Cálido y melancólico registro de una vida
Ricardo Piglia y Andrés Di Tella se conocen desde hace años y han coincidido en la Universidad de Princeton, uno como profesor emérito, otro como director del festival de cine documental. Un día el primero se plantea repasar y quizás editar sus diarios íntimos. O tal vez quemarlos. El otro se pregunta entonces cómo filmar a manera de un diario cinematográfico la lectura de esos diarios. Y los vaivenes que esa lectura provoca en la memoria.
Se trata de 327 cuadernos de igual tamaño prolijamente conservados en 40 cajas de cartón, escritos a lo largo de medio siglo. Cuando los empezó, el escritor era apenas adolescente, y la Historia Nacional habia entrado en su historia personal, con la Plaza llena de contreras agitando pañuelos blancos, y su padre encarcelado por peronista. Ahora, como en cualquier evocación, unas cosas resurgen con todo detalle, otras se borronean, se entremezclan, se confunden. Y pasa inesperado a primer plano "lo que no estaba escrito. Hechos mínimos que misteriosamente habían sobrevivido a la noche del olvido".
A veces el autor siente que algunas páginas fueron escritas por otra persona. Casualmente, tiempo atrás él decidió contar a través de un personaje ciertos episodios suyos, o de gente conocida suya. Así nació una versión ficcionada de sus recuerdos: "Los diarios de Emilio Renzi". ¿Y si acaso esas ficciones fueran más ciertas que el registro anotado en alguno de esos diarios? Nunca lo sabremos. Quizás a veces ni siquiera lo sepa el propio novelista. La memoria y la desmemoria suelen jugarnos esas trampas.
Ahora, ¿cómo representar eso en la pantalla? Lo que sigue es un registro recatadamente cálido, melancólico y bastante suelto del hombre al que vemos repasando su vida, y de las imágenes que pueden ilustrar, no estrictamente ese repaso, sino las asociaciones que acompañan al hombre, o a quien lo sigue, tal como nos ocurre muchas veces ante cualquier reflexión o cualquier historia que escuchamos.
Hay asociaciones de un preciso sentido metafórico, y otras extrañamente libres, y hasta contradictorias. El agua que fluye por conductos subterráneos, la bruma en el camino, perros paracaidistas en la Antártida, una doma en blanco y negro, tomas familiares de una chiquilina parada de pie sobre un caballo, que casi nos distraen de lo que está contando el narrador acerca de otra chiquilina también con ganas de lucirse, el noticiero donde Roberto Guevara dice que las fotos del muerto en La Higuera no le aseguran que ése sea su hermano, porque él recuerda de otro modo su rostro y sus orejas. O el cuento, si es del todo cuento, de una guerrillera cuyo nombre nunca sabremos con certeza, asociado al registro noticioso del destacamento policial de Ingeniero Maschwitz, minutos antes copado por dos hombres y una mujer que tampoco fueron reconocidos.
Atractivas como siempre las imágenes que Enrique Amorin tomaba de sus colegas escritores allá por los años 30, dulcemente tristes las últimas imagenes de Gerardo Gandini, que se fue antes de lo previsto, ¿qué quedará de todo eso en la propia memoria del espectador? Buena exposición que hace pensar sobre balances y memorias, vale la pena.