500 días con ella

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

EL CORAZÓN DEL ARQUITECTO

A EUGENIA, QUE ES ESTE PRESENTE

Las recuerdo bien: están Alejandra, Carolina, Lucía, Noé, Gabriela. Está el amor inconfesable de la adolescencia; el furtivo y a las apuradas; el que nunca fue de a dos; el “te quiero como amigo”; el que dolió más de lo que duró. Cada uno ocupó su espacio temporal y corporal, algunos más de lo debido, algunos curados sin esfuerzo, otros esforzadamente incurables. Todos, igual de fracasados. Fueron amores, seguro, pero también obsesiones. Claro, uno lo dice con el tiempo, porque en el medio del ojo de la tormenta de la obsesión no hay lugar para el raciocinio. Es más, no aceptaríamos que nos señalen ese objeto del deseo como una obsesión y nada más -o nada menos- que eso, e incluso no nos permitiríamos a nosotros mismos descartar un interés romántico por considerarlo sólo un metejón (en el barrio le llaman de otra manera): se es feliz de estar obsesionado.

Reconocer la obsesión no es descubrir la trampa en la otra parte, sino descubrirla en uno mismo, saberse enfrascado a gusto en algo imposible. Por eso que cuesta tanto desprenderse de esa persona, porque en definitiva en gran parte se trata de una reconstrucción personal. Es como abandonar una idea propia: más allá de lo idílico en que se convierte ese objetivo, no deja de transformarse en una representación racionalizada del amor; “así debe ser porque yo creo que así es, y no hay otra posibilidad”. Y vaya terquedad, cuanto más imposible y más el entorno desconfía de las posibilidades, más se empecina el tipo en querer eso que se aleja inevitablemente. El tiempo lo que hace es un poco impiadoso: por un lado le quita relevancia a eso que en su momento nos complicó; por el otro nos revela la caricatura en la que nos habíamos convertido. O por lo menos nos vemos como caricatura en una forma de autodefensa para aceptar el error del pasado y poder seguir hacia delante; de lo contrario sería imposible.

Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt), el protagonista de (500) días con ella, tiene una de esas obsesiones. No sabemos muchos de él antes de lo que se cuenta aquí y no sabremos mucho después: lo que le importa al director Marc Webb son esos 500 días que van desde que Tom ve por primera vez a Summer (Zooey Deschanel) hasta que más o menos logra sacársela de la cabeza. Es y no es una comedia romántica. De hecho una voz en off nos alertará sobre eso al comienzo del film y la estructura será la clásica de chico-conoce-chica, pero aquí las cosas van por otro lado: baste seguir el recorrido que Tom hace para que descubramos que se trata en todo sentido de una película de crecimiento personal, en la que el amor juega un papel importante. Básicamente ese autodescubrimiento está relacionado con el amor.

Muchos podrán cuestionar que aquí se ofrezca sólo una parte de la relación. Decidida y deliberadamente lo que importa acá es lo que le pasa a Tom; Summer no es más que una idea borrosa, es lo que Tom quiere que sea en el momento que debe serlo porque el punto de vista es el de él. Y esto no atenta contra la película porque recordemos que no es una comedia romántica: (500) días con ella es el pasaje que lleva al protagonista de la caricatura de sí mismo a tener una idea, más o menos concreta, de sus posibilidades futuras. Por eso está bien que Summer no sea más que una suma de retazos, de partes rotas de una figura incompleta que nunca se acabará ante nuestros ojos. Lo que más conocemos de ella son sus gustos, casualmente eso que se busca en las relaciones para, como en un juego de las siete diferencias, encontrar conexiones místicas que nos den claridad sobre si la otra persona es o no es la indicada para nosotros: fetichismo. Summer es una suma de retazos, decíamos, porque no es más que una obsesión, y las obsesiones se arman de aquello que nos conviene, son funcionales al relato y a lo que se pretende significar.

Es interesante lo que Webb y sus guionistas, Scott Neustadter y Michael H. Weber, logran para los parámetros del género. Porque (500) días con ella se inscribe fácilmente en un cine que no busca ser real o cotidiano, y sin embargo logra capturar algunos momentos en diálogos e imágenes que adquieren relieve porque uno conoce su corporalidad de este lado de la pantalla. Y efectivamente esto es así porque lo que sobresale es el pulido que se ha hecho de la superficie genérica. Que esto, que es evidentemente ficcional, parezca real nos lleva entonces a hacernos una pregunta: ¿qué fue primero en el amor, el cine imitando la vida o la vida imitando al cine? ¿Se amaría y sufriría al límite de la caricatura antes, cuando las comedias románticas todavía no eran lo que hoy? En algún momento Tom, a sabiendas que Summer no volverá, abandonará su trabajo (una empresa que fabrica tarjetas de salutación) harto de la idea del amor idealizado que han ayudado a construir el cine y la música pop; y de cómo eso ha sido dañino.

No es menor que Tom trabaje donde trabaja, ni que su profesión frustrada sea la arquitectura. Como se ha dicho, el joven es uno de los más talentosos en lo suyo: elabora las frases que serán utilizadas en esas tarjetas que se regalan para días especiales o en acontecimientos. Su lengua es un albergue de lugares comunes que sirven para continuar esa idea del amor como un exceso. Y él es el mejor porque también es el mejor para obsesionarse: es de esos que a un movimiento de ojos, del pelo, de la comisura de los labios, les da significados. Está claro que su educación emocional lo ha puesto en un lugar de debilidad y no está preparado para comprometerse con una chica que asegura no creer en el amor: “es amor, no es Santa Claus”, le dirá él. Lo que ayuda a fundar Tom desde su lugar es un mundo débil, engañado con ideas un poco sui géneris sobre el amor y la vida en pareja. Y Tom lo que quiere ser es arquitecto, construir cimientos sólidos, bases sobre las que poder edificar luego cualquier tipo de estructura y que no se resienta inmediatamente.

Que Tom arranque el film como lo primero y lo culmine más cerca de lo segundo está hablando de un crecimiento del personaje, sostenido en sutiles apuntes. Lo bueno de (500) días con ella es que no tiene definiciones sobre muchas de las cosas que toca: si a Tom le va mejor y se convierte en un profesional, o si consigue con quién olvidar a Summer, es harina de otro costal y no importa acá. Lo realmente interesante es que la vivencia lo hizo avanzar y lo puso en otro lugar desde el cual poder verse en abismo, única manera de dejar de lado la caricatura y convertirse en uno mismo.

Y tampoco es menor que todo esto ocurra en una película bien narrada, divertida, relajada, con diálogos sofisticados pero nunca por encima de sus personajes, con rasgos de humanidad e inteligencia, sin cinismo alguno a pesar de continuamente estar saboteando un discurso como el del cine romántico, que amaga reiteradamente con ser canchera pero tiene gran cariño para con sus personajes, con dos actuaciones notables (aunque contar con Zooey Deschanel en una comedia romántica debería ser penado como desleal y es ganar por afano). Es raro, decíamos, que una película que se construye sobre el discurso de un género cinematográfico con la intención de subvertirlo, y que evidencia su artificio continuamente, termine siendo menos engañosa y más natural que aquellas que se precian de ser realistas.

Menos engañoso y más natural. Es cuando Tom deja de compadecerse que aparecen otras perspectivas. (500) días con ella deja al descubierto el onanismo de la obsesión por lo que no fue, como así también el de habitar un presente lamentándose por lo que nunca se será. El final no es conformista porque el cambio del personaje se opera a partir de una toma de decisiones coherente. Tom quiere ser presente y hacia allá va, no sin dolor porque aprender siempre conlleva una pérdida de la inocencia. Y esa inocencia que se va nos duele porque en cierta forma nos demuestra el error de aquello en lo que creíamos por el simple hecho de que no conocíamos. Como dice Summer: “no es que estuvieras equivocado; tu error fue creer que yo era esa persona”. Por suerte el tiempo, si nos damos el lujo, nos permite recuperarnos y olvidar, convertirnos en arquitectos o simplemente vivir un presente más satisfactorio y volver a amar.