Entre solemnidad cursi y cursilería solemne
La leyenda de los 47 ronin de la era Tokugawa, basada en hechos reales ocurridos a comienzos del siglo XVIII, forma parte del folklore japonés y ha sido retomada por la literatura, el teatro y el cine de ese país en decenas de ocasiones. Según el relato más o menos oficializado por el paso del tiempo, esa historia de venganza y honor incluye a un tal Asano, samurái de alcurnia, que en plena recepción al shogun produce un desaire protocolar y es obligado a quitarse la vida. Aunque, eso sí, con todos los honores del ritual conocido como seppuku (un japonés jamás utilizaría el mucho más prosaico hara-kiri). El responsable último del hecho habría sido otro samurái de nombre Kira, aparentemente afecto a las coimas, aunque las versiones al respecto varían. Luego de idas y venidas y una espera de más de un año, 47 sirvientes del suicidado Señor, transformados en orgullosos ronin (samuráis sin amo a quien servir), llevaron a cabo una sangrienta venganza contra Kira, con la guía y liderazgo de Oishi, uno de los principales consejeros de Asano. Luego de restablecer el nombre y el honor de la familia a la que servían, se entregaron a la Justicia y terminaron sus días abriéndose el estómago.
El cine nipón ha adaptado esa historia en películas centradas bien en la acción física, bien en la metódica espera; poéticas y serenas algunas (como la de Kenji Mizoguchi, producida en 1941), excitantes y aventureras las otras (como la versión de Hiroshi Inagaki de 1962). Esta necesaria introducción viene al caso, ya que es imperioso afirmar que la nueva versión de los 47 ronin, producida por los estudios Universal en Hollywood, poco y nada tiene que ver con la historia original, de la cual mantiene apenas dos o tres ideas básicas y el arco narrativo de muerte, espera, preparación y venganza. A partir de allí comienzan las diferencias: la película de Carl Rinsch está habitada por brujas, fantasmas, seres sobrenaturales, dragones y luchadores de más de dos metros de altura. El énfasis en las relaciones de clase y la rigurosa etiqueta de la casta samurái son reemplazados por princesas enamoradas, villanos de manual (la superestrella del cine japonés Tadanobu Asano) y romances más grandes que la vida. El Japón medieval que presenta el film está mucho más cerca del universo de Tolkien que de los libros de historia o del cine de samuráis.
Nada de malo hay en ello: cualquier historia es digna de ser maltratada y reconvertida. No es necesariamente problemático, aunque sí un tanto ridículo, que un reparto integrado casi en su totalidad por actores japoneses hable en idioma inglés con diversos grados de acento. Tampoco es extraño que un film norteamericano del siglo XXI insista con esos miedos tan siglo XX a utilizar un actor asiático en el rol central, “dividiéndolo” en este caso entre el Oishi interpretado por Hiroyuki Sanada y el personaje de Kai (Keanu Reeves, en la piel de un mestizo abandonado a su suerte cuando era bebé y criado por unas criaturas mitológicas del bosque). De todas formas, los obstáculos fundamentales de 47 ronin son dos: su solemnidad cursi y su cursilería solemne, que atentan contra cualquier posibilidad de disfrutar de un espectáculo que no puede, de ninguna manera, ser tomado en serio. Colorinche en 3D al cual le faltan garra, nervio y sentido del ritmo, su etnocentrismo disfrazado de exotismo, sus escenas de acción formateadas y la irritante previsibilidad de su narración terminan generando una falta de interés que deshabilita el deseo del espectador. Tal vez el peor pecado cuando se habla de “una de aventuras”.