Dulzura melancólica
La sutil realizadora Claire Denis entrega con 35 Rhums (2008) un relato sobre el paso del tiempo, la soledad, los amores relegados y la amistad. Temas que fusiona con la interioridad de los personajes protagónicos, a los que filma con su conocida maestría.
Si debiéramos resumir los núcleos narrativos de 35 Rhums (¿para qué?), nos alcanzaría con un párrafo. Más que desarrollar una trama, el cine de Claire Denis habita mundos, a los que en varios momentos enviste con una atmósfera de suspenso. Basta con recordar los planos secuencias que seguían a un ominoso Vincent Gallo en Trouble Every Day (2001), o la sensorialidad que transmitía el interior del auto de Vendredi soir (2002), para rememorar instantes cargados de enigma. Las criaturas melancólicas que tan bien delinea la realizadora portan una especie de “sentido en sí”, generan empatía a partir de su deambular, sus miradas, sus deseos. La historia se revela como una recolectora de esas individualidades, a las que la directora de fotografía Agnès Godard (habitual colaboradora de Denis) le aporta toda su inspiración.
Lionel (Alex Descas) es un conductor de trenes que vive con su bella hija adolescente, Josephine, una estudiante de antropología. Durante buena parte de la película no sabemos qué ocurrió con la madre, pero es indudable que ambos tienen una relación de tierna cercanía. En el amplio edificio en donde viven han cultivado una amistad con Gabrielle, solitaria taxista que se satisface con hablar con sus pasajeros. “No tengo la mirada de un jefe detrás de mí, conozco gente interesante”, le dirá a uno de ellos. También vive Noé, un joven que aspira a crecer profesionalmente y que expone cierto grado de desapego con lo emocional. Y completa el grupo René, que no vive en el edificio, pero es un ex-compañero y amigo de Lionel. Recientemente se ha jubilado y es el único que manifiesta su malestar de forma más discursiva.
El hecho de que la película tenga como protagonistas a actores negros no dice, al menos explícitamente, que estamos frente a un relato que tematice sobre esa característica. No obstante, esta cualidad le aporta al relato una especie de mirada colectiva jamás pintoresca, que impregna a la historia de una sensorialidad única. En ningún momento los personajes explicitan sus soledades y anhelos, sin embargo están allí; en las miradas, en los gestos, en las posturas. Y alcanzan un momento de belleza embriagadora en la secuencia del baile, cuando Lionel baila primero con Josephine, luego invitada por Noé (que no es negro, pero tiene ascendencia asiática). Con un trabajo de cuadro que roza lo pictórico, la directora construye un momento revelador, en donde evoca el enamoramiento de Noé (el más parco de todos), y el inevitable paso del tiempo que extrae del seno familiar a los hijos para que construyan sus propios universos.
El tema del viaje, no por nada, está presente en buena parte del metraje; en el oficio de Lionel, Gabrielle y René, en los viajes de Noé, en esa casa rodante en la que padre e hija tienen un último encuentro solitario. La delicadísima banda sonora que compuso Stuart Staples (dan ganas de tener el soundtrack) acompaña varias secuencias en donde vemos el transitar de los trenes, como ocurría en Café Lumière, de Hou Hsiao-Hsien, con la que 35 Rhums tiene un tono afín. Las máquinas en pleno movimiento, las vidas en estado de reposo, las ansias de trasladarse pero la seguridad de quedarse en el mismo lugar. En síntesis: la belleza con la que Claire Denis nos reconcilia con un cine posible, aquel en donde la poesía no es una mala traducción de un género literario, sino la exploración más personal de un mundo a través de las herramientas del cine.