La obsesión por coleccionar cráneos
Dedicado a los caciques Juan Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, el documental articula testimonios y apela a la responsabilidad del Estado ante sus víctimas.
Dividido en segmentos, cada uno dedicado respectivamente a las figuras de los caciques Juan Calfucurá, Cipriano Catriel, Mariano Rosas y Vicente Pincén, 4 Lonkos construye un relato que puede ser visto desde la elección de cuatro vidas y personas fundamentales, en tanto contracaras del relato histórico hegemónico. Los caciques retratados ofician como efigies a invocar, fantasmas que hablarán por sus descendientes y a través de la tarea ejemplar de investigadores y especialistas en el tema.
4 Lonkos es el segundo documental de Sebastián Díaz, y así como su anterior trabajo -La muralla criolla (2017)-, aquí también se preocupa por dar protagonismo a los pueblos originarios. Los Lonkos (caciques) retratados implican necesariamente otros nombres, como los de Estanislao Zeballos, Perito Moreno, Julio Argentino Roca. Y la entidad que oficia como ámbito disparador al relato es el Museo de La Plata, contenedor de osamentas de indios asesinados, muchas provenientes de fosas profanadas. Es éste el caso de Calfucurá, Mariano Rosas y Cipriano Catriel. Pincén, en cambio, evitó esta tragedia, y fue una serie fotográfica la que el Estado eligió para dar testimonio de su captura.
Cada historia es atractiva y es terrible. Y grita la urgencia de revertir tanto discurso ideológico, consecuente con un proyecto de país que no es otro que el simbolizado por la masacre denominada Conquista del Desierto. En este sentido, la inclusión de Osvaldo Bayer durante el inicio marca una seña distintiva. Todavía hay monumentos, calles e instituciones que guardan nombres de espanto, respecto de la historia de cada uno. El Perito Moreno oficia como caso ejemplar. Bayer, desde ya, no tiene empacho en referirlo desde su contundencia. Al hacerlo, la película lo asume y de alguna manera sienta también un homenaje a Bayer, ya que se trata de uno de sus últimos testimonios en vida. De igual modo lo hace con el antropólogo Carlos Martínez Sarasola (fallecido en 2018).
En este sentido, en 4 Lonkos puede constatarse una miríada de testimonios, tendientes a hilvanar un recorrido a partir de cuatro historias cuya dramática bien podría ser atendida, asumida, desde otras venas narrativas, como lo supone la historieta y ese sueño de relato coral, tendiente a socializar, que tuviera el guionista desaparecido Héctor Germán Oesterheld. La mención al autor de El eternauta no es gratuita porque hay algo de su sensibilidad que en esta película hace pie, además de vincular la práctica de aquel terror de Estado, perpetrado contra los pueblos originarios, con lo sucedido durante la última dictadura cívico-militar: es uno de los descendientes de Pincén, su bisnieto Lorenzo, quien señala a su bisabuelo como uno de los primeros desaparecidos; y que esto es algo, dice, que le hace recordar lo que otra persona supo decir: “No están vivos, no están muertos, están desaparecidos”, en alusión al dictador Jorge Rafael Videla.
La suma de testimonios involucra, de esta manera, un entramado plural, en donde los investigadores dan voz a los libros que toman de sus propias bibliotecas. De este modo, Lucio Mansilla o Estanislao Zeballos hablan, desde un procedimiento similar al que empleara la notable Tierra de los padres (2011), de Nicolás Prividera. En el caso de aquel film, el escenario lo proveía el cementerio de la Recoleta, aquí –sea de modo virtual o presencial– el equivalente lo supone el Museo de La Plata. Allí descansa una colección de cráneos indígenas que fuera una obsesión puntual por parte de los altos mandos. La Conquista del Desierto, en este sentido, obedeció a la consecución de la eliminación taxativa de todo cuerpo o vestigio indígena, tal como se asevera en el film. La profanación de tumbas, por eso, quedaba justificada.
Ahora bien, es a partir de esta práctica como se interrumpe lo que no debiera. A la manera de un cuento fantástico. Lo dicho no apela a un artilugio retórico, sino a la simbólica constitutiva de un pueblo. Sarasola cuenta que “Calfucurá estaba acompañado en sus combates por un espíritu guardián, y yo no descarto que ese espíritu haya estado presente a su lado, en el momento de la profanación. Creo que estas cosas tienen un precio, esas fuerzas después actúan. Yo creo que eso es así, porque el mundo indígena así lo considera, y yo también”.
Para cada una de estas profanaciones y vejaciones, la película de Díaz apela a la animación, a través de la tarea de Carlos Escudero y Juan Carlos Camardella. Estos momentos permiten un respiro, pero también una truculencia mayor: el registro cambia y la síntesis que suscita el arte animado dota, justamente, de un aura fantástica al hecho aberrante. De igual manera puede pensarse el efecto que desprenden las fotografías sobrevivientes de Pincén, en donde a él y familiares se los ve con la mirada caída, oscura, “es el fin del mundo”, dice uno de sus descendientes al hablar de estas imágenes. Mirar ese registro es extraordinario, porque es violento y se parece a un fusilamiento –Pincén creía que la fotografía le quitaba el alma–, junto al cariño que profesa en el abrazo a los suyos, a quienes ya nada tienen.
¿Cuántas veces más contar estas historias? Todas las veces que sean necesarias. Es más, podría señalarse que nunca serán demasiadas. Que mejor será decirlas, repetirlas, para recordarlas. Es gracias a esta persistencia, que la restitución de los restos de integrantes de los pueblos originarios surgiera como una manera ética fundamental, que todavía hay que pelear ante el modo unívoco de pensar que a veces ofrecen ciertas instituciones, o determinada endogamia intelectual y de derecha. Cráneos, huesos de personas ultrajadas, violentadas, que ofician como decorado museístico, mientras la poca familia sobreviviente reclama por ellos. El camino de la restitución comenzó, y 4 Lonkos lo destaca con el caso de Cipriano Catriel. Recibidos los restos por su pueblo, los ritos cobran vida, y cánticos y palabras evocan como letanía aquellos fantasmas doloridos, capaces de aparecer en cualquier momento, y de tener tanta entidad como la que supone ese cráneo duro, de cuencas vacías, que la cámara observa.