Suleiman y seis más
Está comprobado que, en general, los films colectivos funcionan cuando son regidos por un patrón estético/ideológico (Lejos de Vietnam, RoGoPag) en circunstancias especiales; aquellos que caprichosamente giran en torno a una ciudad como motivo aglutinante suelen ofrecer un valor que no supera la medianía. Además, confirman los defectos y las virtudes de los directores involucrados. Esta película dividida en episodios según los días de la semana no es la excepción: Del Toro, como realizador es un buen actor; Noé y Medem perdieron el rumbo hace tiempo; Trapero, Cantet y Tabío, la fuerza, y Suleiman es un genio.
El viaje hacia La Habana no comienza de la mejor manera. El lunes le toca a Benicio Del Toro con la historia de un joven actor gringo extraviado en el “exotismo” cubano, una especie de antihéroe en busca de sexo. Sus intentos infructuosos no estarían nada mal si el director no los arruinara con los colores chillones forzados, propios de una publicidad, y con un final tan convencional como espantoso (ya adivinan ustedes seguramente con quién se topará el protagonista cuando no consiga una “chica”).
Trapero elige para el martes a Kusturica en su pose predilecta. El serbio no escatima en alcohol, vive borracho y le provoca dolor de cabeza al ingenuo guía que debe acompañarlo a los actos protocolares y que resulta ser un músico excepcional. El argentino filma mejor pero la historia es muy lavadita (a pesar de que la escribieron cuatro) y cae en el mismo ideologema que el anterior corto y algunos venideros: hay que salvar a los cubanos y llevarlos para otro lado. La visión, por otra parte, no sale de enfatizar signos recurrentes tales como la música, el sexo y el alcohol pero de una forma digerible para espectadores turistas.
El miércoles es el peor día. La tentación de Cecilia se llama el bodoque de Medem y eleva a la enésima potencia los defectos destacados. Un empresario español alojado en el lujoso Riviera quiere llevarse a una hermosa negra a triunfar a Madrid (en realidad primero desea acostarse con ella). Todos los lugares comunes del multiculturalismo aparecen en esta especie de bolero escenificado, a la vez que ratifica la mirada etnocentrista una vez más: salvemos al pobre pueblo cubano; los europeos han venido a llevarlos a la meca del capitalismo.
Por suerte llega el jueves y las postales ceden el lugar al gran Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Tati. Es el único que no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza del personaje, por su estatismo, su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de La Habana, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a personajes solitarios frente al mar. Mientras todos se van de joda en los otros cortos, éste recorre un zoológico (¡!), se pierde en el hotel y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) ni del que logra entender la conducta jocosa de los habitantes. Pero más allá de esto, el otro punto interesante es cómo maneja a través de la ironía (y hasta con un ejemplo de montaje intelectual) el aspecto ideológico sin recurrir a palabras: con sólo mirar una estatua de Arafat y escuchar los discursos por televisión de Castro en el cuarto de hotel, Suleiman parece confirmar el carácter icónico de los líderes antes que sus acciones. Sin duda, el episodio vale el tiempo invertido en ver la película.
El viernes es el turno de un Noé perezoso, quien no parece estar a gusto con el encargo. Sus visiones infernales, violaciones en tiempo real y rostros reventados por matafuegos no tienen lugar en una ciudad como La Habana, así que el joven se resigna con reemplazar la luminosidad diurna por la noche de los rituales ancestrales a través de una adolescente lesbiana a la que los padres someten a un ritual de purificación. Como propuesta no está nada mal, pero todo se concentra en una escena con el hechicero y su habano (¡!) sacando “los demonios del deseo”. Eso. Nada más. Destacable, eso sí, el montaje de sonido del japonés Ken Yatsumoto.
Juan Carlos Tabío se ocupa de establecer un intertexto con el horrible episodio de Medem puesto que aparecen personajes ya vistos, en una modesta historia del peor costumbrismo que concluye con el argumento de la otra y reitera el bolero pegajoso que suena de fondo.
El domingo le toca a un Cantet livianito. El director francés se circunscribe a un espacio social más acotado para resaltar el valor comunitario de los vecinos ante el pedido de una anciana quien ha soñado con la virgen. La virtud está en la frescura de los “no actores” sin recurrir a diálogos impostados. Un cierre moderado.
Es Italo Calvino el que escribe en Las ciudades invisibles que “no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe”; a pesar de ello, será siempre más potente el relato de quienes estuvieron en esta hermosa ciudad que este mosaico convencional, a menos que se disponga de un rato para mirar algunas buenas postales.