Precipitada y sin matices
Si en el film reseñado arriba se hablaba de intimismo, de una angustia que tiñe la sonrisa, en el caso de 50 primaveras podría hablarse de otro tanto. Lo que no puede decirse es que exista una coincidencia formal, antes bien, todo lo contrario. Mientras el film de Claire Denis es contraído, sujeto al sismo en el que se encuentra su personaje, la película de Blandine Lenoir apela a lo extrovertido, a la prédica causa‑efecto para asistir al derrotero de su protagonista.
Seguramente, el atractivo principal de este film radique en su protagonista, la también directora y guionista Agnès Jaoui, aquí en el papel de Aurore: separada, al borde de la menopausia, con dos hijas (casi) adultas, y a punto de ser abuela. Jaoui compone su personaje desde una alteración que crece, en donde el filo de la menopausia le arroja a cambios de humor repentinos y calores insoportables. El cúmulo de aspectos sería suficiente, pero para ahondar más, no faltará la línea de diálogo que explicite el asunto: Aurore le teme a la vejez, la soledad y la pobreza.
Con cierto regusto cómico, las líneas de acción se repartirán como un abanico algo descontrolado. La mirada propuesta es algo extraña, puesto que si bien denuncia una sujeción patriarcal, culmina por ratificar a sus protagonistas en los roles de madres e hijas. En el film, de hecho, se escuchará decir que una mujer es feliz cuando es madre, pero no en el matrimonio.
En todo caso, 50 primaveras cumple en su propósito de aportar una historia medianamente entretenida, con la Jaoui haciendo demasiado evidente su caracterización, si bien con cierto candor que le es inherente. El acento estará puesto, a lo largo del film, en detalles que terminarán por cuadrar de manera final así como feliz. Un desenlace bastante predecible, por cierto. Vale destacar, eso sí, la mirada de lumbre y expectativas con la cual la película elige su despedida, allí anida lo más interesante.