Gran parte del imaginario popular occidental sobre la cultura japonesa se ha constituido sobre la leyenda de los 47 Ronin y lo que ellos representan llevando casi al extremo valores como honor, lealtad, el respeto a los códigos, tradición.
Según los saberes y leyendas, Ronin es un samurái que se ha quedado sin “amo”, estos 47 sujetos llevaron a cabo la acción de vengar al asesinado noble a sabiendas que la misma conlleva la pena de muerte.
Toda esta introducción viene a cuento para poder creer, y luego afirmar, que en la factoría hollywoodense de cine no tienen la menor idea de esa cultura cuando lo prioritario es la taquilla.
Punto aparte, no les funciona; a veces la justicia aparece.
No es una razón tampoco el establecerse como de pensamiento rígido, pues todo hecho histórico, social, hasta literario, puede ser adaptado, modificado, realizar lecturas diferentes, siempre y cuando el producto terminado justifique esas acciones.
Éste no es el caso.
Esta leyenda incumbe al ideal épico japonés. Ha sido llevada al cine con anterioridad por directores de la talla Kenji Mizoguchi, al mismo tiempo que se puede vislumbrar en éste el origen de otros texto cinematográficos, tales como “Los siete Samuráis” (1954)), de Akira Kurosawa, o “13 Asesinos” (2010), de Takashi Miike.
Uno podría decir que, y nobleza obliga, estéticamente es un filme bello, bien fotografiado, trabajado con colores brillantes, sobre todo en la primera mitad, dando al vestuario una importancia mayor a la necesaria si el texto del mismo fuese bueno.
La historia esta ambientada en el siglo XVII, en el Japón feudal. Kai (Keanu Reeves) es un paria que se une al líder de los 47 guerreros sin amo, que tuvieron que convertirse en apartidas después de que su señor Oishi (Hiroyuki Sanada), fuera obligado a cometer sepukku, más comúnmente conocido en estas playas como haraquiiri (suicidio al estilo samurái). Todos lucharán para vengarse del traidor que mató a su señor, condenándolos al destierro. Para restaurar el honor a su tierra natal los guerreros inician una búsqueda desenfrenada para lograr ese objetivo, sin medir las consecuencias que en realidad conocían de antemano, La práctica de seguir al amo en la muerte por medio del haraquiri es conocida como oibara
Si bien “47 Ronin: La leyenda del samurái” es poseedora de un buen diseño de sonido y buen montaje, falla pues a esta altura, y con semejante producción, porque aparecen como ridículos y mal diseñados los efectos especiales y los monstruos injertados.
Este último punto, el de la valoración de los monstruos, puede tener influencia directa con la adaptación (para llamarlo de alguna manera), al trastocar una historia real, modificar de raíz el género, pasar de un drama encuadrado en un filme de samuráis al genero fantástico sin que nada de lo que proponga sea maravilloso por lo burdo de su realización.
Todo esto no acarrarearía la gravedad que tiene sin la ayuda de otros elementos, a saber la construcción del texto, no en cuanto a estructura sino a la presentación de la historia y sus personajes.
Todo está puesto por generación espontánea, está por que si, sin ninguna explicación ni justificación, y menos aun en su desarrollo. Entre los Ronin aparece el mestizo, una cosa parecida al personaje de la serie de TV de los ‘70 Kung Fu”, Wan Chan Kein, pero a la inversa y personificado por Keanu Reeves.
Si querían que el producto fallara, nunca una mejor elección, ya estando en el rubro de las actuaciones, todo el elenco, a excepción del nombrado, son de origen oriental con buenas performances, creíbles, con mascaras, facetas, sentimientos, salvo el protagonista, libanés de nacimiento.
Otra variable importante del análisis es que, curiosamente, en éste tipo de filmes las vedettes son las escenas de peleas, como ejemplo vea la increíble “El arte de la guerra”, de Won Kar Wai, todavía en la cartelera porteña, en el caso de “47 Ronin:…” las escenas de duelos muestran planos, contraplanos y encuadres por momentos muy sutiles, pero por desgracia son pocos, luego la idea, o la directiva, parece haber sido el uso del plano corto rápido en función de marear y confundir al espectador, perdiendo definitivamente todo porte épico que de origen le era inherente.