La imagen se arrebata, se astilla, se detiene y al instante se vuelve a encender. Huracanada, la cámara se lleva por delante aquello que a la vez intenta presentar: el paisaje del Mercado 4 de Asunción, en Paraguay, donde se concentra toda la acción de la película. De repente, la cámara nos amarra al punto de vista de una rueda, la rústica rueda de una carretilla que rastrilla los pasillos del lugar. ¿Por qué mirar desde ahí? ¿Hay un sentido en ese gesto? ¿O es solo otra demostración de la prepotencia de la imagen-cocktail, esa pulsión contemporánea que incita a barajar efectismos vistosos por la simple y única razón de que la tecnología permite hacerlo con total comodidad? Sepan disculpar estas prevenciones: sólo intento blanquear las sospechas que me asaltaron frente a la película. En principio, 7 cajas evoca el estilo y los temas típicos de Danny Boyle, e incluso ciertos motivos visuales conducen específicamente a un título: Slumdog Millionaire. Sin embargo, el film se afirma y gana peso propio cuando consigue cristalizar una diferencia fundamental: en 7 cajas la pobreza duele de verdad, y es esta irrebatible sensación la que sostiene la autenticidad de la película. Los realizadores Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori nunca pretenden mitigar la desesperación que cunde en el mundo narrado, ese latido negro que uno sigue escuchando aun después de la proyección, mucho más allá del dudoso final feliz.
Danny Boyle, decíamos. Hay una veta de 7 cajas que busca decir algo sobre el poder de la imagen televisiva como constructora del deseo, para lo cual el relato obliga al joven protagonista, Víctor (Celso Franco), a mostrarse fascinado cuando se contempla a sí mismo en el televisor, situación que se reitera por lo menos tres veces, con variaciones. Aquí es donde la película conecta con Slumdog: hay que huir de lo real para entrar en la imagen, la única forma de existir. Y éste es el punto más débil del film paraguayo, pues todo este artilugio autorreflexivo no sólo obstruye la fluidez narrativa sino que además resulta directamente innecesario. Ya en su primer tramo el relato se había ocupado de tejer con eficacia otro dispositivo: la apología del teléfono celular. Aunque primero, por supuesto, está el dinero, el símbolo primordial.
Es el turno, entonces, del montaje. El lazo, el camino de lo visible a la abstracción. Tres planos veloces atados a los ojos de Víctor definen al personaje y sus circunstancias. Un billete que pasa de mano en mano, luego un billete que una chica introduce en la mochila de un amigo y, finalmente, el plano de una cartera. Una cartera cerrada, donde el dinero no se ve pero se huele, se anhela. ¿Víctor lo quiere para comprar comida? Sin dudas, pero también para poseer y ostentar ese celular todo terreno que acaban de ofrecerle. Muy cerca de ahí, en una farmacia, un hombre estalla porque no le alcanza el dinero para el remedio que su pequeña hija enferma debe tomar. Habrá que luchar. La legalidad es un lujo que la urgencia no se puede dar.
Película intensa, con trazos de humor administrados con inteligencia, 7 cajas nos hace rodar en un aluvión de trueques de todo tipo y color. Símbolos manipulados, alucinados, imprescindibles, burlados, improvisados, sucios, reciclados, atávicos o recién acuñados, un intercambio constante en donde incluso los objetos de consumo más codiciados pierden todo su valor cultural agregado para ser sólo deseados por su valor de uso. Y esto es lo que ocurre en el film con los celulares: nadie se acuerda de los chiches adicionales del artefacto cuando lo único que importa es el contacto, la comunicación que podría salvar la propia vida. Y en el medio del caos, un parto. Una mujer embarazada debe llegar al hospital, la misma mujer que al principio de la película promueve la venta del teléfono protagonista. Ella recibe al final su recompensa monetaria, justo cuando parece haberse olvidado de todo. El mundo es ella y su bebé. Es que un nacimiento es precisamente aquello que lo real no negocia. No hay ecuación ahí. No hay símbolo posible.