"Buscando justicia" (Just Mercy) narra la historia real de Walter McMillian (Jamie Foxx), un afroamericano al que culparon en 1987 de asesinar a una adolescente en el estado norteamericano de Alabama. Lo incriminaron sin pruebas fehacientes: el prejuicio racista dictaminó la sentencia. Confieso que Just Mercy me dejó sin armadura ya en una de sus primeras secuencias. Para presentar al protagonista, Bryan Stevenson (Michael B. Jordan), el relato muestra su primer encuentro en la cárcel con un joven condenado a la pena capital. A Stevenson le falta poco para recibirse de abogado y aún no puede ofrecerle alicientes al detenido. Pero le lleva una noticia. Un año más de vida. Sólo eso. Ya está resignado a la derrota, a la injusticia, a la silla eléctrica. Pero tiene un año más para ver a su familia. Luego de este encuentro no volveremos a cruzarnos con ese hombre, pero su emoción punzante se nos queda alojada en el pecho para toda la película. Esta secuencia -que inaugura nuestro lazo con el personaje del abogado- es un modelo de modestia expresiva y humanidad. Just Mercy me hizo pensar en Conviction, un film de hace una década que quizás hoy nadie recuerde pero cuyas virtudes clásicas son las mismas que detenta este película dirigida por Destin Daniel Cretton. Incluso aquí las actuaciones de Jordan y Foxx sorprenden por su sobriedad. Y creo que esta discreción hay que agradecerla, especialmente en una época en donde se impone el modo-Netflix de abordar este tipo de conflictos. La brutalidad del racismo y el horror de la pena de muerte hoy se tornan fáciles tentaciones para la televisión, con resultados que a veces son dignos aunque muchas veces también degeneran en productos estirados a pura manipulación y golpe de efecto. Just Mercy va al hueso de la denuncia. De la lucha. Directa y transparente.
Hernán Sosa rastrea su nombre en el tablero de fichas para marcar horario. Encuentra la cartulina, la imprime, la vuelve a colocar en el tablero, y allí se queda detenido durante unos segundos, absolutamente embelesado, como si estuviera observando la octava maravilla del mundo. Es su primer trabajo. Es lo que vino a buscar desde su pueblo a Buenos Aires: la oportunidad de trabajar y estudiar. Todo indica que finalmente, después de haberse entrenado como pasante, lo han incorporado a la plantilla de empleados del correo. Hernán está tan contento que casi parece bailar por la calle mientras desliza las cartas por debajo de las puertas. Pero alrededor muchas cosas están cambiando, y muchas de ellas ya no tienen retorno. De a poco advertimos que esta historia transcurre a fines de los ‘90, los años de las privatizaciones y la flexibilización laboral, la década en la que la expansión de Internet y otras nuevas tecnologías terminarían reconfigurando para siempre la forma en que nos comunicamos. Hernán -al que Tomás Raimondi aporta un aire inocentón adorable- apenas se está iniciando en su vida independiente y ya se ve obligado a interpretar una catarata de signos cruzados y confusos. Pronto surgen las tensiones entre compañeros de trabajo, ya que muchos increpan abiertamente a Hernán postulando que él y los de su generación quieren arruinar a los veteranos. En verdad todos conocen las precarias condiciones que deben soportar los jóvenes ingresantes, que tienen contratos renovables cada tres meses y cobran “mitad en cheque y mitad en ticket-canasta”, pero la solidaridad no cunde. Al contrario, aumentan las dudas y las agresiones entre quienes deberían aliarse para defenderse contra el mismo enemigo. No recuerdo muchas otras películas argentinas recientes que describan con tanta agudeza ese desgarro insalvable que el neoliberalismo criminal produjo dentro la misma clase trabajadora. Además estamos hablando del Correo Argentino, nada menos, con todo lo que eso representa en la trayectoria del actual presidente del país. Hay un humus oscuro debajo de los cimientos de este relato, una angustia rocosa que por momentos queda disimulada detrás de la subtrama romántica y los trazos de comedia. Cartero es el primer largometraje de ficción de Emiliano Serra, que tiene una amplia experiencia como editor en el cine local. Uno de los placeres que ofrece el film consiste en imaginar posibles hermandades con otras películas emblemáticas estrenadas en aquellos años de consolidación del Nuevo Cine Argentino, sin que esta veta cinéfila nos distraiga del drama central, ni que estas asociaciones impliquen que el film de Serra pretenda alcanzar esas consagradas alturas. Más allá de las alusiones nostálgicas a Fellini y a Favio, allí está Jorge Sesán en el elenco de Cartero, que nos remite a Pizza, birra, faso y a la necesidad imperiosa de Caetano y Stagnaro de mostrar el desamparo de los jóvenes marginados en la ciudad de la furia; y también surge el recuerdo de “El Zapa” en El bonaerese, ya que Hernán sigue un periplo similar, apoyado en una estructura narrativa en la que Trapero supo lucirse: adentrarnos en las reglas de un oficio o institución a través de un personaje-guía que va descubriendo ese ámbito junto con el espectador. En términos de afinidad estilística, el guiño cinéfilo más claro en Cartero es ese negocio que se llama “9 reinas”, film del cual Serra parece heredar el pulso clásico y cierta destreza para capturar el perfume del paisaje porteño. Eso sí: Serra tiene veinte años de perspectiva para pensar e ilustrar aquella época, mientras que el maestro Bielinsky no sólo contó el cuento en ese mismo momento, sino que además se anticipó al estallido por venir. No todo funciona con fluidez en el film, como la secuencia dedicada al reparto de telegramas de despido, que pierde efecto porque quizás se la preanuncia en exceso. Y es cierto que las escenas en las que el protagonista se obsesiona con un amor de la infancia pueden sentirse algo anodinas, más aún cuando todo en su entorno se vuelve cada día más denso. En la última parte del film hay un vaivén en su tono que nos descoloca un poco, hasta que llegamos al final. Ahí entendemos las intenciones del director y confirmamos que el retrato que hace Cartero del derrumbe social -y moral- es mucho más complejo de lo que podíamos sospechar.
En el film argentino Vigilia en agosto también hay una boda en curso. La historia transcurre en una pequeña ciudad de la provincia de Córdoba muy ligada a la producción agrícola. La joven Madga, que trabaja como docente y colabora con la iglesia local, va a casarse en pocos días con Marcelo, “El Gringo”, que es patrón de una fábrica de granos. En esa comunidad sumida en la lógica del patriarcado, las pulsiones fascistas, los chismes dañinos y las supersticiones, Magda empieza a percibir ciertas señales del entorno que le generan dudas y temores. Algo pasó con un operario en la fábrica, un accidente laboral que su futuro marido prefiere encubrir. Todo el relato se circunscribe estrictamente al punto de vista de la protagonista (Rita Pauls, excelente), con un dispositivo narrativo que le permite al director Luis María Mercado potenciar el rol del sonido y explotar así la ambigüedad de diversas acciones que permanecen fuera del campo visual. Magda observa, escucha, espía. La violencia se disemina por vericuetos confusos. Transitando terrenos similares a los que propone Lucrecia Martel en La mujer sin cabeza, la joven de Vigilia en agosto no sabe cómo actuar frente a las verdades que descubre. Hasta que todo ese desasosiego hace síntoma en su cuerpo. “Ni empacho ni envidia. Vos estás ojeada hasta la coronilla”, dictamina una pariente, y le aconseja a Magda colocarse una cintita roja en el tobillo. La explicación esotérica esquiva el esfuerzo que implica asumir y analizar cuestiones más profundas (sociales, políticas, de género). Además no hay tiempo. Ya está todo listo para el casamiento. Pero por allí circulan otros rastros rojos que parecen enlazarse subrepticiamente mientras el relato avanza: la lana roja de un saco que ocupa toda la pantalla, la sangre de una herida en la mano de Madga, el color de una larga máquina procesadora de granos, el cabello del Gringo. En la película late un terror reticente, escondido, ahogado. El realizador logra mostrar con mucha sutileza cómo funcionan los códigos de la dominación masculina, los abusos de poder y la red de complicidades en esa ciudad. Pero es una pena que la película no llegue a colmar las expectativas que las intrigas habían despertado, como si el relato se acobardara a la hora de enfrentar a fondo esa hendija por donde asoma lo siniestro. Tal como ocurre en Carmen y Lola, el drama de Vigilia en agosto termina algo desdibujado debido a un desenlace poco arriesgado. Así y todo, se trata de una ópera prima más que interesante de un director a seguir de cerca.
Dora Baret se muestra nerviosa y arrobada al hablar de José Martínez Suárez. La actriz confiesa que, cuando era joven, él siempre lograba cohibirla. Minutos después ambos comparten un café mientras recuerdan el rodaje de Dar la cara y se dicen algunas cosas al oído. Algún secreto. Los personajes tienen una cita claramente fabricada para el film (y hasta quizás escrita y ensayada) pero todo fluye con una naturalidad notable. Las manos se rozan y la enunciación elige allí, por unos instantes, la cámara lenta. La decisión de estilo justa en el momento exacto, para dejar que la escena respire y cobre vuelo propio. Parece simple pero no lo es, mucho menos en una era del documental -la actual- en donde el director suele sucumbir a la tentación del propio exhibicionismo. Aquí llegamos a escuchar las voces de las realizadoras y también vemos sus cuerpos en el plano, pero sus presencias se asoman desde la discreción, desde la humildad de quien quiere aprender a hacer. Porque ante un maestro de este calibre ellas no pueden ser otra cosa que alumnas, y así es como Betina Casanova y Mariana Scarone encararon el desarrollo de este documental biográfico. Con la enorme ventaja, claro, de tener en su centro a un orador generoso y memorioso como pocos. Y pícaro como ninguno. Martínez Suárez podría sentarse a contar una anécdota tras otra frente una cámara estática y uno como espectador quedaría, probablemente, muy satisfecho. Pero la película gratifica todavía más porque no se limita a ser una colección de testimonios ni un previsible relevamiento cronológico de la obra del artista. Entramos en el documental y a la vez nos colamos en su backstage, un pacto que ya desde el inicio inspira una genuina complicidad con el personaje: Martínez Suárez guiña el ojo y sabemos que la vamos a pasar genial. Junto a esos juegos en el detrás de escena, el film se apoya en otra columna narrativa, que muestra al director como coordinador de una orquesta en búsqueda de la fusión perfecta entre Nino Rota y el tango. Y luego está todo lo demás: su infancia en Villa Cañás, la cinefilia, sus comienzos en la industria, sus películas, sus amigos, su familia, su tarea como docente. El film contiene todo lo que esperamos conocer sobre su protagonista, en un relato compaginado con sutileza y lucidez. Es curioso que esta película no se haya presentado en el Festival de Cine de Mar del Plata, tan ligado al realizador de El crack. La vimos en el Bafici. Y fue una sorpresa.
La autopista, el tránsito, la ansiedad. Correr siempre hacia algún lado, sin saber muy bien por qué. Con unos pocos breves planos, el director Vahid Jalilvand describe un estado del ser en el mundo urbano de hoy. Nunca conoceremos al conductor que provoca la cadena de acontecimientos desoladores que narra la película. Ese sujeto desaparece, disuelto entre todos los demás, escondido en esa masa difusa a la que llamamos “sociedad”. Otro hombre intenta esquivar a ese auto que viene muy acelerado, y con un volantazo golpea una moto en la que viaja una familia entera (papá, mamá, un bebé y un niño). Dentro de todo, parece, estamos ante un accidente con suerte. El único lastimado es el chico, con un raspón en el brazo y alguna molestia en la nuca. El hombre del auto, que resulta ser médico, se ofrece a llevarlos al hospital y a pagar el arreglo de la moto, pero le pide al padre de la familia que no llame a la policía. El padre tiene bronca pero acepta, y el asunto finalmente se cierra con la entrega de un dinero. Cualquier espectador puede intuir que en verdad nada quedará cerrado allí. La película recién comienza y sabemos perfectamente que ese cruce casual traerá consecuencias para ambas partes. La estructura narrativa de La decisión (No date, no signature), con su confrontación de diversos puntos de vista en torno de un dilema moral, es un claro ejemplo de la tendencia estilística en el cine iraní marcada por el “efecto Farhadi”, sobre la cual escribí hace ya unos años al reseñar otras dos películas de matriz similar, Bright Day y Melbourne. Horacio Bernades, en Página/12, propone pensarlo como un género, el “melodrama de conciencia”, y postula a Asghar Farhadi como su fundador. Si uno juzga las bondades de esta línea estética a la luz de la reciente Todos lo saben, con Javier Bardem y Penélope Cruz, en la que Farhadi llega casi al borde de parodiarse a sí mismo, el fenómeno no resulta demasiado estimulante. Pero lo cierto es que La separación, y sobre todo las películas que la preceden en su filmografía (About Elly, Fireworks Wednesday), son realmente muy buenas. Distinto es el caso de las películas que intentan replicar el vigor de Farhadi sin poseer su talento. No puedo afirmar que La decisión también aspire a montarse sobre la repercusión internacional de esta tendencia, pero inevitablemente todos estos antecedentes, para quienes ya los transitamos, influyen en la recepción. En este tipo de guiones, varias de las situaciones, revelaciones y ambigüedades se sienten como piezas demasiado colocadas para multiplicar las disyuntivas de los personajes, por un lado, y para subvertir minuto a minuto la lectura del espectador, por otro. Esto no significa que las acciones sean inverosímiles, ni que esta historia tristísima no pueda ocurrir tal cual en el mundo real, ni que debamos desconfiar de la honestidad del autor; sólo tengo la impresión de que ese esquema muy calculado de cartas reservadas (hechos o datos elididos) que el relato lanza cada tanto para hacer girar el tablero del sentido, podría seguir así hasta el infinito, y eso a la larga termina perdiendo efectividad dramática. Por otra parte, si bien queda claro que la película pretende ser una denuncia social, deberíamos discutir hasta qué punto la trama no carga excesivamente todo el peso de la responsabilidad sobre el individuo y su libre albedrío, sin ahondar lo suficiente en las llagas del sistema económico y político en las cuales esos individuos están atrapados. Dicho todo esto, creo que cuando Jalilvand se concentra en los silencios, los pequeños gestos y la latencia simbólica de ciertos encuadres, logra momentos de enorme expresividad. Por eso su película es superior a los otros “melodramas de conciencia” del cine iraní mencionados más arriba. Ya desde el inicio ingresamos en un paisaje áspero, tenso, con imágenes acotadas a una gama de tonos oscuros, marrones, grises, lívidos. Kaveh es médico forense. Moosa es obrero y apenas puede mantener a su familia. Dos clases sociales. Dos hombres distintos, o quizás no tanto. Ambos son seres humanos, ambos tienen miedos, aunque sean miedos de diferente tipo. La cuestión es que los dos se sienten culpables. ¿Pero cómo explicar el accionar del médico hacia el final? ¿Qué clase de culpa es la que quiere expiar? “En la realidad -escribe César Aira- nunca se sabe lo que está pensando el otro, y por qué hace lo que hace”. Allí es donde interviene la ficción, que nos hacer creer que sí podemos conocer al otro, entrar en su subjetividad, para entenderlo, para entendernos mejor entre todos. Pero se trata sólo de una aproximación. La realidad es compleja, fragmentaria, inasible. Y brutal. Películas como La decisión (o las de Farhadi) parecerían apoyarse en el carácter elíptico de la narración para recordarnos que en verdad no podemos abarcarlo todo. Que debemos conformarnos con pedacitos apenas. Y esto el realizador lo sugiere impecablemente en esa escena en la que Kaveh sale de su auto para retener a la esposa de Moosa y hablar con ella. La cámara no lo sigue. Y con la cámara nos quedamos adentro del auto, lejos de la acción y de las palabras, como testigos impotentes. Demasiado acostumbrados a estudiarlo como una “figura enunciativa”, a veces olvidamos que detrás del narrador también hay un ser humano (y que, por lo tanto, es limitado). No hay una sola decisión sino muchas a lo largo de la trama, y otras también importantes que los protagonistas tomaron antes de que el relato comenzara. ¿En qué medida todas esas decisiones son realmente producto de actos racionales y agudas reflexiones? ¿Con cuánta fuerza opera en estos hombres -o en cualquiera de nosotros- la pulsión del instinto, la desesperación o la vergüenza? ¿Quién se atreve a hacer un juicio de valor sin prestar atención al contexto existencial en el que se cultivan las conductas? A veces se trata, simplemente, de detenerse a observar en qué condiciones vive una persona. Como ese plano largo en donde constatamos la precariedad de la casa de Moosa al ver esa pared de ladrillos torcidos y desparejos, unidos por un cemento tímido que se derrama como si quisiera llorar. O la escena en la que el mismo personaje grita de dolor en ese baldío irrespirable que se extiende hasta el horizonte, un foso en descomposición que no se acaba nunca, como el infierno... o como su alma.
La cama es una película que duele. Todo es tan cercano y a la vez tan devastador. Duele ser testigos de ese derrumbe. Aunque no tengamos la edad de los protagonistas ni hayamos tenido nunca que vender una casa, todos sabemos perfectamente de qué se trata. La luz es escasa. Los objetos compartidos se amontonan como escombros. La casa parece un búnker. Los personajes consumen sándwiches minúsculos, como si esos fueran los últimos suministros de pan disponibles. ¿Qué es lo que hacen Mabel y Jorge? ¿Aguantar? ¿Hay un afuera para ellos, un más allá? ¿Una película post-apocalíptica? Tal vez sí. Pero la catástrofe no es tan fácil de registrar, porque sucede hacia adentro, se aloja en el pecho, así que sólo nos quedan los cuerpos. Los espacios del hogar, que por momentos lucen arrasados, igualmente conservan los colores del paisaje más cotidiano que uno pueda imaginar. Y el relato, muy áspero y seco al principio, va encontrando sigilosamente el respiro del cariño. Mabel y Jorge rondan los sesenta años y se están separando. Pero hay una ternura irrevocable que los une, por eso nunca dejarán de estar íntimamente entrelazados, como sugiere el afiche de la película.
“¡Frenen a ese caballo!”, grita Lucrecia Martel en un momento de Años Luz, y justo allí la imagen funde a negro. Por primera (y única) vez sentimos una tangible desesperación en la voz de la directora. Parece que un caballo se cansó de esperar a que los técnicos hicieran los preparativos para la toma, y entonces desertó. A lo mejor ése era justo el caballo que en Zama logra cortarnos la respiración con esa mirada a cámara absolutamente inquietante, uno de los primeros planos más inolvidables que ha dado el cine en mucho tiempo. Años Luz no confirma si llegaron a atajar al animal, aunque suponemos que sí. Martel no podía prescindir de esos ojos eléctricos. Toda esta situación es pura especulación. Nunca vemos la fuga ni conocemos la identidad del equino. Es el fuera de campo el que nos convoca y estimula, territorio imaginario en el cual Martel se mueve como reina y que Manuel Abramovich intenta custodiar desde su lugar de contemplador sigiloso. Años luz es un documental que reúne algunos momentos registrados durante el rodaje de Zama. La realizadora es aquí tan protagonista como el aire que la envuelve, aire que condensa el deseo y la presión de la creación. El aire es todo para esta autora. En el aire se congregan esos sonidos sustanciales que su oído se dedica a captar y cincelar con meticulosa devoción. La cámara de Abramovich elige arrancar con un encuadre cerrado sobre el rostro de Lucrecia para luego ir conquistando fracciones de vacío y provechosos claros de silencio. Años luz es una película aireada, templada, libre, muy lejos de los típicos making of comerciales que se atoran en testimonios mecánicos, edición ansiosa y previsibles loas al director en cuestión. Aquí se muestra a los actores en pleno ejercicio del ensayo y error: hay que pronunciar una frase muchísimas veces hasta dar con la vibración exacta. El cine es cadencia. Y también es contingencia. El avión inoportuno, tan ajeno al siglo XVIII. La llama que fascina cuando hace la suya. Abramovich sabe que no hay manera de transmitir el cómo se hace porque eso es patrimonio exclusivo del artista. Una cosa es registrar cómo se imparte una directriz y otra muy distinta es pretender traducir el genio marteliano. A lo sumo se puede aspirar a resguardar humildemente la estela del misterio… de eso se trata un poco Años luz.
Establecerse. O al menos poder permanecer un día entero en el mismo lugar, sin sentirse expulsado. Sólo eso desea Alejandro. Tener una pequeña parcela de tiempo que sea realmente suyo. Para volver a mirar el cielo. Pero no. El protagonista de Casa propia no hace más que ir y venir en un vagabundeo forzoso y cada día más amargo. Alejandro (Gustavo Almada, preciso en todo) tiene cuarenta y pocos años. Vive en Córdoba, con su madre, que está enferma y genera conflictos a cada minuto. Trabaja como profesor en un colegio secundario. A veces duerme con una novia que no termina de integrarlo en su intimidad. Tiene un gran amigo que está por irse a España. Quiere empezar a alquilar un departamento, pero salir a buscar opciones implica chocar con las obscenas arbitrariedades del mercado inmobiliario. Esta es la historia de un personaje de ficción y es también la historia del presente agotador de un país llamado Argentina. Alejandro no puede hacer pie, aunque lo intente. Y no hay nada más agotador que flotar cuando no se perciben orillas ni tampoco un fondo al que se pueda llegar para después remontar. El protagonista viaja encapsulado en el colectivo y de repente toda la ciudad parece transformarse en una gigantesca pecera. Aunque no veamos el agua, la sentimos como una amenaza certera a través los efectos sonoros de la película. Son demasiadas las frustraciones acumuladas. Algo está por desbordar. “Creo en los desafíos formales, porque es infinita la posibilidad que ofrece que el cine de combinar planos con sonidos”, señaló el realizador Rosendo Ruiz cuando Casa propia se proyectó en el último Bafici. La película está concebida desde el riesgo y resulta especialmente estimulante por las modulaciones que el director se anima a ensayar en la enunciación del film. El relato comienza con un plano general que muestra a un grupo de adolescentes que escuchan música y toman fernet en la calle. Una chica del grupo llama la atención por lo bien que hace jueguito con una pelota de fútbol. Todo sucede dentro de un sereno plano-secuencia que, aparentemente, nos invita a observar el conjunto sin manipulaciones. Sin embargo, no será la chica de la pelota ni sus amigos los protagonistas del relato, sino un señor que pasa detrás de ellos y se detiene para golpear la puerta de una casa, a los gritos. Esa bifurcación perceptiva, que nos obliga a relocalizarnos inmediatamente en el espacio diegético, sugiere una estrategia inteligente: en una película signada por los continuos desalojos (físicos y simbólicos), el primer sujeto desplazado es el propio espectador. Ni siquiera podemos refugiarnos en este plano inicial del frente de la casa como un típico plano de establecimiento que nos guíe en la acción por venir. Porque el personaje pronto se va del lugar, sin activar una lógica exterior-interior en la construcción espacial de la escena. De hecho, no habrá otros planos similares en el resto del film. La perplejidad se propaga. Algo se desacomoda. Un simple corte seco hace que la escuela se fusione imperceptiblemente con el hospital, o un truco visual revela que un impecable departamento a estrenar no era más que una maqueta en una clase de ciencias. Las reglas con las que el cine clásico agasajaba la orientación del espectador carecen de sentido en una historia en donde los espacios se confunden, se fragmentan, se tornan hostiles. Hasta la música perturba con su inesperada prepotencia épica, como si quisiera secuestrar al protagonista para llevárselo exiliado a otra película, una que le regale peripecias dignas de un héroe triunfal (en esta línea uno recuerda algunas búsquedas de Hong Sang-soo en la reciente The Day After, por ejemplo). Ruiz se permite tantear diversos recursos enunciativos en el film, pero esa matriz autoconsciente no complica en absoluto la conexión con los personajes. Al contrario: la película consigue adherirse poderosamente a la realidad de los vínculos, incluso allí donde el artificio se vuelve evidente. Será porque la angustia que emana de la historia resulta demasiado cercana a cualquiera de nosotros. Casa propia es el mejor trabajo del director hasta el momento. La película sorprende porque es impredecible en su estilo, cualidad que sólo puede funcionar como virtud cuando es el propio cineasta el que se niega a afincarse en un único espacio a la hora de crear. Un artista verdaderamente inquieto no va a encontrar nunca una residencia que sea la definitiva.
“No sé si se fue o si me dejó”, dice en un momento Robertina (Bertuccelli) en referencia a su marido. Esas palabras se cuelan en su verborragia nerviosa y pasan casi inadvertidas, casi divertidas, aunque en ellas se esconda un verdadero huracán existencial. Me importa poco el diagnóstico clínico del personaje o que sus miedos se deban a traumas no resueltos que arrastra desde siempre: ser abandonado sin aviso (sin la dignidad de una despedida, al menos) debería alterar la psiquis de cualquier persona con un mínimo grado de sensibilidad. En esas crisis todo en nuestro entorno queda desencajado, agrisado, corrido de eje, al borde del colapso, aunque la rutina siga y debamos atender con solvencia todos los compromisos previamente pactados (para eso elegimos ser profesionales independientes, ¿no?). Y encima ese amigo del alma a quien necesitamos abrazar hoy está muy lejos… muy pronto ya no estará más. La soledad y la muerte son los verdaderos temas de esta película, justamente aquello que nadie puede dominar. Sin embargo, según muchas de las reseñas publicadas sobre La reina del miedo, parece que resulta muy fácil distanciarse de la protagonista, catalogarla como un caso excéntrico y reducir sus conflictos al cuento de una mujer fóbica/insegura/histérica, con un plus de estrés por el inminente estreno de una obra de teatro. Desconfío de toda persona que diga que no sabe qué es la inestabilidad emocional. Esa persona miente, o no está realmente viva. Un grácil pero persistente temblor atraviesa todo el relato. Bertuccelli sabe perfectamente cómo matizar la ansiedad con simpatía y humor, pero aun así en cada escena la incertidumbre termina ganándole a cualquier otra sensación. La aparición de Lisandro (Diego Velázquez) resulta clave, ya que con él llega la ternura que Robertina necesitaba. Pero también llega el abismo. La mejor escena del film -por su precisión y su calado- transcurre durante una noche en el departamento de Lisandro, en Copenhague. El viento golpea las ventanas y Robertina no consigue dormir. De repente percibe una sombra detrás de ella. De repente aterrizamos en una película de terror. Ahí está su amigo, Lisandro, sentado en la escalera, encorvado, abstraído. Lo que leemos en su rostro no es miedo. Es pavor. Un pavor inconmensurable. En ese instante ella intuye una profundidad desconocida. Tal vez una intuición-bisagra. En la ficción, Bertuccelli debe montar el unipersonal “El tiempo es oro”, título que confirma la vocación existencialista que impulsa la película. En varias escenas el reloj se hace sentir en su urgencia opresiva y uno teme que Robertina no logre llegar nunca, ni a los ensayos, ni al aeropuerto, ni a la noche del gran debut. Y además a cierta edad -y esto es un hecho, aunque la ciencia y el discurso de autoayuda pretendan negarlo- también comienzan a acortarse los tiempos para alcanzar esas otras cosas, esas metas que supuestamente son las que le dan un sentido a nuestro tránsito por la Tierra: tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol. De un día para otro, y para su sorpresa, a Robertina le plantan como cuarenta ficus en el parque de su casa, cuando su prioridad era quitar de allí un árbol seco para trasladarlo al escenario de su obra. Creo que la trama vinculada al teatro, más allá del bucle autorreferencial, funciona principalmente como dispositivo abierto a la circulación de símbolos y preguntas. ¿Por qué llevar al teatro ese árbol incómodo de ramas peladas y tristes? ¿Qué busca Robertina con ese árbol? ¿Por qué la insistencia en arrancarlo de raíz? ¿No es mejor plantar un árbol joven, para cuidarlo y verlo crecer? ¿Por qué colocarlo justo allí, en su espacio de creación? ¿Para convertirlo en ficción? ¿Para salvarlo del tornado que aún no terminó de devastar su hogar? ¿Aspira a resucitarlo, quizás? Ya no tenemos 20 años. No podemos plantar un tallo y sentarnos a esperar. Por eso me gusta la idea del crítico Shikhar Verma, quien postuló que esta película, en el fondo, se trata del miedo a empezar de nuevo. Hay que asumirlo nomás. La ansiedad se vuelve inevitable cuando uno por fin descubre que lo único que realmente importa es aprender a decidir, minuto a minuto, qué hacer con el tiempo que nos queda.
“¡Tenemos que disfrutar juntos!”, le reclama un hombre a su hijo, un niño de seis o siete años que ya no tiene ganas de seguir subiendo la cuesta. El padre le pide al chico que cumpla esa tarea, una de las tantas actividades de “la lista de cosas” que ambos deben completar durante esos días en las sierras, como si fuera un decálogo de ritos de pasaje heredados por la familia que necesariamente hay que respetar. El chico se divierte cuando van a nadar o a pescar, o cuando recorre el bosque en soledad, pero no la pasa nada bien cuando el papá le propone asar juntos un cordero que acaba de ser degollado frente a sus ojos atónitos. Por sobre todas las cosas, el chico extraña mucho a su mamá. Hay un divorcio en marcha, una tristeza profunda que crece y tamiza sin consuelo todo el relato. Padre e hijo (Jorge Rossi y Valentino Rossi) van a las sierras para llevarse las últimas cosas que quedan en una casa familiar que se pondrá en venta. La esencia de la historia la conocemos, porque tiene los componentes universales propios del cada vez más extendido terreno del coming of age. Puede haber muchas películas con líneas narrativas similares en el cine de hoy, pero no creo que existan muchos niños como Valentino, tan soñador y a la vez tan terrenal: es él quien le aporta a este cuento un compás absolutamente genuino. El chico se las ingenia para brillar incluso en la escena más oscura (literalmente) de la película, ambientada una noche de tormenta, sin electricidad en la casa, en la que el padre le enseña a su hijo a jugar al truco. Sin revelar lo que ocurre allí, puedo decir que la confección de esta escena sencilla y memorable -sólo iluminada por una linterna vincha y la pantalla de un teléfono celular- define el notable trabajo con la luz que atraviesa todo el film. No quiero dar más vueltas buscando otros adjetivos: Primero enero es una película preciosa. Sus creadores podrían dar una clase de lo que significa tallar esa cualidad sin caer nunca en la tentación del preciosismo, básicamente porque las elecciones de estilo son modestas y evitan llamar la atención sobre sí mismas. En una época del cine en donde la contemplación demorada del mundo se convierte a veces en una mera pose programática -aunque no se tenga mucho para decir-, aquí la clave parece residir en el cuidado del tiempo interno de los planos, que tienen la duración justa, todos precisos y pertinentes. Un modelo de concisión, tanto narrativa como simbólica.