Chico conoce chica, chica deja chico
Si bien este título se parece a un juego de palabras no hace otra cosa que recuperar cierta fórmula que toda comedia romántica explota hasta el hartazgo desde que el cine se ha ocupado de los contratiempos entre los Apolos y las Afroditas en ese juego de roces, miradas y gestos, llamado enamoramiento. Quizá como una necesidad de encontrarle algún elemento distintivo a la ecuación surjan desde las filas de las nuevas generaciones miradas menos idílicas o edulcoradas sobre las relaciones amorosas que, sin embargo, no pueden negar – y en esta película es más que evidente- una pátina de resentimiento por despecho o simplemente por encontrarse engañado con esas historias de final feliz. Ese es precisamente el caso de (500) días con ella, del debutante Marc Webb, protagonizada por Joseph Gordon-Levitt (el Luciano Pereyra yankee) y la encantadora Zooey Deschanel junto a un reparto de secundarios a la altura de las circunstancias.
En primer lugar, el hecho de haber utilizado esos paréntesis en el título marcan la idea temporal en la que se concentra el relato como parte de un recurso narrativo que se va a disparar en un orden disgresivo desde el punto de vista que el hilo temporal se ve profundamente fragmentado durante el desarrollo de una relación amorosa, que transita por todas las instancias desde el día uno hasta el quinientos. Por supuesto el primer día en que Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt) conoce a Summer Finn (Deschanel) experimenta el consabido flechazo provocador de la distorsión de la mirada frente al objeto deseado. Para él ella es más que perfecta, aunque la misteriosa Summer de antemano le aclare que no cree en el amor. Al muchacho, arquitecto devenido en redactor publicitario de tarjetas de felicitación, le importa muy poco el descreimiento militante y procura seducirla a toda costa. Sin embargo, al traspasar la barrera de los primeros cien días los impulsos cambiantes de Summer empiezan a desteñir la paleta de colores con la que Tom la retrataba, la construía en su mente como a aquellos edificios perfectos y sin grietas bocetados en momentos de ocio, y entonces la relación comienza a sufrir la típica e irremediable etapa del desgaste.
Hasta aquí la historia convencional de los enamorados marcha sobre los mismos lugares comunes pero la originalidad del guión a manos de Scott Neustadter y Michael H. Weber radica en romper la linealidad y mostrar el avance de la relación con saltos y discontinuidades temporales, con un ritmo sostenido y pendular, entre otros recursos cinematográficos y narrativos que suman elementos a la trama. El éxito de esa operación se debe básicamente a la gran labor de la dupla protagónica, quienes logran adaptarse a esa constante marcación sin esfuerzos y con la suficiente ductilidad para pasar de la sonrisa idílica al desprecio o del amor al odio con una cuota personal de ironía que ubica a esta ópera prima dentro de una nueva idiosincrasia norteamericana con exponentes reconocidos como el realizador Judd Apatow, entre otros.
No obstante, aunque prevalezca en la película una idea meta-textual con los primeros momentos de la nouvelle vague, las “Annas Karinas” norteamericanas están muy lejos de parecerse a las originales francesas y Webb simplemente deberá conformarse con su condición de espectador.