Entre sombras y a la espera La película ofrece un retrato visual de los años ’30 impactante y sombrío, con nazis norteamericanos que tejen alianzas y aguardan su hora. Guste más o guste menos, el director David O. Russell tiene una filmografía de rasgos distintivos, con personajes delirantes (interpretados por una galería notable, que siempre le acompaña), que delinean una obra a veces de rasgos sobresalientes (como en I Heart Huckabees y American Hustle) y otras tantas sobrevalorados (como quizás sucede con El lado luminoso de la vida). De todos modos, su puesta en escena llama siempre la atención, hamacada entre el retrato “serio” y un abordaje cuidadosamente caótico, según sea el caso. De esta manera puede pensarse Ámsterdam, su más reciente producción, estelarizada por un elenco impagable y personajes estrafalarios, situada en los años ’30 y en el medio de un incontenible florecimiento nazi-fascista durante el gobierno de Roosevelt. Así las cosas, el film articula la amistad entre dos veteranos de guerra que se ven envueltos en una conspiración cuyas garras asoman. Uno de ellos, Burt (Christian Bale), es médico, le falta un ojo, tiene serios problemas de espalda, y ayuda a quienes padecen horrores parecidos; pero también sufre el desconcierto de un amor no correspondido, por el que fue a la mismísima guerra con tal de probar gallardía y ser aceptado en el cenáculo social de la amada. Por otra parte, Harold (John David Washington) es el soldado negro que en el frente debió usar uniforme francés ante la vergüenza de la propia milicia, blanca y estadounidense. Los dos están atados por un pacto de cuidado mutuo, el que es médico no sabe nada de armas, el que sabe disparar no sabe nada de cuidados médicos. Ambos coinciden en una sala de emergencias, al cuidado de Valerie (Margot Robbie), una enfermera que almacena las balas extraídas de los cuerpos a la manera de un botín. Entre los tres, el equipo parece estar completo. Pero esto no es más que uno de los capítulos, por así decir, del entramado argumental de Ámsterdam. La situación que dispara el asunto para explicar el quién es quién de sus personajes, tiene que ver con una muerte sospechosa –la del militar con quien sirvieron durante la guerra– y un crimen consecuente: parece que hay intereses detrás de estas muertes y los dos amigos van a tener que correr por sus vidas. De manera simétrica, el dúo protagonista tendrá que vérselas con otras parejas igualmente rocambolescas. Por un lado, la que protagonizan los dos policías (Matthias Schoenaerts y un estupendo Alessandro Nivola, cuya estupidez no tiene rival), y por el otro, la dupla de espionaje que conforman el norteamericano Henry (Michael Shannon) y el inglés Paul (Mike Myers): a propósito, qué gusto volver a ver a Myers en pantalla, con una gestualidad precisa y refinada, a la par del temperamental Shannon; entre los dos construyen algunos de los mejores pasos de comedia de la película. El director David Rusell. Ahora bien, la comedia en cuestión se esboza de a poco y desde un tono que nunca desborda. La construcción del argumento, su puesta en juego disparatada, tiene mucho de comedia de enredos pero nada de slapstick. De este modo, Ámsterdam encuentra un tono inteligentemente sobrio y esto puede dejar un tanto desconcertado a más de uno; es decir, se trata de una notable recreación de época –prestar especial atención a la dirección fotográfica del maestro Emmanuel Lubezki– que sin embargo adquiere matices raros, de personajes que no están del todo en sus cabales porque, sencillamente, habitan en un mundo todavía más demente. Y esto es algo que bien puede rastrearse en la filmografía del director, cuyos personajes alterados deben lograr convivir en un entorno que procura normalizarlos, aun cuando sean ellos, justamente, los que pueden ver de otras y mejores maneras lo que sucede. De hecho, es gracias a la afinidad entre Burt, Valerie y Harold, que el mundo tiene todavía salvación. Porque es en virtud de las pesquisas desgarbadas del trío que el signo gráfico que cifra un misterio –hay un “Grupo de los 5” dando vueltas por allí, a la manera de un folletín pulp– será revelado y de alguna manera anunciado: hay otra guerra en camino. Desde ya, ello no equivale a ser escuchados. La lección que enseñan estos tres no es de carácter pretérito, sino que entreteje cuestiones bien actuales, entre ellas y de manera astutamente “ingenua”, la película expone la confabulación que desde las sombras llevan adelante importantes empresas norteamericanas. El objetivo se expone claro, el film así lo dice y sin vueltas: todo sea por obtener más riquezas. La complicidad entre éstas y el fascismo es tácita, y Ámsterdam la subraya a partir del encastre argumental que supone el General Dillenbeck (Robert De Niro), cuya retórica patriótica es pasible de ser utilizada para fines diversos. En este sentido, una presentación teatral, con discurso moralizante y fondos non-sanctos, enfrentará a todas las partes en busca del desenlace. Pero más allá del resultado y tal como el film sintetiza, habría que ser ciegos para no ver la esvástica que la clase alta dibuja en sus jardines de palacio.
Una película de pulso clásico El retrato del Juicio a las Juntas consigue un relato sólido, en la figura de un fiscal que debe enfrentar su mayor desafío. Vale la pregunta: ¿cuántos años debían pasar para que el cine narrara el Juicio a las Juntas? Si bien la respuesta es Argentina, 1985, allí anida algo más y no sólo en relación a su episodio histórico, sino a los muchos otros que habitan la historia argentina. Más tarde que temprano, el cine argentino finalmente cuenta lo que tiene más cerca y le es propio. Tal vez dilate la decisión ante ciertos resquemores y cuidados que lo llevan a tomar distancia, a veces por un premeditado ejercicio de la “distracción” (en este sentido, ¿por qué el cine no dijo nada durante el macrismo?), otras tantas para una aproximación guiada por la prudencia. Argentina, 1985 es el quinto largometraje de Santiago Mitre y oficia como un péndulo si se la piensa junto con La Cordillera (2017), del mismo director. En aquélla, un presidente que podría ser de derecha, gobierna un país que podría ser la Argentina (la Argentina de entonces). De modo acorde con el juego de cartas bajo la manga que la puesta en escena de Mitre pregona, el retrato social (y del poder) que ofrece La Cordillera estuvo en sintonía con el macrismo: si se trató de una película crítica, nadie se dio cuenta. Pero, ¿lo era? Antes bien, en La Cordillera Mitre hace como que mira de reojo una situación con la que parece no se condice del todo pero sin embargo tampoco rechaza. Un vaivén que, dicho sea de paso, constituye a su manera y también las premisas de El Estudiante, La Patota, y Pequeña Flor (aquí es donde todo eso funciona mejor, habida cuenta del delirio de su protagonista, entre tópicos del thriller y el slasher). Tales cuestiones no podían admitirse en Argentina, 1985. (Igualmente y de todos modos, ¿valía admitirlas en el retrato que de la política universitaria se practica en El Estudiante?). El lugar desde donde Mitre y Mariano Llinás (coautor del guión) se paran ahora es claro, al elegir al fiscal Julio César Strassera (Ricardo Darín) como protagonista. A la manera del cine más clásico, Strassera deberá enfrentar el desafío que se le presenta: sobrellevar el Juicio a las Juntas Militares. Al hacerlo, se convierte en el héroe (involuntario o no, pero héroe al fin) del relato. Para llevar adelante su cometido, cuenta con un aliado –las duplas son también clásicas–: el fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani). Y un equipo joven que los acompaña en la tarea desesperada de reunir en tiempo récord la información suficiente para condenar a los nueve militares (si el tiempo marca el pulso del relato, aparece otro aspecto caro al cine clásico). Hay todo un cine de juicios con el cual la película de Mitre dialoga, necesariamente y para bien. El ritmo del relato es firme; las interpretaciones, convincentes; los diálogos, filosos; las notas de humor, hábiles. Allí cuando se espera a los personajes sucumbir, la sonrisa distiende. Es un guión preciso, que organiza el espacio, sitúa a sus personajes, delinea al adversario, organiza las acciones en el tiempo, y concluye victorioso. La recreación de las Juntas Militares en el juicio. Todo lo dicho para señalar la narración virtuosa que construye Santiago Mitre. Y se pueden, desde ya, mencionar varios hallazgos; aquí van dos: uno es la participación del presidente Raúl Alfonsín, desde el fuera de campo y a través de su voz (de nuevo, un recurso afín al mejor cine clásico); otro es el paralelo que se plantea con el teatro, encarnado en el dramaturgo Carlos Somigliana (Claudio Da Passano), amigo personal de Strassera. Entre Somigliana y Strassera se escribe un reflejo mutuo, que va de la corte a la sala teatral y viceversa, mientras delinea la línea necesariamente difusa entre el lenguaje de escritorio y el de las tablas, un ejercicio dialéctico que el guión de Llinás y Mitre utiliza en beneficio propio. Ubicadas las piezas, el tablero no puede menos que ofrecer movimientos atractivos. Los malos son los malos y no hay fisuras (otra vez el cine clásico). Y está bien que así sea, porque aquí no podía haber planteo confuso –como sí sucede en los demás largometrajes de Mitre–. Por estar claras las posiciones de juego, aparece clara la mirada del director y esto es destacable. Sólo hay –a juicio de quien esto escribe– algún desliz incómodo, que remite a la relación entre Moreno Ocampo y su familia de cuño militar, puntualmente con su madre, de quien se dice iba los domingos a la misma iglesia que Videla. A la manera del hijo que vive preocupado por ganar el orgullo de la madre, el joven fiscal espera que ella recapacite y entienda. Strassera es quien lo baja de esa nube: “A gente así no se la puede convencer”. Sin embargo, ocurrirá lo contrario. El episodio puede entenderse de varias maneras, pero a todas luces es una decisión de guión. Al incluirla, hay cierta armonía un tanto risueña que el film predica, en su intento por restituir un lazo familiar dañado, de matriz eclesiástica y militar. Lo dicho no empaña al film, pero balancea de manera cuidadosa lo que expone, no es una nota menor. Argentina, 1985 no deja de ser didáctica, y ese no es un rasgo a cuestionar. De hecho, presume de didactismo, sea por su evidente interés por los públicos internacionales que persigue pero también por una importante porción de público local quizás ignorante del hecho retratado o de su importancia y trascendencia. En este sentido, la inclusión de canciones de Los Abuelos de la Nada y Charly García tiran un pase cómplice, de gancho seguro y obviedad, para redondear la propuesta. Lo que asoma, también, es la película más cristalina a la fecha en la filmografía de Mitre: alejada de las “alegorías” de La Cordillera y por fin diciendo (si no todas, al menos algunas de) las cosas por su nombre.
El blues pirotécnico del rey prisionero El director de Moulin Rouge delinea en Elvis la vida de un músico prisionero y genial, pero también la de un manager atento al negocio y sus reglas no dichas. Era la película adecuada para su director, Baz Luhrmann. Las Vegas, la purpurina, los enchapados dorados, la música, el casino, y el racconto veloz de cómo llegó allí el músico que supo cantar y moverse como un negro. Velocidad trepidante y capas sobre capas de brillo, oropel, dólares y monedas tintineantes, para un músico exhausto que cae ante la mirada iracunda de su manager, que dictamina: “Como sea, Elvis debe subir al escenario”. La relación entre Elvis Presley y el Coronel Parker es irresistible, traumáticamente atractiva. Es un nudo que encierra varias cuestiones y se mitifica por sí solo. Hay algo del orden trágico que hace que esta historia plantee su posibilidad contrafáctica porque, como se sabe, ¿qué hubiese pasado si Elvis cruzaba el Atlántico? Esa es otra película y tal vez la filme algún émulo de Tarantino. Pero lo más interesante está en su posibilidad negada, en la cárcel de oro en la que quedó atrapado el rey del rock, con ésta y otras historias rondándole la cabeza mientras el Coronel Parker lo chantajeaba y canjeaba presentaciones en Las Vegas por sus deudas con el casino. Todo esto está en la película de Luhrmann, y a su manera. No tiene demasiado sentido detenerse en el desborde del director, algo congénito, por así decir, a su puesta en escena. Quien haya visto Moulin Rouge o El Gran Gatsby ya lo sabe y qué sentido tiene pedir algo diferente, más aún cuando el tema en cuestión es, ni más ni menos, Elvis, con su capita “Captain Marvel” y los anteojos dorados con iniciales. Así las cosas, sólo resta –por qué no– disfrutar. Y escuchar. Porque una de las protagonistas es la música, una banda sonora que, como se intuye, repasará las canciones del chico de Memphis y –marca de Luhrmann– las intervendrá. Las melodías de ayer serán retocadas y “pinceladas” por artistas contemporáneos, sin alterar la esencia que las articula. Funcionan, en todo caso, como nuevas versiones que todavía aúllan. Luhrmann se lo debe haber pasado en grande; seguramente tuvo in mente las múltiples posibilidades visuales que la vida de Elvis, y sus legendarios capítulos, le ofrecían. Como el referido al descubrimiento musical, entre el negro que “blusea” solitario para las parejas entre sombras, y el llamado espiritual del góspel. Todo a la vez, en un montaje superpuesto, con el pequeño que corre de un lado a otro con su relámpago de Capitán Marvel Jr. en el pecho. Vale decir, el pibe supermúsico, que responde al llamado de la “Roca de la Eternidad”, ese lugar de disparate místico de aquella historieta de la que Elvis fue su fan. Todo funciona como un ensamble músico-visual, potente como un rayo. Que puede extraerse de la película y sostenerse por sí solo. Algo así ocurre en muchas otras secuencias, que bien podrían entenderse como fragmentos dispersos de una narración elíptica, a la manera de episodios cuya fantasía/realidad es convocada para disparar sus luces pretéritas: las del primer Elvis, las del actor de Hollywood, las de la comunidad afroamericana, las de Las Vegas, las de la familia. Entre ellas, despunta la del meneo de pelvis, como si una fuerza invisible, involuntaria, llevara al músico a provocar los gritos histéricos de la audiencia y los retos moralistas de la derecha. Todo esto Luhrmann lo aborda, lo escenifica, da cuenta de lo estúpida que la televisión puede ser –por su connivencia estrecha con la derecha–, mientras delinea, de a poco, a un músico que quiso, y no pudo, volver a sus raíces, rebeldes y negras. El Elvis de Luhrmann está casi dibujado, esculpido, con su boca calcada y los gestos calculados por el actor Austin Butler. Una estampita, que el director adora. Un posicionamiento que lo lleva a tener pudor ante ciertas cuestiones, como el abuso televisivo (convirtiendo a Elvis en un sabueso con traje, algo que el film, de modo inteligente, elude) o las adicciones. El retrato que surge es el de un niño atemorizado, que se queda solo tras la muerte de su madre, siendo él el sostén de su grupo familiar (y vaya a saberse de cuántos otros colgados de él) y de un padre tan inútil como para fungir como gerente de cartón. Desde ya, el personaje que refulge y guía el relato es el Coronel Tom Parker, y Tom Hanks lo compone como el gran actor que es, imposible no disfrutarlo, también a las órdenes de un director que lo modela a su antojo, sea desde el maquillaje como la fragmentación visual. Cuando los planos de una película no exceden los 3 segundos de duración, ¿de qué composición actoral se habla? (la del cine, guste o no). Hanks está desplegado en pedacitos de sí, y a partir de ellos surge el personaje. De hecho, la película no abunda en diálogos o situaciones íntimas, sólo algunas pocas escenas, como la de Elvis junto a su reciente novia, Priscilla (Olivia DeJonge), con él cumpliendo el servicio militar y ella rehuyendo el mandato familiar. El devenir del relato es a los saltos y apurado. Las tres horas quedan chicas, la película pide más y seguramente ello moleste a más de uno. Pero ésta es la puesta en escena del director y tiene su valía. El realizador australiano indaga en el género musical, lo reescribe, y delinea algo que sería una biopic. De hecho, lo es. Y deja clara su impresión sobre ciertas reglas del show business, horribles y parece que inherentes, junto a la existencia de parásitos que esperan por su presa: allí ese plano donde el Coronel Parker se acerca a Elvis por primera vez en su vida y por la espalda (a traición); o la bobería complaciente del padre del músico, cómodo en la holgura económica. Pero también, la permanencia de un legado auténtico, en forma de música, de entrega; así lo rubrica el momento final de la película, cuando recurre al material de archivo y al verdadero Elvis, desfalleciente, y presto a dar lo mejor de sí.
Preguntas que hacer a la política La película del francés Nicolas Pariser pone en escena un diálogo de matices amables pero no menos complejos entre un alcalde sin ideas y una profesora de preguntas incómodas. De manera clásica, por acorde con formas narrativas claras, legibles, Alicia y el Alcalde establece rápidamente a sus personajes y contexto. Luego del café hogareño, Alicia se dirige al Ayuntamiento de Lyon. Allí le espera el primer día de su trabajo, en un despacho vacío, sin claridad todavía sobre qué hacer. Sería algo así como una asesoría intelectual, una disparadora de pensamientos y reflexiones que ayuden al alcalde porque éste, así lo dirá él, se quedó sin “ideas”. A partir de aquí, el vínculo, el conocimiento mutuo, entre este político añoso, de carrera sostenida y proyección presidencial, y una joven profesora de filosofía sin demasiada experiencia, que deja su lugar en Oxford por esta oportunidad (respectivamente interpretados por Fabrice Luchini y Anaïs Demoustier). De manera sencilla, sin estridencias, la relación surge complicada y avanza desde matices, gestos pequeños, algunas simpatías y discusiones. De manera genérica, lo que se perfila es también un diálogo entre el hombre de Estado y la mujer de las ideas, dos mundos que inevitablemente se tocan aun cuando requieran de esferas propias. ¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y política? La relación está y desde siempre, es histórica y necesaria, y el film del francés Nicolas Pariser (éste es su segundo largometraje, ya tiene un tercero de pronto estreno: Le Parfum Vert, según parece con clima de misterio teatral y folletín) se anota un punto a favor al no dar ninguna lección sobre el asunto, mientras actualiza una discusión hoy un tanto relegada. No por la filosofía, está claro, pero sí por la política, cuya esfera (de políticos) parece autosuficiente por seducida –victoria de la derecha– ante eslóganes de creativos publicitarios y cerebritos del marketing (de allí esos libros de espanto, con títulos como “Maquiavelo para empresarios” y aplicaciones similares). Théraneau, el alcalde en cuestión, se identifica con el socialismo y anda un tanto desconcertado. Como si el rumbo que antes parecía claro hoy estuviera ambivalente, confuso. Salir en auxilio de la filosofía oficia como una vuelta a las fuentes, a los textos, al pensar y, fundamental, a la lección platónica del diálogo. Esto, como se decía, no es algo que la película declame sino que lo pone en acción, a partir de los sucesivos encuentros entre alcalde y asesora –los dos andan desconcertados, ojo–, mientras ella se ve envuelta cada vez más en la telaraña y el laberinto de la función pública; en este sentido, sus elecciones, antes supeditadas al mundo intelectual, son ahora conmovidas, al tomar contacto con problemas que requieren de soluciones inmediatas. Entre uno y otra, entonces, se provoca una necesaria compensación, una afección mutua y benéfica. Por un lado, entonces, la filosofía preocupada por la política; algo que de suyo propio la filosofía hace porque, sencillamente, debe. Por el otro, la política preocupada por la filosofía, algo las más de las veces ausente. Por todo esto, el planteo de Alicia y el Alcalde va más allá de la ciudad de Lyon que el film delinea, y toca a cualquiera otra a través de problemas, planteos, que son invariables y deben ser vueltos a revisar. Entre ellos y muy hábilmente, la película indaga –con sorna cuidada– en la “tormenta de ideas” que el departamento de comunicación debe afrontar tras declaraciones un tanto desafortunadas del alcalde sobre el tema ecología; declaraciones que dicho sea de paso se reducen al fragmento que la nota periodística en cuestión elige “resaltar”, y que sacan de contexto lo dicho. Una inmediatez de lectura (y de escritura) que tendrá que ser resuelta desde un “tweet”. En otras palabras, un procedimiento –como quiera que se lo mire– que niega la reflexión. Quienes se desempeñan en estos ámbitos, ¿reflexionan? Hay un diálogo allí que está muy bien, con enojos consecuentes. Alicia, el personaje que llega para socorrer al alcalde. De esta manera amable, nunca exaltada, el film de Pariser pone en escena cuestiones fácilmente asimilables, y desde un repertorio de palabras cuya aplicación política traspasa fronteras: la derecha, la izquierda, el socialismo, los impuestos, las corporaciones, los empresarios, el progreso. ¿Y qué es el progreso?, pregunta Alicia, palabra que el alcalde tanto utiliza, cuando el progreso, para la derecha, le recuerda ella, consiste en pagar (ellos, la derecha, y nadie más) menos impuestos. Entre otras consideraciones, el nombre Alicia evidencia su función semántica, habida cuenta de su etimología, de origen griego y que significa “verdad”. No es que la Alicia de la película se crea poseedora de verdad alguna, pero sí pregunta y se pregunta. El camino que el film recorre será, por todo lo dicho, espejado, con revisiones y replanteos compartidos, en vistas a un desenlace que podría resultar un tanto abrupto pero de todos modos consecuente con el planteo primero: volver a las fuentes, a lo esencial. Entre los nombres que circulan por el argumento (son pocos, y está bien que así sea, se trata de una película y no de una biblioteca) figuran Orwell, Rousseau, Melville. Filosofía y también literatura; de esta manera, el abanico se abre y el mismo cine, por ser el portavoz de este planteo, se suma al diálogo.
Muchas capas para una misma cebolla La película que dirige la dupla Daniels plantea un viaje frenético hacia las varias versiones de una misma mujer, de realidades tan sorprendentes como ridículas. Las realidades o mundos paralelos ya no son novedad, son ciertos y esto es así porque existe internet. La doble vida que las redes promueven, con el aval tácito del comportamiento cotidiano, alteraron la percepción temporal. El cine, desde el montaje, había propuesto otra alteración sensitiva. La dualidad nunca fue otra más que la suscitada en la gran pantalla, en donde no había otra posibilidad de ingreso más que onírica. Por eso, el cine fue (y es) entendido como un sueño, una manera fantástica de adentrarse en otra materialidad, en donde el tiempo sucede diferente. Con internet, esto cambió. Ahora es posible interactuar y “vivir” paralelamente varias posibilidades. En este sentido, el título del film que es estreno de la semana, Todo en Todas Partes al Mismo Tiempo, es un correlato preciso, y hace de esta premisa su aventura. Hay precedentes, con Matrix como el ejemplo más claro, en donde los protagonistas adquirían habilidades conforme a conexiones, de acción veloz. Para el caso del film de los “Daniels” (así elige nombrarse la dupla integrada por Daniel Kwan y Daniel Scheinert), la situación es similar, con el teléfono celular como guía o GPS. En lo argumental, Todo en Todas Partes al Mismo Tiempo hace centro en Evelyn (la legendaria Michelle Yeoh, protagonista de El Tigre y el Dragón), madre/hija/esposa abnegada, con deudas, obligaciones, imprevistos acumulados, mientras lleva adelante su lavadero de ropa, en un equilibrio por lo menos inestable. Todo lo que le pasa es demasiado y a la vez. Sus movimientos y réplicas son precisos porque, si se desajustaran, parece que todo lo demás podría caerse. En este sentido, los encuadres y movimientos de cámara que la acompañan son consecuentes, organizados como están hasta el mínimo detalle, pretendidamente simétricos y espejados. En Evelyn recae todo, es como un vórtice. Padre, marido, hija, clientes, convergen en este mismo punto, ella. Cuando el desbalance en las finanzas le haga trastabillar (aquí vale distinguir, destacar y celebrar, a esa actriz de culto que es Jamie Lee Curtis), las demás piezas del dominó comienzan a caer. Esto, dicho así, suena bastante impreciso. Porque la elección del film es la de quebrar la lógica secuencial y dar vuelta el espejo del argumento cuantas veces lo precise. De este modo, Evelyn conocerá otras versiones de sí, a las cuales llega rápido y sin pausa, a partir de la “clarividencia” que su propio marido (interpretado por Ke Huy Quan, el mismo pibe de Indiana Jones y el Templo de la Perdición y Los Goonies, felizmente recuperado para la gran pantalla) le suscita. Por supuesto, es y no es su marido, sino otra versión del mismo. Un cruce de realidades en las que ella, de modo vertiginoso, habrá de caer, para entenderlas y sobrellevar, así, el presente que le toca. De no suceder, todo lo demás, como el dominó, se desmoronará fatalmente. Lo imprevistamente veloz de la situación podría resultar incongruente. Así es. Pero también no. El film de los Daniels es acorde con la manera misma desde la cual son hoy experimentados estos relatos, de capas superpuestas que transgreden el concepto mismo de yuxtaposición. Hay elementos narrativos de los video-juegos, pero esto ya no tiene mucha sorpresa, en todo caso, se trata de un gran ejemplo de cine digital, cuya manipulación toca tanto a la coreografía de artes marciales como a la mixtura interna de las imágenes, que se deforman y reorganizan a la par de la transición a la que obliga el corte del montaje. Por esto mismo, no se trata de imágenes yuxtapuestas, sino de una sucesión alocada por sinestésica; para la cual, de todos modos, prima un guión. Hay una historia, y ésta es la de la madre con su hija. Allí está el aleph del asunto. Entre las dos, hay un conflicto que replica hacia atrás y adelante, como heroína y villana (de acuerdo con el punto de vista elegido) que visten atuendos, por momentos, de personajes de historieta. La alusión al cómic es inevitable, la coincidencia con Dr. Strange en el Multiverso de la Locura no es casual, hay un mismo procedimiento, con resultados mejores o peores, según el caso. Lo que sí puede decirse, de manera equivalente, es que tanto una como otra hacen pie en el lenguaje de los cómics (antes que en sus personajes). La película es un gran ejemplo de cine digital, cuya manipulación permite deformar y reorganizar el relato. Las revistas de historieta (las que están en papel, no en digital) hacen convivir, al ojo de quien las mira, muchas páginas, dibujadas y superpuestas, que accionan sus imágenes simultáneamente. Quien lee historietas sabe que debe evitar paginar, para no arruinar la deriva del relato, que es secuenciado y “lógico” (con la literatura esto no sucede, no hay peligro “visual”). De todos modos, el lector sabe que todas esas imágenes están, a la vez, al mismo tiempo, dispuestas a (re)activarse al paginar. Y paginar es, precisamente, una de las maneras de leer historieta, es parte del asunto. Esto lo sabe muy bien Sam Raimi, y ahí está su Dr. Strange, que no es nada magistral, pero asume el desafío. Y también, a su manera, lo hace Todo en Todas Partes al Mismo Tiempo, como si se eligiera ver toda la película a la vez, de un tirón y sin paciencia (algo tan actual, qué duda). Desde ya, para el caso de ésta y cualquier película (que todavía responda a lo que se entiende más o menos por cine) no es más que una ilusión, porque la secuencia de imágenes es siempre obligada, es ésta la manera desde la cual toda película es vista. Eso sí, la información se acumula y golpea entre sí. Y eso provoca algo. Seguramente cierto goce, pero también cierto hastío. Hay un límite. ¿Hay un límite? La propuesta de los Daniels no es nada ante lo cual quedar boquiabierto o lo que sea, en todo caso, su interés –que es fugaz, algo que se comprobará, como no puede ser de otro modo, “rápidamente”– está en la manera desde la cual se articula todavía como “película”. Fragmentada en tantas capas necesite la historia. Es decir, todavía queda un resabio de algo que contar, para justificar, por ejemplo, a dos piedras que dialogan (con intertítulos) tanto como al chiste o burla a Ratatouille y al cine de Wong Kar-wai (tales cuestiones, mejor descubrirlas en la película). En síntesis, no queda mucho más. Esto es lo también cierto. Pueden ser una o cien capas, y las cáscaras resultar demasiadas para una cebolla cuyo sabor no cambia.
Luces y sombras entre autora y personaje Con protagónicos espléndidos de Elisabeth Moss y Odessa Young, el film de Josephine Decker recrea libremente vida y obsesiones de la escritora Shirley Jackson. ¿Querés saber en qué consiste escribir?, le pregunta Shirley a Rose. Shirley es una especie de bruja de bosque, huraña, desaliñada, de quien hablan a hurtadillas. Rose es joven, perspicaz, atisba a Shirley desde la distancia. Shirley, bruja como es, parece tener ojos a sus espaldas. La descubre y la hace ingresar a su habitación, llena de libros, apilados en equilibrio dudoso, entre el desorden de quien conoce las horas del día (y de la noche) de otras maneras. Aquí dentro, el tiempo no transcurre como afuera. Afuera están sus respectivos maridos: Stanley, esposo de Shirley y docente universitario, y su joven asistente Fred. Rose y Fred se casaron y escaparon de sus familias, para recalar en la casona de esta escritora y este profesor. Una especie de luna de miel enrarecida. Alojados en la morada de aquella a quien todos leen y de quien todos hablan a hurtadillas. Como lenguas que sisean y dejan una estela. Pero lo que parece un cuento macabro tiene (algo de) asidero cierto. Shirley es Shirley Jackson (1916-1965), la escritora norteamericana que hizo de los relatos de horror y misterio un sello propio. El cine no tardó en versionarla, y la película que permanece magistral es La casa embrujada (The Haunting), que Robert Wise dirigió en 1963. La aproximación que sobre la escritora practica la directora Josephine Decker, tiene base en la novela escrita por Susan Scarf Merrell, y es un hallazgo, porque sin necesidad de apelar a los odiosos cartelitos que dicen “basado en hechos reales” se basa, sin embargo, en hechos tan reales como ficticios. Y con una destreza que hace que este film sea tanto un abordaje sobre la vida o la escritura o las motivaciones de Shirley Jackson, como también un relato de suspenso con toques eróticos y terroríficos, que protagoniza una joven y desprevenida pareja inventada. En este sentido, quien puede también estar desprevenido es el espectador, y no estaría mal. Es más, la película muy posiblemente juegue adrede esta situación, e invite a quien la vea –mientras oculta sus cartas bajo la manga– a perderse en la gracia misma de su peripecia, tan bien filmada y sugerida. Porque como se decía líneas atrás, los protagonistas de esta historia bien podrían ser Rose y Fred; de hecho, la película inicia con ellos, en un tren rumbo a Bennington, el destino laboral de él, pero con la lectura en mano (de ella) de “The Lottery”, el famoso y polémico relato de Jackson, publicado en The New Yorker en 1948. Ahora bien, ¿a dónde se viaja? ¿A la casa verdadera de quien escribió ese cuento? ¿O al interior mismo de ese relato, en papel de diario? La ambigüedad ya está presente en el inicio, y marca lo que sigue. Una vez dentro de esta casa de moradores solitarios –donde uno es algo bufón y la otra está recluida y presuntamente enferma– lo que se ofrece pasa de a poco a torcerse. La amabilidad troca en órdenes: ocuparse de tareas hogareñas (y serviles) para quedarse; también en acoso: lo sugiere de manera extraordinaria el bigote sucio de comida de Stanley, mientras juega su papel “seductor”. En todo caso, todo se orienta hacia Rose. Ella es la que limpia y cocina. Para que su esposo trabaje y prospere. Mientras su vientre embarazado se hincha, ¿su marido flirtea con alumnas? Ahora bien, entre Rose y Shirley sucede otra cosa, algo más. Justamente, cuando en la escena aludida la escritora la invita a su mundo de libros, a sus secretos de escritora, bien puede pensarse en un juego de espejos y reflejos. Una se mira en la otra, y se reconocen. Shirley es bruja y lo sabe. Rose se presta a su prestidigitación de suerte adivina. La muerte es el presagio. Y esto en el medio de la escritura que la tiene a Shirley cada vez más obsesionada. El libro en cuestión es cierto, es Hangsaman, publicado en 1951, y trata de manera más o menos cierta sobre la desaparición de una estudiante del Bennington College, el lugar de trabajo de su marido. Es una referencia que la película cita y toma como modelo, a partir del cual ella delinea su relato y pauta un vínculo, fantasmal y alucinado, con la joven Rose. A propósito de esto, la película de Josephine Decker sitúa su cámara cerca de los personajes, los ilumina con luces cariñosas, almibaradas, pero frías cuando el ámbito en cuestión es el formal y universitario, con su biblioteca geométrica y sus habladurías mezcladas de saberes. Hay un cinismo que amenaza a las mujeres de la película, que Shirley conoce y le hace quedarse en su refugio. Entonces, escribe. Pero hay que juntar fuerzas, no es fácil. Nunca es fácil. Rose será su enviada de incógnito, la que investigue por ella ciertas pistas. Y entre ellas dos, tal como las imágenes sugieren, la atracción cruza límites. Al respecto, hay una escena ejemplar, con Shirley sentada en una silla hamaca, y Rose parada delante y cerca. Planos detalles, roces de texturas de ropa, miradas. No hay necesidad de dar un paso visual más, porque el hechizo se desvanecería y el personaje, justamente, desaparecería. ¿Quién o qué es Rose? Lo dicho se orienta de manera inevitable al desenlace, a la conclusión que implican las páginas de ese libro próximo, con el relato de la película en la procura de su reorganización, pero sin dejar de lado la ambigüedad; de hecho, es ella la que prevalece y magníficamente resuelta (si puede así decirse). No se los mencionó hasta ahora, porque valen lo suyo para un párrafo aparte. Shirley Jackson está interpretada por la gran Elisabeth Moss (la recordada Peggy de la serie Mad Men así como la protagonista insustituible de esa otra serie notable que es El cuento de la criada), Stanley es Michael Stuhlbarg (de reciente tarea en la serie Your Honor, junto a Bryan Cranston), Fred es Logan Lerman (ya despegado de la imagen de Percy Jackson), y Rose es Odessa Young, a quien habrá que seguir de cerca, capaz como es de articular las ambigüedades referidas en su rostro y expresiones, de una mentirosa fragilidad. Y por último, destacar a Martin Scorsese, con su nombre entre los productores ejecutivos. Si está Scorsese, por algo es.
Mucho fuego para quemar muy poco La segunda versión de la novela Firestarter de Stephen King carece de elaboración y desdibuja los límites del género terror. Basta el nombre de Stephen King para acercarse al libro, película, cómic, serie, que lo refiera. Por eso, ¿cómo negarse a ver Llamas de Venganza? Segunda versión de la novela Firestarter, la primera había sido protagonizada por la niña Drew Barrymore y su elenco incluyó los nombres de Martin Sheen y George C. Scott, bajo la dirección de Mark Lester (el mismo de Comando, con Schwarzenegger). Realizada en 1984, se inscribió en un cine donde los relatos de King ya tenían un esplendor suficiente. Entre los grandes títulos, hay que citar Carrie (1976) y Christine (1983) –de los maestros De Palma y Carpenter–, más la parada obligada en el Overlook Hotel de Kubrick en El resplandor (1980). Y también la genial Creepshow, con guión de King y dirección del padre del zombie moderno George Romero. A propósito de la Firestarter original (conocida como Ojos de Fuego), vale pensar en el derrotero actoral de la pequeña Barrymore tras el ET de Spielberg, quien antes de zarpar a su hogar sideral le dice: “Be good!” (¡Sé buena!). La Barrymore hizo todo lo opuesto. Interpretó películas tempranas de terror (luego de Firestarter continuó con otra incursión en el mundo King: Los ojos del gato) y participó en muchos escándalos. Pero eso ya es parte de otra historia (sobre las vidas turbulentas del clan Barrymore). La nueva versión de Ojos de Fuego ahora se titula Llamas de Venganza. ¿Vale hacer una remake? Sí, es consustancial a la historia del cine norteamericano, no implica novedad. En todo caso, se trata de actualizar historias desde otras aproximaciones, con un cariz distinto, a veces de maneras más logradas. Aquí, justamente, todo lo contrario. La nueva Firestarter es un plomazo, burda y poco elaborada, perfilada desde la anécdota más sencilla, sin ganas de indagar en sus personajes y lograr cierta complejidad. A grandes rasgos, lo primero que sobresale es el cambio de rumbo en cuanto al género. La primera se relaciona con el cine de terror de la época, cuya lista de títulos debe incluir, entre otros, a La furia (1978) de De Palma, película subvalorada y no necesariamente de terror, pero coincidente en su elección de la telequinesis (ya presente en Carrie) para el nudo argumental. Pero la nueva Firestarter se aleja de este mundo y recala, de alguna manera, en el de los superhéroes. Aun cuando no se trate, taxativamente, de una película de superhéroes, todo parece relacionarla así; como si fuera, tranquilamente, una suerte de spin-off de alguno de los personajes superdotados de X-Men. Hacia principios de los ’80, el género de terror todavía tenía en las pantallas una presencia importante y autónoma. No es que esto no suceda ahora, pero no está muy claro cuáles serían, desde el relevo, tales películas, cuál su relieve. Ahora es el tiempo de los superhéroes, y el terror parece estar encapsulado en franquicias que bien vendría remover o hacer explotar de una vez por todas. (Parece que esto está felizmente a punto de suceder, de la mano de David Cronenberg con Crímenes del Futuro). En este sentido, Firestarter se codea entonces con el nuevo género de los súper seres, sin terminar de asumir del todo su maquillaje. Padre e hija se esconden para salvarse. De este modo, se narran las peripecias que padre e hija (Zac Efron y Ryan Kiera Armstrong; de paso, esta piba está muy lejos de saber ocupar los zapatos de su predecesora, nadie como la Barrymore) deben sobrellevar para no ser descubiertos. ¿Por quiénes? Por cierta agencia que experimentó con papá y mamá. Jóvenes entonces, la pareja manifestaba predisposición hacia la telequinesis y la manipulación de cerebros ajenos. Científicos con fines no muy claros los investigaron, les practicaron pruebas, y la combustión sexual les hizo dar a luz una niña capaz de prender fuego lo que mirara. A partir de allí, hubo que huir. La única virtud de la película es que todo esto ya sucedió, que la huida todavía ocurre, y que la niña está a punto de liberar su ira ante los compañeritos de escuela, cuyo bullying se vuelve intolerable. Por las dudas, la relación con Carrie termina donde empieza, ya que aquí no hay clima de religiosidad intolerable ni madre enfermiza, aun cuando sea contra ella (Sydney Lemmon) con quien la pequeña manifieste el enojo mayor. Pero no es mucho más que esto, no hay una complejidad pretendida, sólo un fluir de acciones poco convincentes en sus enfrentamientos y resoluciones, tan previsibles como los gestos ceñudos de la malvada de turno, la Capitana Hollister (Gloria Reuben). A lo que se suma el rostro un poco más ajado pero siempre carilindo de Zac Efron, a quien los traumas parecen apenas rozar sus facciones Disney. Hace falta más dolor, y por muy grande que pueda ser la tragedia en algunos de los personajes, nada de esto hay en la película. El dolor, la rabia, son consustanciales a King, y hay que saber lidiar con ellos. Hay otro dato, y es de interés. En la banda sonora participa John Carpenter, director (entre otras obras maestras) de Christine, película admirada por el propio King. Los fraseos del teclado de Carpenter generan inmediata relación, por citar un gran ejemplo, con los de Halloween. De hecho, la tipografía y color utilizados para los credits refuerzan un halo carpentiano. Pero es sólo un decorado, un ornamento que no alcanza siquiera a respirar el cine puro de este gran director.
El cine en la mirada de un niño La película que protagoniza Joaquin Phoenix ofrece una historia de afecto y descubrimientos entre un adulto y un niño solitarios, desde un blanco y negro sublime. Luego de pensar por qué C’mon C’mon persiste de un modo intenso, pueden ensayarse varias consideraciones, algunas de ellas en los párrafos que siguen. Pero al momento de cifrar dónde estaría ese punto preciso, que conjugue todo, aparece al fin la relación fílmica, la más clara, y por evidente hasta casi esquiva. En su relación entre el niño y el adulto, C’mon C’mon podría ser una remake de The Kid, de Charles Chaplin. Tal vez lo sea. En el film de Chaplin, a partir del vínculo entre el padre y su hijo (nacido de la calle, abandonado y criado por un vagabundo); en C’mon C’mon, entre el tío y su sobrino (un tío que podría ser un padre postizo). Pero hay más: la ternura de las miradas, las sorpresas compartidas y la incomprensión mutua, el afecto que se construye. The Kid y C’mon C’mon coinciden en el miedo de que ese niño –en quien se inscribe la propia vida– pueda dejar de estar, sea porque alguna institución oscura (en The Kid) se arrogue su cuidado, sea porque un descuido lo pierda entre la multitud. La angustia es consustancial a la puesta en escena de estas películas, y no puede ser de otro modo, porque es con ella y por ella cómo puede y debe sentirse tamaña responsabilidad existencial. Ni más ni menos. Más allá del (sub)título torpe que aquí se le añadió al film (“Siempre Adelante”, parecido a un slogan político de autoayuda), C’mon C’mon expresa un juego de palabras que también es el de un “bla, bla, bla”, al cual apelan en sus diálogos el tío y su sobrino. Los dos comparten varios días a raíz de la situación difícil por la que atraviesa el padre de Jesse, que obliga a la madre a asistirlo en otra de sus recaídas. No importa aquí dar cuenta de cuál es la dolencia, pero sí señalar sobre la delicada telaraña sobre la que a veces se asientan los vínculos, supeditados a cuestiones que hacen que, por ejemplo, la madre deba relegar el cuidado hacia el más pequeño para atender al más “grande”. En su lugar, entonces, aparece Johnny (Joaquin Phoenix), este padre improvisado que asistirá al niño, primero en la casa de éste, luego en la suya propia, en New York. De este modo, la película encuentra la simetría justa, ante lo descolocado y desafiante que significa el asunto para los dos. Puede, y con razón, señalarse que el punto de vista del film que dirige Mike Mills (Beginners, Mujeres del siglo XX) está en Johnny, pero basta con dejar que la narración fluya para comprender que se trata de una mirada compartida. Mientras desempeña su tarea periodística, Johnny recopila en su grabador preguntas y respuestas a niñas y niños de ciudades diferentes: “¿qué pensás de los adultos?”, “¿cómo ves el futuro?”. Las respuestas aparecen espontáneas, en una niñez que adquiere rostros y voces repartidos, sin impostación. La película se vuelve, por así decir, “documental” en el logro de esos registros, donde Johnny es quien pregunta y graba, mientras la cámara (la de la película, ninguna otra) es el testigo de lo que acontece. En su equilibrio, la construcción narrativa expresa necesidades mutuas, de carácter recíproco entre el niño/los niños y el adulto. Jesse, como corresponde, tiene momentos explosivos, otros más íntimos; el tío lo mira asombrado cuando recibe preguntas inesperadas (ahora el interpelado, y de modo espejado, dada su profesión, es él). ¿Cómo responder? Al revés de lo supuesto, el que más llama a la madre del niño no es el niño, sino el tío: no sabe cómo proceder ante tanto requerimiento, teme equivocarse, y de hecho, sabe que se equivoca. La preocupación lo asalta y la palabra calma de su hermana lo tranquiliza. Como si el film mostrara, también y muy astuto, la “sorpresa” que depara a ciertos hombres (a veces padres) asumir un cuidado que, las más de las veces, depositan en las mujeres. A simple vista, puede decirse que C’mon C’mon articula en su relato dos instancias –las entrevistas de Johnny, el cuidado de Jesse–, pero hay más. A través de pequeñas referencias visuales, como evocaciones bellas y dolorosas, aparecen el vínculo de Johnny con su hermana y el fallecimiento todavía reciente de la madre. También la relación de Jesse con su padre, señalada en posibles recuerdos (el término “evocación” sigue siendo más preciso), así como lo sugerido en los diálogos, tendientes a dar pistas sobre la vida solitaria de Johnny. Todo oficia de manera convergente en los días compartidos entre tío y sobrino. Y lo que es importante, a través de una de las más bellas direcciones fotográficas del cine de los últimos tiempos: el blanco y negro que logra el DF Robbie Ryan (el mismo de Yo, Daniel Blake; La favorita; Historia de un matrimonio) dialoga con la maestría de Gordon Willis en Manhattan, de Woody Allen. Las ciudades norteamericanas son sorprendidas de un modo poético, detenidas en su rapidez lumínica y de movimientos, como si la cámara de cine asumiera las funciones de un retrato. El efecto es encantador, y los escenarios se ofrecen dispuestos a ser desplegados, habitados. Casi como si de un libro troquelado se tratase; y la referencia no es gratuita, ya que entre las páginas/imágenes de C’mon C’mon circulan títulos y extractos de los libros que Johnny consulta. Un niño al que cuidar en el centro de la historia. A propósito, ¿qué decir del actor inmenso que es Joaquin Phoenix? Puede citarse una escena, la del baile en las calles de New Orleans, mientras carga con el niño sobre sus hombros. La cámara los acompaña, de pronto su rostro trasluce algo que no está bien; finalmente, el cuerpo falla. Ese momento es sublime, por todo lo que atañe, por lo preocupado que el niño se muestra ante la recaída del tío. Pero a no confundir, no hay planos cerrados ni música premeditada que subraye emociones. Apenas se trata de dar cuenta de una situación cuya resolución bien podría haber sido otra (si el cuerpo del tío también falla, ¿al cuidado de quién quedaría el niño?). Un pudor que la película exhibe en todo momento, como lo suponen el reencuentro de Jesse con su madre o la despedida del niño con el tío: retratados con el mayor de los cuidados, sin estridencias ni efectismo. Hay intimidades inmensas a las que se debe respeto. El buen cine sabe cómo expresarlo.
Los banqueros cómplices y el gran periodista RJW repasa los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh entre testimonios y material de archivo. Azor indaga desde la ficción en la complicidad de la dictadura con las finanzas internacionales. De manera coincidente con el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, el pasado jueves se estrenaron dos películas de valía. Cada una, a su manera, indaga en las heridas abiertas por el terrorismo de estado. A propósito y entre otras consideraciones, vale recordar que el cine es una herramienta vital, por su capacidad para actualizar lo ocurrido y volver a mirarlo, a vivirlo. Sin este ejercicio, no hay reflexión posible. De allí la necesidad de películas que recuerden, cuantas veces sea necesario, los hechos ocurridos durante la última dictadura cívico-militar. En primera instancia, el estreno de RJW de Fermín Rivera (disponible en Cine.ar Play) revisita desde el documental los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh, a partir de un consumado ejercicio de archivo junto a los testimonios aportados por Patricia Walsh, Juan José Delaney, Silvia Adoue, Roberto Baschetti, Juan Forn y Jorge Lafforgue; a los dos últimos, recientemente fallecidos, está dedicado el trabajo. El documental de Rivera lleva adelante una notable “película de montaje” (definición un tanto tautológica pero válida), en donde la información de las imágenes se complementa de manera diversa con los aportes de la banda sonora. Es decir, son dos instancias las que entran formalmente en juego, y cada una de ellas –imagen y sonido– construye de modo particular pero recíproco. De este modo, las voces que atraviesan RJW delinean un paisaje de recuerdos, anécdotas, pareceres, mientras la voz en off que toma la carnadura de la propia letra de Walsh las integra. En este recorrido, aun cuando las imágenes se condigan con lo que se escucha, lo que agregan es siempre algo más, entre fotografías y material diverso, que agregan semánticamente más posibilidades. Así surgen, desde el retrato oral polifónico, episodios tales como la niñez de Walsh, su (traumático) paso por un internado irlandés, la pobreza de su familia, la relación con su padre; más adelante tendrán lugar las primeras traducciones, el vínculo con la novela policial, y el descubrimiento de una voz literaria propia. Después y consustancial, será el surgimiento del peronismo, junto a las contradicciones internas de un lúcido hombre de letras que piensa lo que sucede mientras incurre en contradicciones. Allí y por eso, el golpe del ’55, y un texto celebratorio del propio Walsh, dedicado a los aviadores. Seguramente, éste sea el abordaje menos frecuente de la vida de Walsh. Y si de un momento bisagra se trata, allí está la frase oída sobre un “fusilado que vive”, que despertará a las pesquisas que alumbrarán a una de las obras capitales de la literatura y la investigación periodística argentina. Hasta allí llega RJW, hasta ese umbral definitorio. Lo que surge, durante sus precisos 70 minutos, es un periplo inmenso, extraordinario, en la vida del ejemplar escritor y periodista, asesinado por la última dictadura. En otro orden, la cartelera comercial estrenó el film Azor, ópera prima del director Andreas Fontana, nacido en Ginebra y con estudios de cine en Buenos Aires. Interesado por la historia latinoamericana, con particular atención a lo sucedido durante la última dictadura argentina, Fontana narra la historia de un banquero suizo, preocupado por restablecer los lazos con Argentina, misteriosamente rotos tras la tarea de su antecesor, ahora desaparecido. Corre 1980, y este hombre concurre al país en compañía de su esposa; los dos observan impávidos, previo ingreso al hotel, el accionar policial cotidiano. Será apenas una de las múltiples situaciones aberrantes pero normales, en la vida de un país que dice, según el conserje, vivir años de fiesta tras el mundial de fútbol. El peregrinar de Yvan –el banquero privado que interpreta Fabrizio Rongione– es cauto. Se informa a través de los clientes de su compañero –¿dónde estará?–, evita juicios de valor, y asiste como testigo y espectador a la doble cara de un sector que vive de acuerdo con sus privilegios de clase pero teme por su destino. “Azor”, título del film y palabra que integra uno de sus diálogos más relevantes, remite a una expresión francesa, dedicada al silencio cómplice, a hacer de cuenta que nada pasa. De esta manera, el banquero comprende primero y actúa en consecuencia. Allí donde, se supone, debiera tener un parecer diferencial, no será así. Se trata, en suma, de un hombre de finanzas. Y si está en un país ajeno, es porque busca beneficios. RJW retrata la biografía de Rodolfo Walsh. La mesura narrativa de Azor, sin estridencias ni golpes de efecto, da cuenta de la adopción de un punto de vista incómodo, el de un cómplice, el de un engranaje sustancial a los negociados asesinos de la última dictadura. Cuando alcanza su desenlace, el film logra una de sus escenas más macabras, de lógica fría y bancaria, dedicada a calcular porcentajes y ganancias. Todo ello narrado con la misma finura y meticulosidad del resto del argumento. Vale destacar la tarea de Juan Pablo Geretto en la piel de un abogado chanta, de sonrisas siniestras, que da su mano sucia mientras aconseja cómo comportarse. Él sabe de imposturas y falsedades. En una sociedad carcomida y rota, con el gobierno en las manos de genocidas, que además fungen beneficios personales en su alianza con el poder financiero internacional.
Los banqueros cómplices y el gran periodista RJW repasa los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh entre testimonios y material de archivo. Azor indaga desde la ficción en la complicidad de la dictadura con las finanzas internacionales. De manera coincidente con el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, el pasado jueves se estrenaron dos películas de valía. Cada una, a su manera, indaga en las heridas abiertas por el terrorismo de estado. A propósito y entre otras consideraciones, vale recordar que el cine es una herramienta vital, por su capacidad para actualizar lo ocurrido y volver a mirarlo, a vivirlo. Sin este ejercicio, no hay reflexión posible. De allí la necesidad de películas que recuerden, cuantas veces sea necesario, los hechos ocurridos durante la última dictadura cívico-militar. En primera instancia, el estreno de RJW de Fermín Rivera (disponible en Cine.ar Play) revisita desde el documental los primeros años en la vida de Rodolfo Walsh, a partir de un consumado ejercicio de archivo junto a los testimonios aportados por Patricia Walsh, Juan José Delaney, Silvia Adoue, Roberto Baschetti, Juan Forn y Jorge Lafforgue; a los dos últimos, recientemente fallecidos, está dedicado el trabajo. El documental de Rivera lleva adelante una notable “película de montaje” (definición un tanto tautológica pero válida), en donde la información de las imágenes se complementa de manera diversa con los aportes de la banda sonora. Es decir, son dos instancias las que entran formalmente en juego, y cada una de ellas –imagen y sonido– construye de modo particular pero recíproco. De este modo, las voces que atraviesan RJW delinean un paisaje de recuerdos, anécdotas, pareceres, mientras la voz en off que toma la carnadura de la propia letra de Walsh las integra. En este recorrido, aun cuando las imágenes se condigan con lo que se escucha, lo que agregan es siempre algo más, entre fotografías y material diverso, que agregan semánticamente más posibilidades. Así surgen, desde el retrato oral polifónico, episodios tales como la niñez de Walsh, su (traumático) paso por un internado irlandés, la pobreza de su familia, la relación con su padre; más adelante tendrán lugar las primeras traducciones, el vínculo con la novela policial, y el descubrimiento de una voz literaria propia. Después y consustancial, será el surgimiento del peronismo, junto a las contradicciones internas de un lúcido hombre de letras que piensa lo que sucede mientras incurre en contradicciones. Allí y por eso, el golpe del ’55, y un texto celebratorio del propio Walsh, dedicado a los aviadores. Seguramente, éste sea el abordaje menos frecuente de la vida de Walsh. Y si de un momento bisagra se trata, allí está la frase oída sobre un “fusilado que vive”, que despertará a las pesquisas que alumbrarán a una de las obras capitales de la literatura y la investigación periodística argentina. Hasta allí llega RJW, hasta ese umbral definitorio. Lo que surge, durante sus precisos 70 minutos, es un periplo inmenso, extraordinario, en la vida del ejemplar escritor y periodista, asesinado por la última dictadura. En otro orden, la cartelera comercial estrenó el film Azor, ópera prima del director Andreas Fontana, nacido en Ginebra y con estudios de cine en Buenos Aires. Interesado por la historia latinoamericana, con particular atención a lo sucedido durante la última dictadura argentina, Fontana narra la historia de un banquero suizo, preocupado por restablecer los lazos con Argentina, misteriosamente rotos tras la tarea de su antecesor, ahora desaparecido. Corre 1980, y este hombre concurre al país en compañía de su esposa; los dos observan impávidos, previo ingreso al hotel, el accionar policial cotidiano. Será apenas una de las múltiples situaciones aberrantes pero normales, en la vida de un país que dice, según el conserje, vivir años de fiesta tras el mundial de fútbol. El peregrinar de Yvan –el banquero privado que interpreta Fabrizio Rongione– es cauto. Se informa a través de los clientes de su compañero –¿dónde estará?–, evita juicios de valor, y asiste como testigo y espectador a la doble cara de un sector que vive de acuerdo con sus privilegios de clase pero teme por su destino. “Azor”, título del film y palabra que integra uno de sus diálogos más relevantes, remite a una expresión francesa, dedicada al silencio cómplice, a hacer de cuenta que nada pasa. De esta manera, el banquero comprende primero y actúa en consecuencia. Allí donde, se supone, debiera tener un parecer diferencial, no será así. Se trata, en suma, de un hombre de finanzas. Y si está en un país ajeno, es porque busca beneficios. RJW retrata la biografía de Rodolfo Walsh. La mesura narrativa de Azor, sin estridencias ni golpes de efecto, da cuenta de la adopción de un punto de vista incómodo, el de un cómplice, el de un engranaje sustancial a los negociados asesinos de la última dictadura. Cuando alcanza su desenlace, el film logra una de sus escenas más macabras, de lógica fría y bancaria, dedicada a calcular porcentajes y ganancias. Todo ello narrado con la misma finura y meticulosidad del resto del argumento. Vale destacar la tarea de Juan Pablo Geretto en la piel de un abogado chanta, de sonrisas siniestras, que da su mano sucia mientras aconseja cómo comportarse. Él sabe de imposturas y falsedades. En una sociedad carcomida y rota, con el gobierno en las manos de genocidas, que además fungen beneficios personales en su alianza con el poder financiero internacional.