perder la tensión.
Salven a los loros De Río al Amazonas: en la nueva entrega de la aventura infantil/turística, Carlos Saldanha traslada la acción a la selva, le sube el volumen a la samba y refuerza el mensaje ecologista. Como la inmensa mayoría de las películas infantiles de esta década, Río tiene su secuela. La historia de amor entre Blue, un pájaro de Minnesota y Jewel, de Brasil, que se corona en el final de la primera parte, dió como resultado tres hijos, que perpetúan la especie al borde de la extinción. Sin embargo, las diferencias entre ambos se mantienen: mientras Jewel desayuna nueces, Blue come hotcakes. Blue es un pájaro yanqui, aburguesado. Sus hijos también: miran tele, escuchan música en iPod, actividades más bien excéntricas para ser pájaros. En eso, en la televisión aparecen Linda y Tulio, los ornitólogos que cuidaron de la pareja de pájaros en la primera parte, con una noticia: parece que en el Amazonas hay más guacamayos azules, por lo que ellos dejarían de ser los últimos de la especie. Ansiosa por la noticia, Jewel agarra a su familia y se los lleva al Amazonas, a ayudar a los científicos (notablemente parecidos a la pareja que protagoniza las publicidades del banco) a salvar a su especie. Por supuesto, en la aventura los acompañarán Nico y Pedro, pareja de pájaros artistas que van al Amazonas a buscar nuevos talentos para el carnaval. Al igual que la primera parte, la apuesta fuerte de Rio 2 (2014) son los musicales: samba, hip hop, y hasta ópera se mezclan con referencias que van de Flashdance a Miley Cyrus, en medio de un remolino de colores y vértigo tridimensional. Sin embargo, por momentos parece que Carlos Saldanha abusa del recurso, y no hay sensación más opresiva para el espectador que tener que hacerle frente a una canción cuando la última pasó hace menos de tres minutos. Al llegar al Amazonas, el grupo se encontrará con una sorpresa: los guacamayos azules son muchos más de los que esperaban, y entre ellos está Eduardo, el padre de Jewel. A partir de allí, la trama se divide en dos: por un lado aparece el drama familiar símil La familia de mi novia debido a la imposibilidad de Blue- pájaro de costumbres, digamos, urbanas – para encajar con la tribu. Por otro, el drama ecológico, con los malos talando árboles. Aunque no esté a la altura de su antecesora, Rio 2 despliega una interesante cantidad de recursos de animación que, sumados a la música, hacen que uno quiera pararse de la silla y empezar a bailar samba. Esperemos que Carlos Saldanha no repita lo que hizo con la saga de La era de hielo 2 (cuatro películas, y una quinta anunciada para dentro de unos años) y deje descansar en paz a sus personajes cariocas. Porque hoy en día, la extinción no es la desaparición de las pantallas, sino la sobreexposición. Pregúntenle a Shrek si no me creen.
¿Cámara testigo? Como si con la dilatada saga de Actividad Paranormal (Paranormal Activity) no alcanzara, Heredero del Diablo (Devil's Due, 2014) viene a terminar de embarrar el género found footage con un guión que no consigue justificar el uso de las cámara en primera persona. Si construyésemos una genealogía del género del terror, encontraríamos una variable que se repite desde sus inicios: el intento de generar verosimilitud. Desde la primera literatura de terror (Stevenson, Lovecraft) existen ejemplos de relatos en los que la procedencia del texto era desconocida. Manuscritos encontrados en botellas, hojas sueltas caídas desde el cielo, cualquier excusa era buena para que el cuento deje de ser ficción y pase al más inquietante terreno del testimonio verídico. Por supuesto, el cine no tardó en aprender la lección. En la década del 80, con Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, 1979), se inventó un género que tiene nombre propio: found footage, basado, por supuesto, en el desconocimiento del origen de lo que estamos viendo. ¿Por qué toda una explicación de género para hablar de una sola película, que encima tiene puntaje bajo? Se preguntará el lector, al borde de la indignación. Para señalar el mayor defecto de Heredero del Diablo: la imposibilidad de justificar la presencia de las cámaras. A lo largo de la película, el guión cae en el peor error que puede cometer un largometraje que cultiva el found footage: no puede disimular que las cámaras testigo se deben más a una cuestión de presupuesto que a una decisión artística. La historia es sencilla: Samantha y Zach se casan y se van de luna de miel a Santo Domingo. En la última noche del viaje, se pierden y terminan en una fiesta local, de la que no recordarán nada al día siguiente. Sin embargo, unas tomas furtivas con velas y cánticos paganos entre la fiesta y la resaca posterior (por supuesto, filmadas con la misma cámara, de manera fortuita) darán entender al espectador que algo pasó. Y ese algo se confirma cinco minutos después: pese al uso de anticonceptivos, Samantha queda embarazada. Zach llevará el uso de la cámara hasta las últimas consecuencias: en el supermercado, en el hospital, y hasta cenando asistimos a la acción a través de sus grabaciones. Y no sólo eso. Promediando la película, vemos que unos tipos se meten en la casa de Samantha y Zach. ¿Para qué? Nada menos que para instalar cámaras. El parche en el guión es notable. Con actuaciones bastante pobres (Allison Miller, actriz que encarna a Samantha, no consigue transmitir el drama de la embarazada con verosimilitud; y el personaje de Zach es demasiado pollerudo como para generar empatía o cualquier otra cosa), y efectos especiales que tampoco logran cumplir con las expectativas generadas, Heredero del Diablo se postula, de manera prematura, como una de las peores películas de terror del año.
Los barrabravas helénicos Con una puesta en escena similar a la anterior entrega, 300: El nacimiento de un imperio (300: Rise of an empire, 2014) cambia los soldados y los caballos por barcos de guerra y ahonda en la historia de Jerjes, el Rey Dios Persa. La nueva de 300 tiene dos comienzos: uno es en el mismo lugar donde terminó la primera, con los griegos contratacando al ejército persa, luego de la batalla de Termópilas, y la dilatada derrotada del ejército de Leónidas. El otro comienzo se remonta a la primera guerra entre persas y griegos, cuando Jerjes pasa de ser un simple humano a ser el dios con piercings y voz gruesa que ya conocemos. Como responsable de esta metamorfosis, aparece Artemisia (Eva Green), una guerrera que también será una de las artífices de la invasión persa a Grecia. El guión, escrito por Zack Snyder, que se alejó de la dirección pero no de la producción del proyecto, mantiene una estructura bastante similar a la primera película: discursos y declamaciones heroicas entretejidos con secuencias vertiginosas de lucha. A nivel enunciativo, digamos, la insistencia que hacían los guerreros griegos con la defensa de la democracia y la libertad en la primera, reaparece en esta segunda parte, y con creces. No pasan más de siete minutos sin que alguno de los griegos se ponga a machacar con ese tema. Sin embargo, así y todo, la película consigue mantener un ritmo sostenido, no se empantana en ningún momento. Y la razón de esto son las luchas. Por tierra, por agua y hasta por el aire, los griegos se mueven como si fueran un ejército de Batman helénico, gritan como barrabravas y sus abdominales hacen que Cristián Sancho parezca un participante de Cuestión de Peso. El trabajo de producción que aparece en las secuencias de guerra, magnificado por el 3D, es hipnotizante. Combina la potencia de las luchas de Gladiador (1995) y el vértigo pop del cómic. Pero, como sucede con frecuencia, la mayor fortaleza es también el punto débil de la película: las imágenes de la guerra son tan desmesuradas que caen en la incredulidad, y de ahí a la auto parodia involuntaria hay un pasito. Es sabido: una película de acción sólo puede funcionar en la medida en que sepa manejar el humor. Y a veces, el guión de Snyder no puede manejar. O, al menos, no lo hace con inteligencia. Hay una escena que ilustra perfectamente este punto: en medio de la batalla naval final, Temístocles (Sullivan Stapleton) se sube a un caballo y empieza a galopar por encima de los barcos, saltando de uno a otro, atravesando incendios y soldados enemigos. La secuencia, en lugar de transmitir vértigo y sumergirnos en la aventura, resulta desconcertante, demasiado forzada. Recuerda, en cualquier caso, a Toretto y O’Conner surfeando una ola con su auto en Rápidos y Furiosos 5: Sin control (Fast Five, 2011), en plena fiebre automovilística. Nada más lejos que la épica griega.
Un viaje de aprendizaje A priori, la idea de una remake de Mr Peabody sonaba, por lo menos, dudosa. El hecho de reflotar un dibujito de los 50’s, prácticamente desconocido hoy en día y que encima tenía pretensiones educativas, era un proyecto arriesgado. Sin embargo, mediante un guión vertiginoso y una animación contundente, Rob Minkoff (el director de El rey león) logró dotar de vida a este par de personajes que, de otra manera, hubieran quedado sepultados en el limbo de la televisión antigua. Mr. Peabody es un perro super inteligente. Es un científico premiado con un premio Nobel, consejero de jefes de Estado, quiropráctico con licencia y virtuoso guitarrista de flamenco. No obstante, como él mismo explica al público al comienzo de la película, su mayor desafío es ser padre. Junto a Sherman, su hijo, recorre la historia con WABAC, su máquina del tiempo. Hasta ahí, todo viene bien. Los problemas aparecerán cuando Sherman tenga problemas en el colegio, y esos problemas lleven a las autoridades a plantearse si él puede, como perro, criar un hijo humano. Entre viajes a distintos momentos históricos (el antiguo Egipto, el Renacimiento, la guerra de Troya) la nueva película de Dreamworks indaga una problemática que la serie original, por impericia o por irrelevancia, elegía no mostrar: la relación padre – hijo de Peabody y Sherman. Con un elenco que incluye a Leonardo Da Vinci, Agamenón y una aparición brillante de Bill Clinton, Las aventuras de Peabody y Sherman (Mr. Peabody & Sherman, 2014) despliega un humor versátil, que funciona tanto para los chicos como para los grandes, y, como los mejores profesores, educa entre chiste y chiste.
Harder, better, faster stronger Con una inteligencia poco frecuente en las superproducciones de esta magnitud, José Padilha (Tropa de Élite, 2007) revive al policía robot y lo sumerge en la coyuntura política actual. En medio de la ola de superproducciones y remakes que viene asolando a la industria cinematográfica estadounidense, no era difícil imaginar lo probable que era la aparición de una nueva versión del policía robot. Pero si además de esto pensamos en la discusión actual sobre el uso de drones, o en el fenómeno retro (¿Hay algo más ochentoso que Robocop limpiando las calles de Detroit mientras suenan los sintetizadores?) esta nueva versión de Robocop (1987) se hace directamente inevitable. La versión de Padilha es política desde el minuto cero: empieza con Pat Novak (Samuel L. Jackson desbocado) un conductor televisivo derechoso, mostrando las bondades de la utilización de robots en la cruzada militar yanqui en Teherán. “¿Por qué se nos impide utilizar esto en Estados Unidos?”, se pregunta, indignado. De un lado están él y la empresa de robots OmniCorp intentando que el uso de robots se apruebe para la seguridad interna. Pero del otro lado, el Congreso estadounidense se niega a dar el brazo a torcer. Raymond Sellars (Michael Keaton), el CEO de la compañía, entiende que para que el pueblo americano adopte a sus criaturas debe humanizarlas, lograr que trasciendan su condición de máquinas. La respuesta llegará de la mano de Alex Murphy (Joel Kinnaman), o más bien de lo que quede de él luego de que unos mafiosos hagan explotar su auto: su caso es perfecto para fusionarlo con la máquina, es la persona ideal para convertirse en el Frankenstein de garita que el pueblo americano tanto ansía. A diferencia de Verhoeven, director de la original, Padilha elige mostrar la metamorfosis de Murphy. Lo vemos intentar escapar de los cuarteles de OmniCorp en China, lo vemos en una charla vía Skype con su esposa, y, en una escena que es a la vez delirante y emocionante, lo vemos sin sus partes robóticas, sólo pulmón y cabeza. El Robocop (2014) de Padilha es más humano por dos razones: la primera es por la dimensión familiar de Murphy, que la original apenas retrataba. Murphy se emociona, sufre, va de la máquina fría al héroe sacrificado, cosa que en la original no sucedía. La segunda razón es la dimensión biológica que Padilha muestra: antidepresivos, nutrientes, dopamina, la farmacología aparece como el puente que une al hombre y la máquina. “No es un hombre que se cree máquina, sino que es una máquina que se cree que es un hombre”, afirma, eufórico, Sellars. A fuerza de inteligencia, autoconciencia y rudeza, Padilha transforma lo que podría haber sido un fracaso burdo en el Blockbuster sci fi del año. Su Robocop habla del poder de los medios sobre la opinión pública, de la auto determinación, de la política exterior estadounidense. Sin embargo, ¿era necesario el cambio del outfit?
Terror y enchilada En su variante latina, la nueva entrega de Actividad Paranormal se corre de las películas anteriores e incluye brujería, rituales vudú, mexicanos tomando tequila y gangsters armados. En lenguaje empresarial, la franquicia es la concesión de derechos de explotación de un producto, actividad o nombre comercial. Este término puede servir perfectamente para hablar de la saga Actividad Paranormal. Luego de que la primera película funcionara (salió quince mil dólares y produjo 193 millones) Paramount se dedicó a explotar el producto de manera exhaustiva. Desde entonces, las entregas de la saga son ejercicios de (otra vez lenguaje empresarial) return on investment: poner cada vez menos guita y hacer cada vez más. Actividad paranormal: Los marcados (The Marked Ones, 2013) se ubica entre Actividad Paranormal 4, que salió en 2012, y la 5, que está anunciada para octubre del 2014. Anunciada como un spin off, agrega a la serie un detalle de color: todos los personajes principales son latinos residentes en Estados Unidos. Esto puede leerse tanto como un intento de captar a un público creciente dentro del mercado como la explotación de un imaginario colectivo que relaciona a los latinos con los gitanos, y eventualmente con la brujería. En todo caso, el retrato que se hace de Jesse, el personaje principal, y su familia y amigos es vistosamente estereotipada. Una de las características de la serie Actividad Paranormal es buscar la excusa para la presencia de la cámara. Si en la primera el matrimonio instalaba la cámara en el dormitorio por la sospecha de que los acechaban fantasmas, o en la segunda las cámaras de seguridad se instalaban por un robo sufrido por la familia protagonista, en Actividad paranormal: Los marcados la razón es más inocente, más sutil: Jesse se acaba de graduar y recibe una GoPro de regalo. Sin embargo, los videos al estilo Jackass que él y su amigo Arturo filman empiezan a teñirse de oscuridad cuando la mujer que vive debajo de su departamento (todos los latinos viven en una vecindad, como en El Chavo) es misteriosamente asesinada. Predecible en sus intenciones y errónea en sus intentos de asustar, lo más interesante en Actividad paranormal: Los marcados es lo pintoresco del retrato que hace de la comunidad latina. Con una señora que hace acordar al personaje de Consuela de Family Guy (la abuela de Jesse) y un inevitable referencia a Roberto Gómez Bolaños (el perro de Jesse, que se llama Chavo) el terror se diluye en lo caricaturesco de los personajes.
Metafísica de un videojuego Mezcla de RPG, fábula kafkiana y ciencia ficción tradicional, El ciclo infinito (Cycle, 2013) retoma la idea de Tron (1982), pero le agrega reflexión y enigma. Como en un videojuego de rol, Jack, el protagonista de El ciclo infinito, está atravesado por el enigma, por la falta de información: acaba de despertar en la terraza de un edificio desconocido y no sabe qué es lo que sucede a su alrededor. Para su bien, aparecen unos informantes: un hombre con una máscara y un viejo misterioso. Sin embargo, no parecen ayudarlo mucho, le hablan de una Niebla, de una Cueva, nada demasiado concreto. Como aclara el sitio web de la película, y el mismo Zoltan Sostai en todas las entrevistas, esta es una película para los que estén “más interesados en las preguntas que en las respuestas”. Al igual que los datos, los paisajes que atraviesa Jack son desconcertantes: una avenida interminable, una estación lunar, un campo con casas bajas, incluso una fiesta. Por suerte, a medida que la película avanza, las informaciones, los contextos, se van haciendo un poco más concretos. Entendemos que estamos en el fin del mundo, o al menos, de un mundo. Entendemos que la culpa la tiene una niebla, que devora todo lo que toca. Entendemos, sobre todo, que la trama de El ciclo infinito se maneja en varios niveles, y que cada uno de ellos transcurre en un paisaje diferente Heredera de la ciencia ficción filosófica, El ciclo infinito mira tanto a Stanley Kubrick como a Andrei Tarkovski; a Matrix (1999) pero también a Béla Tarr. Los diálogos, en todos los casos fragmentarios, erráticos, funcionan menos para hacer avanzar a la trama que como reflexiones generales. Como Despertando a la vida (Waking life, 2001), la animación es una excusa para poner en escena los textos reflexivos. Pero si en la película de Richard Linklater la reflexión apuntaba a la vida cotidiana, en El ciclo infinito los textos abordan la matemática, la virtualidad, la informática: entre los diálogos de los personajes encontramos ideas de Kurt Gödel y de Alan Turing, dos matemáticos considerados padres de la ciencia de la computación. La animación es atractiva, correcta. Sin embargo, por momentos pierde la verosimilitud, por ejemplo al momento de retratar a Jack, notablemente parecido a Quan Chi, personaje de Mortal Kombat. Los momentos en que el director apuesta al realismo (que incluyen, por ejemplo, la simulación de la cámara en mano siguiendo a los personajes, con sus movimientos bruscos) son mucho menos eficaces comparados con las escenas en las que construye su propio universo, en los que crea una atmósfera propia, alejada de la necesidad del realismo. Otro acierto es la música: además de los sonidos ambientales, la banda sonora incluye canciones de Jean-Michelle Jarre y Tangerine Dream. Con algunas fallas técnicas mínimas, El ciclo infinito hace del texto y de la reflexión sus puntos fuertes. Si Solaris (1972) fue, alguna vez, la respuesta soviética para 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1969), El ciclo infinito puede verse como la respuesta de Europa del Este a Tron.