El mundo de la materia
Resulta que la mejor película en lo que va del año data de cuatro años atrás. Peor para el 2012: en realidad, la notable paradoja de esta maravilla que le debemos a Claire Denis constituye no solo un repetido indicio de los avatares impredecibles de la distribución cinematográfica sino también, en cierto modo, del estado general del cine que nos toca en suerte por estos días. Película tras película, Denis parece empeñada en restituir como si se tratara de un sistema de huellas toda una desvanecida dimensión política que el cine deja normalmente de lado, por acción u omisión, con una insistencia digna de esfuerzos mejor orientados. Esa obcecada vocación política que habita en sus películas es la del cine pero también la del mundo, nada menos que la clase de materia espinosa y difícil de asir a la que el arte mayormente aparenta haber renunciado con una mezcla de tosca altivez y de un escepticismo disfrazado de resignación. Denis se muestra abocada a reconstruir la relación entre los personajes y su entorno con una inspiración que le pertenece solo a sí misma.
Si en las películas que más nos gustan a menudo tenemos que preguntarnos qué es lo que está pasando delante de nuestras narices, qué estamos viendo realmente en ese rectángulo de luz y sombra que tiembla y nos interroga a su vez, estableciendo casi sin que nos demos cuenta una intimidad no exenta de malicia, la violenta y al mismo tiempo exquisita materialidad de los planos creados por Denis se nos impone con una convicción que parece forjada directamente en el cuerpo de los personajes. Las escenas de la directora suelen estar atravesadas por la energía básica y primordial que circula alrededor y a partir de los cuerpos en movimiento (el solitario baile desquiciado del actor Denis Lavant en el final de Bella tarea irradia una fuerza misteriosa, sutilmente cómica y conmovedora que parece reacomodar las piezas de la película de un modo sorprendente). El deseo amoroso o erótico guía las acciones, restringe un movimiento o lanza los cuerpos en un frenesí que puede culminar en la insatisfacción o la muerte pero al que la moral no vigila ni controla del todo (Vincent Gallo negándose a tocar a su joven esposa y embarcándose enseguida en un encuentro sexual sangriento con la camarera del hotel en Trouble Every Day).
Las escenas de Denis son pródigas en abruptos cambios de clima y de tono, como herencia del cine moderno de la que ella es fértil continuadora por otros medios, pero el ritmo emocional del conjunto se mantiene siempre con una armonía y una fluidez musical arrolladoras. Es difícil saber si los planos se acomodan a la música o al revés, casi siempre de la mano invisible del grupo de rock Tindersticks que acompaña las imágenes como una sombra. Incluso en medio de las tramas más oscuras y en apariencia desencantadas es posible encontrar el resto de un verdadero optimismo en el cine de la directora, una cosa de verdad muy rara de ver, probablemente generado por la belleza visual poco usual de los planos, la entusiasta calidez con la que se dedica a construir cada escena y el espléndido sentido del tempo con el que están ensambladas. El evidente sentimiento de lo trágico en sus películas no escapa a la condición material y palpable del mundo: así como se diseña un encuadre, se lo llena quizá de luz y se lo exprime hasta que despida una emoción reconocible, humana incluso en su carácter terrible, la naturaleza de aquello que rodea a los personajes, los moldea y con frecuencia los oprime, no es una mera fantasmagoría sino que también tiene su origen rastreable y su razón de ser.
35 rhums se declara como un homenaje a Ozu, pero su aliento excede largamente la unción o el entusiasmo celebratorio del caso. Para describir un universo cambiante y dar cuenta del modo en que se ven afectados quienes lo integran, Denis tiene su propio sistema cargado de sensualidad y nerviosismo, un recorrido extrañamente cercano cuya esencial ferocidad se ve primorosamente atenuada por sucesivas dosis de afecto y empatía. Sus personajes son negros de clase obrera en Francia, personas con capacitación laboral que aspiran todavía a una ciudadanía plena que aparenta haberse vuelto la cifra secreta de una ilusión perdida y una derrota anunciada en sordina. 35 rhums no hace realismo social, sin embargo. Denis observa a través de las hendijas de un orden injusto y descubre las corrientes de vitalidad desplegadas por los hombres y mujeres de su película en medio del descalabro social. Como pocas veces en su cine, la hostilidad de la vida es amortiguada por la cadencia incesante de los flujos de emoción mediante los que se relacionan los personajes: hay todo un programa de política microscópica en 35 rhums consistente en afirmar la vida mientras se toma nota dramáticamente de su estado de precariedad. Los lazos afectivos no ofrecen un refugio invulnerable pero alcanzan para iluminar un trance de tiempo presente –el tiempo preferido del cine– que resulta ser el más apto para el orgullo silencioso y la resistencia.
Además de los planos de trenes que engalanan varios momentos de la película (el guiño directo a Ozu), la habitual belleza y el virtuosismo formal de Denis tienen particular lucimiento en las escenas de conjunto: la directora es capaz de volver pertinente cualquier detalle –un gesto imperceptible de la mano, el movimiento brevísimo de un labio o un parpadeo que se demora apenas un segundo más de lo corriente– para convertirlo en contraseña de un estado de ánimo y sumarlo con lucidez a una visión integral que permita apreciar, como una placa de rayos x, el mapa mental y anímico de los protagonistas. Pero como en 35 rhums también hay personajes blancos, el breve escándalo de la cruza y la aleación ofrece un alerta permanente que recorre parte de la filmografía de Denis, formulando preguntas sin cesar sobre la inserción de los individuos en las sociedades post-coloniales –cuestión capital en White Material– pero, también (y sobre todo), acerca de esos mismos individuos en relación con el otro. Es que hay un borde extraño, indescifrable, a partir del cual el cine de la directora aparenta desentenderse de su intención de discernimiento y exploración a nivel global para volverse inquietantemente íntimo y personal: en el fondo, la película luce menos como una oda a los grupos cohesionados por el afecto común, levantados a modo de protección contra los embates de un ambiente externo cargado de hostilidad, que como una indagación provisoria y no concluyente acerca de la frontera tras la cual dejo de ser yo y aparece mi semejante.