En 45 años, el pasado está dolorosamente vivo
Un matrimonio sin hijos está por festejar 45 años de casados. La celebración se avecina y él, Geoff, recibe una carta en alemán acerca del encuentro de un cadáver. Una amada de su pasado, desaparecida en una montaña 50 años atrás, es hallada finalmente en un témpano de hielo en Suiza. Por supuesto, semejante hallazgo no podrá hacer otra cosa que remover los cimientos -nunca tan fuertes, al menos en este modelo de cine- de esta pareja. La presencia del pasado que vuelve, con los condimentos del hallazgo y del tipo de hallazgo, es el disparador para los malestares y la exacerbación sutil de esa distancia siempre infranqueable entre dos personas, esa separación evidente: son dos seres, no uno solo. La película de Andrew Haigh se construye con seguridad, con aplomo, con solvencia, sobre una constatación obvia.
Charlotte Rampling borda una actuación sin fisuras, sin espacio para el tono equivocado: en su calma acaecen las tormentas con una capacidad actoral indudable. Los diálogos y las emociones no se salen de cauce, aunque a partir de la mitad de la película prometen fugazmente alguna turbulencia. La procesión va por dentro como máxima, como biblia cinematográfica. Incluso algunas breves interrupciones de baile o de sexo o de subidas de tono en el diálogo, en 45 años todo está filmado con distancia respetuosa y aséptica. El film de Haigh es del tipo de cine que en su corrección encuentra su techo, sus límites. Es un cine de construcción inobjetable si uno acepta sus constricciones, sus ataduras.
La presentación sutil de temas universalmente conocidos: la vejez, una pareja con cuentas pendientes, ítems ya tratados con mucha mayor enjundia por grandes maestros europeos. El nombre de Ingmar Bergman aparece fácilmente en las comparaciones, pero no es necesario ir hasta el sueco para comparar. Otra película reciente sobre una pareja mayor inglesa, Fin de semana en París (no confundir con Weekend, la película anterior del director Haigh), de Roger Michell, estrenada el año pasado en la Argentina, tenía otros riesgos, otra vitalidad: era menos homogénea, más despareja. Y a la vez mucho más apasionante, móvil y vital. 45 años es cine hipercorrecto, sólido, cercado, tan limitado en su vuelo como sutil en sus planteos, tan movilizadores como se lo permitan probables identificaciones emocionales. Cine seguro, demasiado a salvo, sobre temas abismales.