Vías invisibles
Hay películas que aparecen en voz baja, con pudor, tardíamente incluso: es el caso de este film de Claire Denis (1948, París, Francia) que se estrena en algunas salas de nuestro país cuatro años después de haberse realizado, como un lejano perfume que asoma para quienes estén dispuestos a advertirlo.
Esa falta de estridencias de su presentación en público caracteriza a la misma obra, que despliega la trama de sentimientos que unen y desunen a Lionel (viudo taciturno y conductor de trenes suburbanos) con su hija Josephine y un par de vecinos: Gabrielle, una mujer taxista que fuma y espera, y Noé, un joven que un día encuentra la excusa para dar a su vida un golpe de timón, quebrando la rutina a la que el grupo -una suerte de familia abierta- se ha malacostumbrado.
Como las vías que Lionel observa desde su cabina, los lazos invisibles que vinculan a estos seres sensibles se entrelazan e interponen. El espectador habrá de distinguirlos por sus miradas, sus silencios y sus gestos de afecto o distanciamiento, nunca destemplados. Compartir una comida, entregar un modesto regalo, reconocer una melodía por detrás de una puerta, son hechos que dejan de ser triviales en esta película cuya persistente melancolía proviene, en cierta manera, de la intención de recordar el cine sereno y vívido de Yasujiro Ozu (1903/1963).
Como en Bella tarea (1999), la realizadora francesa registra los desplazamientos de los personajes con delicados travellings, y si recurre reiteradamente a primeros planos, éstos duran más de lo que recomienda la estética televisiva y trasuntan calidez, con la ayuda de sus expresivos actores y de la fotografía de Agnés Godard.
Contrariamente a lo que puede suponerse, la tristeza que trasuntan Lionel, Josephine, Gabrielle y Noé (y los demás) no convierte a 35 rhums en un retrato desapasionado. La atracción física, las caricias y los abrazos le dan carnalidad: el film elude las lágrimas y prefiere el calor de los cuerpos que se desean o se buscan. Una demostración de esto es la hermosa secuencia en la que todos ellos, con el pelo mojado por la lluvia y algunas copas de más, bailan improvisadamente en un bar, al ritmo de canciones de Harry Belafonte y The Commodores.
Los planos generales sobre la París nocturna, con sus ventanas titilando, hacen que las vivencias de este cuarteto de solitarios disconformes sean representativas de otras en la gran ciudad. Y es que 35 rhums sugiere que la incomodidad existencial del grupo es un reflejo de la crisis de valores de la Europa actual. La depresión que asalta a un compañero de Lionel que se jubila y la indiferencia con la que profesores y estudiantes universitarios hablan de la deuda de los países del sur (con la excepción de un joven que posteriormente se ve participando de una manifestación de protesta), son acotaciones perspicaces sobre gente que no parece sufrir carencias materiales y, sin embargo, no sabe cómo salir de su estado de insatisfacción.
El título responde a un hábito que, según Lionel, debe cumplirse cuando se está ante un acontecimiento digno de ser festejado. En el transcurso de 35 ruhms eso ocurre dos veces, pero la película parece sugerir que todo sería distinto si encontráramos más a menudo motivos para brindar y celebrar.