Las mujeres son la perdición de los hombres. Las comedias románticas muchas veces son la cristalización que de la idea de los enamorados y la pareja se hace una época. Así, como pasa en otros géneros cinematográficos longevos (los orígenes de la comedia romántica pueden remontarse hasta la era de las screwball comedies), la apuesta narrativa pasa fundamentalmente por llegar a conocer a los personajes primero, para poder conocerlos como pareja después. Saber cómo son, qué les gusta, qué los motiva, cuáles son sus aspiraciones, cómo se llevarían estando juntos, si serían capaces de convivir, etc, estas son las preguntas que nos hacemos frente a una comedia romántica, y son pocos los géneros que como éste se encuentran tan fuertemente anclados en la vida contemporánea. O mejor dicho, en cierta vida contemporánea: la mayoría de las comedias románticas son urbanas, cuentan historias de personajes que van de los veintitantos hasta los cuarenta años, el trabajo (o la falta de él) suele ser un tema central, la familia puede ser un trasfondo dramático importante, no faltan los amigos de la pareja (especialmente del hombre, comic reliefs históricos del género) y ésta siempre está conformada por un hombre y una mujer. Las comedias románticas dan cuenta de una buena parte de todo el complejo entramado de rituales y prácticas que rodean a las relaciones humanas en las ciudades y la vida moderna, y por eso también suelen ser un termómetro más o menos confiable del sentir de una época. Personalmente no creo que haya una forma más efectiva de tomar contacto con los problemas y los intereses de un momento histórico en particular que viendo comedias románticas (ni siquiera el documental tiene semejante poder de síntesis; acaso porque en las películas del género, al abordar los materiales desde la ficción y poder manipularlos a voluntad, se logra un fresco del período todavía más fidedigno). Incluso cuando las películas no son buenas, cuando los personajes son puros estereotipos o simples rejuntes de lugares comunes, las historias poco elaboradas, los conflictos poco creíbles o alguna de las dos mitades de la alquimia (la comedia o el romance) fallan, incluso en esos casos, las comedias románticas no deberían poder aburrirnos; pueden, sí, irritarnos o separarnos de ellas, alejarnos, pero siempre tienen un plus que hoy es exclusivo de ese género en especial, y es la capacidad de observar con cuidado y devolvernos una imagen cristalizada de la vida moderna.
Sin embargo, a veces aparecen comedias románticas que rompen el esquema, que se animan a proponer otra cosa. Es el caso de 500 días con ella, la película de Marc Webb, que está contada casi exclusivamente desde el punto de vista del protagonista. Este posicionamiento narrativo es una buena forma de justificar las idas y vueltas del guión en la línea temporal: los saltos de un momento a otro de la relación de Tom (Joseph Gordon-Levitt) con Summer (Zooey Deschanel) se vuelven uno de los recursos más explotados por la película, que a veces cae en el facilismo de contrastar las diferentes etapas emocionales de Tom (son varias las ocasiones que a una secuencia alegre le sigue una –anterior o posterior en el tiempo- con el personaje amargado y resentido) y de a ratos termina siendo un mecanismo aparatoso un tanto monótono. Pero otra de las cosas que permite el hecho de que el narrador (una voz en off a veces empalagosa, a veces irónica) cuente la historia desde el lugar de Tom es que se rompe con esa perspectiva gnoseológica que mencionaba más arriba respecto al género: porque a Summer, amor y perdición de Tom, apenas llegamos a conocerla, y gran parte de lo que sabemos de ella lo recibimos filtrado por la mirada de Tom, casi como si fuéramos uno más de sus dos amigos que siguen la aventura romántica en base a lo que él les cuenta. Al igual que para Tom, para nosotros Summer también es un misterio: a pesar de intuir algunas cosas de su vida pasada y presente (pero nunca hay mucho más que indicios, sugerencias apenas) nunca llegamos a comprenderla en las decisiones que toma, y sus cambios de humor (que puntúan la relación romántica de los dos) nos resultan extraños, indescifrables. Esto no quiere decir que tengamos que estar de acuerdo con todas las estrategias que pone en práctica Tom: son muchas las veces que se lo vemos perder el control y trastabillar, como si el chico enamorado estuviera condenado a equivocarse. Pero al menos lo entendemos: para nosotros Tom es transparente, mientras que Summer, incluso en los momentos en los que la adivinamos más traslúcida, siempre se nos ofrece fatalmente opaca.
La otra mujer fuerte de 500 días con ella es Rachel, la hermanita menor de Tom. Como Summer, Rachel también es un personaje enigmático, aunque su carácter misterioso funciona en un nivel diferente al de Summer: Rachel, de apenas nueve o diez años, es casi la voz de la conciencia de Tom, un Pepe Grillo mechado en el mundo de las relaciones sentimentales que da cátedra sobre romance en cada línea de diálogo. Rachel es el otro punto de equilibrio de Tom, al que el protagonista recurre cada vez que su relación con Summer se desbalancea: Rachel lo aconseja, le hace de contrapeso, lo estabiliza. Si Summer nos resulta misteriosa porque no sabemos casi nada de ella, el misterio de Rachel se funda en su sabiduría y calma de espíritu que bordean lo milenario; ella, con sus corta edad, ya parece que vivió mucho, que se las sabe todas.
Otro de los temas obligados de las comedias románticas es la familia, y también acá 500 días con ella se anima a distanciarse del grueso del género. De los padres de Tom (y Rachel) no sabemos nada salvo que están divorciados y aún viven, y en ningún momento aparecen en la película. Si uno hace el ejercicio de ver la película teniendo presente varias de las convenciones más recurrentes del género (como la importancia de la familia y/o los padres), 500 días con ella, que, como ya dijimos, cuenta la historia de Tom y no la de Summer ni la de la pareja, se tiñe de un leve aire triste, como si un desamparo silencioso azotara a los hermanos y los disparara en direcciones diferentes: a Tom, en la búsqueda de una profesión y un amor romántico idealizado, y a Rachel en un proceso de maduración y aprendizaje insospechado para una nena de su edad (proceso que no vemos pero que adivinamos detrás de cada una de sus frases cargadas de sabiduría amorosa y experiencia de vida). Este desamparo, siempre sugerido y nunca explicitado, es el que se adueña de la historia en los momentos de crisis de Tom con Summer (porque las crisis siempre son de él, nunca de ella): cuando sus esperanzas románticas fracasan repentinamente, la vida de Tom casi pierde su sentido, y detrás de ese vacío se insinúa un fuerte sentimiento de abandono, de desgarro familiar. De nuevo, este no es el tema de 500 días con ella, pero sí su fondo, su decorado no iluminado, que termina dotando a la película de una tristeza singular, inefable pero evidente, que incluso en las escenas de comedia (que no son muchas ni de tanta magnitud como en una típica comedia romántica juvenil), incluso en el momento más sólido de su relación con Summer, parece estar comiéndose por dentro a Tom.
Releyendo brevemente esta nota me doy cuenta que escribí mucho más sobre Tom que sobre Summer (incluso sobre Rachel digo más cosas). Esto es lo raro de 500 días con ella si la pensamos como comedia romántica: que se queda alrededor de uno de los personajes pero se aleja decididamente del otro, al que relega a un lugar de misterio y oscuridad. Las comedias románticas, aún cuando se sitúen más cerca de uno de los personaje (pasa seguido) siempre se esfuerzan por comprender al otro, por conocerlo y hacer que lo conozcamos, por elucidarlo. En esto, 500 días con ella tal vez sea un poco apática, un poco narcisista por preocuparse nada más por Tom y sus problemas, pero también establece un quiebre fundamental en relación al género, un quiebre casi filosófico: si somos uno de los personajes (todos somos Tom) aspirar a conocer al otro, pareciera estar diciendo 500 días con ella, es algo utópico, improbable, una fantasía alimentada seguramente por la visión de demasiadas comedias románticas (incluso hay una escena en la que un Tom podrido de la vida y de sí mismo culpa de todos los males de la actualidad a la construcción de la idea del “amor” que se hace desde diferentes medios, por ejemplo, el cine). Para Webb al otro lo hacemos nosotros, lo construimos a nuestra medida y como más nos gusta (como le ocurre a Tom con Summer, que sus atributos alternativamente lo enamoran o irritan). Hace mucho tiempo que hay una idea flotando en la sociedad: que la vida moderna se funda en la desconexión; que la tecnología, en lugar de acortar distancias (o quizás por eso mismo) descubre nuevas brechas, escinde; que la gente se relaciona cada vez menos entre sí y de manera menos intensa, etc. Si bien este discurso con su tono impostadamente pesimista puede sonarnos un poco obsoleto y cuestionable (personalmente no adhiero a él), sí es cierto que está presente en la cultura y que se escucha cada vez más seguido: 500 días con ella, como toda comedia romántica digna, como buen termómetro humano que constituye el género, pareciera, con su propuesta narrativa (las distancias que separan a Summer y Tom son infranqueables: él, por más enamorado que esté, nunca puede llegar a conocerla bien, y por eso la película se coloca de su lado y no intenta comprenderla a ella) estar tratando de dar cuenta de esa desconexión que suele adjudicársele la vida moderna en las ciudades.