EL TEATRO DE LA VIDA Si pusiéramos películas en espejo, sólo para indicar el reverso, El triunfo es lo opuesto de César debe morir (2012), de los hermanos Taviani. Comparten temática (la posibilidad de generar un lugar para el arte en cárceles de máxima seguridad), pero el camino es totalmente diferente. Allí donde los Taviani hibridan las formas genéricas y nunca pierden de vista la institución, Emmanuel Courcol hace honor al título de su propuesta, “el triunfo”, acudiendo al viejo esquema del individuo que lucha contra obstáculos y de algún modo llega a la victoria. Con mensaje incluido, por supuesto. El individuo en cuestión es Etienne, un actor desocupado que decide hacerse cargo de un taller. El objetivo es ambicioso: poner en escena con un grupo de cinco reclusos Esperando a Godot de Samuel Beckett. A medida que avanza el proyecto, Etienne deberá lidiar con sus propios fantasmas y con sus obsesiones. Ponerse en el rol de director implica bordear una delgada frontera hacia el autoritarismo, sacudir el ego por la cara de modo peligroso, y si a ello sumamos la inexperiencia de quienes actúan todo se vuelve más problemático. Si bien los presos intentan colgarse el traje de profesionales, Etienne se dará cuenta de que lo más importante será hallar ese diamante que todos llevamos adentro y que alguien ayuda a pulir. Ahora bien, hay por lo menos dos formas de seguir la historia. Una de ellas consiste en perderse y dejarse llevar por el ritmo que propone, entregarse a la ficción edulcorada que oculta lo peor de la cárcel para ceder el paso a un grupo simpático de presos, construidos dramáticamente para tales fines narrativos. En esta dirección, en la que se propone como comedia dramática, inofensiva para aquellos que suelen consumir el fetichismo de la marginalidad, la película cumple las expectativas. No obstante, si se hurga un poquito, si se sale de esa superficie de placer, son demasiados los subrayados que se encuentran, asociaciones forzadas a partir de la idea de la obra de Beckett. La cuestión de la espera está lo suficientemente marcada en varios tramos y sentidos, y entonces asoman los mensajes peligrosamente. Inspirada en hechos reales, El triunfo se evidencia como una recreación personal acomodaticia a los parámetros y a las exigencias industriales, con un enorme protagónico de Kad Merad y una desdibujada mirada sobre la cárcel, más cercana a una carpa de circo que a la verdadera institución.
MISTERIOS ANCESTRALES “Nuevamente saliendo a investigar, pero ahora solo” se escucha en off. Investigación y soledad son los dos signos de la ropa existencial del protagonista, el antropólogo Raymundo, quien conduce por las rutas del norte argentino tras los rastros del despenador, figura andina inquietante cuya presencia data de antes de la conquista española. Cuentan los lugareños que los despenadores tenían una tarea: acabar con la vida de las personas enfermas mediante un abrazo que cortaba el aliento y evitaba el contagio. Recopilando pedazos de narración a través de testimonios, va Raymundo con su viejo auto en esta especie de road movie despojada de adrenalina. Porque si hay algo que singulariza a la película, pese a la idea del viaje y la movilidad que ello implica, es cierto estatismo en la puesta en escena que se corresponde con esa parálisis temporal, ese hiato que se abre en el presente cuando el pasado se cuela por los portales ancestrales. Esto, que en parte aparece justificado formalmente, acaso perjudique al tono, impregnado de monotonía y carente de vida en varios tramos. Que la película transite por un sendero de indeterminación genérica es un sesgo interesante. Pasarán unos cuantos minutos hasta que descifremos su naturaleza ficcional pese a que la base real que sustenta la historia es muy fuerte. No obstante, todo ese lado enigmático, misterioso, que podría explotarse a partir del orden de las creencias, le cede la posta a una omnipresencia de la voz en off cuyas constantes reflexiones empantanan el ritmo narrativo, siempre en zona de arranque, pero flaco de reservas. Incluso, ese nivel enunciativo relega gran parte del paisaje y de momentos que sí son verdaderos hallazgos porque parecen escapar al cálculo. Se trata de zonas en las que la cámara descubre (¿espontáneamente?) aspectos de lo cotidiano, como ese desfile de cabras en medio de la ruta la botella de vino apoyada en el auto mientras Raymundo, parado en medio de las salinas, mira el horizonte. Son apenas pinceladas dentro de una propuesta que combina melancolía y humor aunque le falta aire.
EL CINE CON CONSIGNAS Son tiempos difíciles para el cine y para las artes en general. Ciertas poses, ciertas actitudes, ya no se distinguen de sus campos de procedencia. Hoy, la tosquedad es un fantasma que se come a las películas, vengan de festivales, plataformas o de la industria más poderosa. El discurso, los imperativos sobre lo que hay que decir y cómo hay que decirlo, se imponen por sobre cualquier gesto de libertad, de espontaneidad, y entonces, comienzan a aparecer las antologías de cataratas verbales interpelando a los espectadores desde los lugares más básicos que se puedan pedir. Ni siquiera se trata de un cine militante porque, paradójicamente, la supuesta ruptura contra paradigmas dominantes se sostiene con un feroz conservadurismo. El resultado: la corrección al palo o una misantropía barata sin zapatos de goma. Ellas hablan, la película de Sarah Polley, es un manual de pertenencia al control estético, cerrado a un universo donde la homogeneidad apesta. “Lo que sigue es un acto de imaginación femenina” reza un epígrafe, aunque debiera sonrojarnos que en nombre de la imaginación femenina pudiera inscribirse esta película a una tradición (justamente revalorizada en la última década) que incluye a cineastas como Alice Guy, Chantal Akerman, Agnès Varda, Ida Lupino, María Luisa Bemberg, entre tantas. Si algo distingue a Polley de todas ellas es la falta de matices, la cara sucia para dar lugar, incluso, a los actos fallidos. Planos rigurosamente vigilados, tono qualité que apesta y un guion forzado son apenas algunos eslabones de esta historia donde un grupo de mujeres discuten qué decisiones tomar frente a la violencia de los hombres. El principal problema es que, lejos de circunscribir tal debate al universo ficcional y autónomo de la película, cada una de las líneas de diálogo se pretenden desde la ampulosidad de los grandes temas, el carácter solemne y la apariencia de pajaritos que quieren salir de la pantalla para chocar con nuestras cabezas pensantes. En otras palabras, los temas de turno importan más que sostener un relato dramáticamente, gritar que los hombres son una especie alienígena indeseable con alegorías baratas donde ni caballos se permiten, sino yeguas, se torna insoportable. Esta visión del mundo, que anula cualquier idea de humanidad y se refugia en una mirada de hosquedad garantizada, es parte de la actualidad, la de un cine con consignas (igual al de El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund) destinado a fenecer en su propio gesto de ostentación. Y en esa cualidad de oportunismo, ni siquiera se atreve la película a hacerse cargo del hecho que le presta la historia real: el horrible episodio de violación masiva acecido en la Colonia Manitoba entre 2005 y 2009 en Bolivia, donde un centenar de mujeres fueron sedadas y abusadas por hombres de la misma comunidad. Esta aberración, y el posterior juicio, quedaron registrados en el libro de Miriam Toews que, al igual que Sarah Polley, encuentra la excusa perfecta para desviar la atención al ombligo primermundista posmoderno con ficciones edulcoradas. Entonces, en el colmo de la obviedad, ambas se centran en las deliberaciones de las mujeres mientras se desarrolla fuera de campo el juicio y ellas deben optar por quedarse y luchar o irse y comenzar una nueva vida. El empate complica las cosas. Deslindar esta situación del contexto original (lo que sucedió en Bolivia que, lógicamente vende menos que los intereses de la Unión Europea y EE.UU.) es una iniciativa que da cuenta de regodeo, de egoísmo y de orientación definitiva hacia la burda pretensión que toda paja mental supone. El único hombre en la película se llama August, docente y granjero fracasado, que da forma a las actas y no tiene, por supuesto, voz ni voto. En todo caso, es la cuota moderada de lo masculino entendido como amenaza (para que no se note tanto la aversión). Mientras todo esto se declama, no han de faltar las postales bonitas, los encuadres fabulosos, el preciosismo que envuelve como papel de caramelo, porque Polley no quiere jamás salirse de ese lirismo al que premia y se traga el sistema y aplauden las buenas conciencias. Teatro de caricaturas y prejuicios, Ellas hablan es de un reduccionismo conceptual y cinematográfico alarmante. Con seguridad, el show debe continuar en la entrega de los Oscar con los discursos preparados para la ocasión por parte de McDormand y compañía.
EL PESO DE LO REAL Holy spider, la película recientemente estrenada de Ali Abbasi, contiene una secuencia inicial que promete, o mejor dicho, que le debe más al cine que al imperativo por exponer un drama social. Si bien se inscribe en esa tradición de sordidez que tanto cotiza hoy en día, no se puede obviar que el desarrollo narrativo y dramático posee una fuerza visceral que difícilmente genere indiferencia. Se trata de la representación de uno de los 16 crímenes perpetrados a mujeres, trabajadoras sexuales, por parte de Saeed, padre de familia, que con su moto sale a matar para “limpiar” a la ciudad de lo que él considera una escoria y una ofensa a Alá. Enmarcada en un espacio genérico que mucho le debe al terror, más allá del peso de lo real, es el primer eslabón del caso que sacudió (y no necesariamente conmovió) a la sociedad iraní aunque permitió develar los inconvenientes de un sistema en el que la justicia terrenal no puede ser jamás objetiva ante las creencias religiosas. A base de un registro por momentos documental, Abbasi arma en este primer tramo un potente cuadro expresivo que no ofrece concesiones de ningún tipo y que pone en jaque a cualquier alma que se muestre sensible ante hechos de tal naturaleza. En otras palabras, estamos ante la presencia de un cineasta y no meramente de un cronista, que se toma libertades para dar cuenta de un monstruo con apariencia respetable y fundamentos morales, conectado con esas otras ficciones al estilo de La sombra de una duda (Alfred Hitchcock), La noche del cazador (Charles Laughton) o El silencio de los inocentes (Jonathan Demme). Sin embargo, a diferencia de aquellas, el peso de lo real es demasiado para que el director pueda dejar en un segundo plano la preeminencia del drama social y cultural de fondo. Por ello, no pasará más de media hora para que sepamos que todo está cocinado, y que la intriga, el terror y la construcción de personajes fuertes cedan el paso a las ideas. En esa tensión se juega la película tempranamente su destino y va cayendo, como si de un carro alado se tratara, tironeada por la necesidad de denuncia. De modo tal que la urgencia del presente termina condicionando la libertad formal de la secuencia inicial y el alto impacto visual se apaga paulatinamente para caer en convenciones harto vistas en un mundo de artilugios globales satisfactorios para la obtención de premios importantes. La clave es la incorporación de una protagonista reportera dispuesta a investigar los crímenes que no parecen ser de primordial interés para las autoridades. Si bien no es del todo convincente el modo en que logra involucrarse en la investigación, sí es interesante la manera en que sin ser asesinos seriales los hombres pueden ser una amenaza constante para las mujeres en un país de raíces dogmáticas y opresivas. Una muy buena escena traza un paralelo al respecto. Luego, Abbasi introduce una coda con los ribetes judiciales del caso y una vuelta de tuerca, pero ya estamos de lleno en un terreno de ideas que empobrecen el imaginario de posibilidades cinematográficas. El peso de lo real y la crónica son una tentación irresistible, y como ocurre en estos casos, son más atractivos los documentales que las ficciones propiamente dichas sobre casos resonantes. Esta no es la excepción (ver en lo posible And along came a spider, 2003).
LA MUJER QUE SE ABISMA En ese hermoso compendio de Roland Barthes que se llama Fragmentos de un discurso amoroso hallamos un mosaico de citas referidas a las diversas derivaciones que surgen de estar enamorado. En una de las entradas se lee: “Abismarse: Ataque de anonadamiento que se apodera del sujeto amoroso por desesperación o plenitud”. Claire Denis ya había utilizado ese texto en Un bello sol interior (2017), pero vuelve de modo implícito para hacer honor a varias citas del libro o al menos para poner a prueba algunas de sus afirmaciones con imágenes. El comienzo de la película nos muestra a la pareja protagónica en un lugar paradisíaco, de esos donde el agua se delata cristalina, el cielo no puede más del color azul y el sol parece más cálido que nunca. Como poseídos danzantes, los amantes se desplazan lentamente en lentos movimientos coreográficos, entregados a la naturaleza y al amor. Ese cine físico, de cuerpos presentes, tan caro a la realizadora, retorna en este inicio. Sin embargo, su perfecto contrapunto surge unos minutos después, cuando la pareja retorna a París por un túnel oscuro y el cielo se vuelve gris, los ambientes opacos y pasan cosas. Sara (Juliette Binoche) se dispone a ingresar a la radio donde trabaja y mira de soslayo a un hombre. Entra como puede al edificio, toma un ascensor y una vez dentro, en un plano cerrado, le escuchamos decir “Francois… Francois”. Mejor dicho la oímos susurrar, respiración mediante, al mismo tiempo que la cámara desciende y enfoca sus manos como queriendo abrazar o retener algo a la altura de su estómago. Es la mujer que se abisma, es el antiguo amor que se remueve en las tripas, ese fuego que no se puede apagar porque en materia de deseo todo es una caja de Pandora. De este modo, ese cristal transparente, ese mar de la primera secuencia, ya parece una ilusión o un vidrio a punto de resquebrajarse agónicamente. Y así será el resto de la película, el réquiem de una relación donde cada integrante está atado a su memoria afectiva y a sus impulsos amorosos. Sara y Francois. Jean (Vincent Lindon) y sus fantasmas de ex convicto y la imposibilidad de criar a su hijo Marcus cuya custodia tiene la abuela. En la primera relación, Denis se destaca una vez más en esa voluntad por explorar las sensaciones y las formas que entreteje el deseo, ese deseo que anula cualquier racionalidad. Basta ver a Sara jugando a olvidar a Francois, pero al mismo tiempo metiéndolo en su vida nuevamente mientras está con Jean. La confusión, el abismo, inciden en su cuerpo, en su encierro. Frente al espejo, en otra gran escena, reconocerá que donde renace la pasión regresa el martirio. Lo llamativo, a diferencia de sus películas anteriores, es la linealidad del relato. Esta decisión acaso permita advertir que sus habituales preocupaciones sobre el racismo y el colonialismo francés parezcan forzadas por una vez, implantadas en medio de una historia cuyo centro sensible es el vínculo debilitado de la pareja protagónica, asediada por un tercero y las consecuencias que ello genera. A medida que transcurren los minutos, vamos armando un cuadro social de la vida de Jean que incluye un hecho delictivo pasado, cuando jugaba al rugby, el efecto en su economía y las dificultades con su hijo negro, resultante del matrimonio con una madre ausente que vive en Martinica. Es demasiada información como para lateralizarla al conflicto central. Porque el verdadero nudo de la cuestión es siempre la manera en que se desarma la intimidad y la vida de esta pareja a partir de la irrupción de Francois que, si bien parece sorpresiva, da la sensación de ser un espectro convocado por ambos para culminar una tarea pendiente. Así lo sugieren los planos cerrados que muestran a Sara y a Jean en la cama. Son cuerpos que se entreveran y que gimen de placer que no necesariamente se corresponden (sobre todo en Sara) con lo que ven o sienten sino con lo que imaginan o temen. Por eso los colores fríos y la tenue iluminación. “Mon amour… mon amour”, suelta delicadamente ella en medio del orgasmo, pero nunca sabremos a quién se lo dice. Jean piensa, y tampoco sabremos en qué o si esos pensamientos lo alejan del placer para conectarlo con la peor de las sospechas. Sin lugar a dudas, Jean es la sombra de la duda personificada. El carácter espectral de Francois (Grégoire Colin), ese ente que viene a ocupar el ámbito imaginario de Sara y Jean en su pose seductora y demoníaca, se contrapone al orden de lo real cuando deja entrever sus mañas de niño histérico. Nuevamente, una cosa es lo que imaginamos y otra lo que es. Progresivamente se gana un lugar en la película desde un espacio más imperceptible, signado por reflejos y sombras, hasta convertirse en una presencia concreta que no vale dos pesos. Es parte de un juego de contrastes que revela apariencia y realidad. Pero el tema es el deseo y a dónde nos conduce. Sobre las consecuencias físicas, psicológicas y morales de esto versa Con amor y furia, con la característica mirada (más disimulada) de una gran realizadora.
CLISÉS DEL (VIEJO) NUEVO CINE ARGENTINO La obsesión por los rostros y los archivos familiares que ya se vislumbraban en la anterior película de Melisa Liebenthal, Las lindas, se reitera en El rostro de la medusa aunque con resultados poco convincentes. En esta ocasión, las fotografías de la realizadora, más que un motor productivo, son el telón de fondo para una ficción en la que una joven llamada Marina encuentra que su rostro ha cambiado. Si el punto de partida resulta interesante, el tratamiento da cuenta de un desarrollo donde la idea de exploración pretende ser más importante que contar una historia. Es decir, se trata de esa clase de película donde las intenciones son más relevantes que aquellos que vemos. Y esto se nota en la apuesta, porque más allá de la anécdota central, hay imágenes que obedecen a un registro documental más cercano a un informe antropológico que al drama individual insinuado. Son varios los clisés del (viejo) nuevo cine argentino: frases escuetas, diálogos banales, humor solapado, personajes a la deriva atravesados por angustias urbanas y actuaciones parcas. Su espíritu lúdico y su voluntad reflexiva son cuestiones que quedan relegadas a un ejercicio ensayístico. Hay alguna escena simpática (aquellas en las que aparece la familia de la directora), pero, en una visión de conjunto, priman un manejo posible de materiales que conducen a una abstracción carente de alma y de emociones y una forma desganada de comprender cómo funciona el absurdo. Incluso, los primeros planos sobre los animales son portadores de ese gesto ligero y apático.
¡SACAME LA TELENOVELA TURCA! La escena inicial de la película me genera sentimientos encontrados. Una leyenda indica que el marco donde transcurre la historia es Lyon, hermosa ciudad francesa que tuve el gusto de conocer. Pero más me seduce la presencia de Fanny Ardant. Todas las expectativas se disipan cuando noto que el lugar es una clínica, porque me acuerdo inmediatamente de que la mayoría de los culebrones turcos que suelen dar por la televisión con piano de por medio transcurren en hospitales. No faltará mucho para que Los amantes jóvenes, reciente estreno dirigido por Carine Tardieu, muestre poco y nada a la ciudad de Lyon y tenga más que ver con esas telenovelas de moda. Contrariamente a lo que se espera, aquí hay una historia donde un médico de 45 años, con su familia ya formada, se enamora de una mujer de 70. Y si bien podría considerarse un acierto la inversión del cliché, nada va más allá de la tibieza melodramática, envuelta en una serie de encuentros, reencuentros y desencuentros inverosímiles o forzados para que las piezas encajen a la manera de un Tetris. Pierre conoce a Shauna una noche en la que atiende a una amiga de ella. Por esas vueltas de la vida, se topan nuevamente años más tarde y la mujer tiene que lidiar con ese límite impuesto socialmente entre el deseo y la edad. Pero claro, no se trata ni de una película de Douglas Sirk ni de Rainer Fassbinder, y entonces, a galope comienzan a surgir los golpes bajos, las enfermedades y los condimentos del más barato juego de las lágrimas. Porque si la película gana puntos a la hora de representar el pudor y la intimidad de una mujer mayor de edad, echa todo por la borda cuando se preocupa por la acumulación de convenciones. En efecto, el eje de la pareja y de cómo contener su amor más allá de las presiones familiares y sociales, es sustituido por el de la clásica aparición de la enfermedad. Solo se salva en estas caídas la química entre Ardant y Poupaud. El resto no tiene nada que envidiarle a las telenovelas turcas dobladas en un castellano alienígena.
SOLO QUIERO QUE ME AMEN El motivo de dos jóvenes escapando por las carreteras de EE.UU. es recurrente en la cinematografía americana y ha atravesado diversos contextos y moldes genéricos, desde los motoqueros de Easy Rider para marcar el fin de una era de amor y paz, pasando por los Días de gloria y Badlands de Malick y su visión de los setenta, hasta los excesos de Lula y Sailor en Corazón salvaje de Lynch, una revisión paródica del cine clásico. Luca Guadagnino ubica su historia en la década del ochenta e inunda sus imágenes con colores que traducen cierta melancolía. Se despacha la cuestión política con algunos televisores donde se cuelan malas noticias. Es el contexto de una América donde los jóvenes repiten esquemas de consumo, deambulan como zombies por los pasillos escolares o buscan algún horizonte donde encajar en medio de familias disfuncionales. Y en ese marco social que apesta, introduce la variante del canibalismo, como si no hubiera otra opción para escupirle en la cara al conservadurismo de Reagan. Es decir, hay una especie que, por motivos que no se explican, siente el deseo de comer humanos. Se reconocen y se huelen entre ellos, a tal punto que, en vez de enfrentarse, se buscan solidariamente. En este mapa, la pareja protagónica iniciará un viaje con diversas paradas donde alternarán los problemas que se les presentan y los propios recuerdos de pasados traumáticos. Si bien hay pasajes donde se producen lagunas narrativas o recurrencias propias de esta clase de relatos, lo mejor del director siguen siendo esas atmósferas de alegría momentánea donde se conjugan elementos fetichistas propios de la década con lapsos de felicidad en los vínculos que mantienen los personajes, además de ese tinte crepuscular propio de quienes están condenados a vivir el amor a cuenta gotas. También hay buenos resquicios para el terror, sobre todo en la patética figura de un tipo con trencitas llamado Sully, magistralmente interpretado por Mark Rylance. Pero lo que Guadagnino, un tipo al que le gusta guiñar, nos muestra también es ese oscuro objeto del deseo. Un coqueteo, una caricia y un abrazo pueden culminar en sabrosos mordiscos de placer, continuando también una tradición que nos ha legado joyas cinematográficas del género, desde James Whale, pasando por los vampiros de la Hammer, entre tantos apetitosos chupasangres. Tanto Lee como Maren comparten este instinto al que vuelven una historia de amor y de viaje, con comidas y sensualidad, y siempre con el peligro al acecho. El tinte del color es homologable a la textura de un sueño donde es factible recorrer estados, meses, como si todo transcurriera durante una noche. Son ellos dos los que encabezan un gesto de rebeldía en una época donde los padres señalan con los dedos a sus hijos, los instan a esconder sus deseos y la gente comienza morir de Sida. Ante ello, la respuesta es como el tema de Judas Priest, Eat me alive (una referencia no tan antojadiza si se tiene en cuenta la alusión directa a Lick it up de Kiss en una escena memorable). Hasta los huesos, incluso, podría verse como un melodrama donde cabe la famosa frase que sirvió de título a una de las películas del maestro Fassbinder, solo quiero que amen. Su final está rodado de una forma que imita una escena de amor, centrándose en la conexión en lugar de la destrucción. De este modo, Guadagnino concluye un arco de madurez a través del amor.
EL MUNDO COMO QUIRÓFANO Recuerdo dos cortometrajes fabulosos que remiten al miedo social y cultural y a las consecuencias que generan. El primero es de los creadores de South Park y está incluido en Bowling for Columbine (2002) de Michael Moore. Mientras miles de argumentos intentan dar cuenta de las razones que producen hechos trágicos con armas y adolescentes en EE.UU., los autores de la emblemática serie animada lo sintetizan en menos de diez minutos. El efecto es similar al de La carta robada, el magistral cuento de Poe: nadie mira ni busca en el lugar más evidente. El segundo le pertenece a Ettore Scola y se llama 1943-1997 (1997). Los años refieren la distancia temporal que ha pasado para un niño que ha escapado de los nazis y que en el presente ve cómo un muchacho negro corre y se refugia como él en una sala de cine. A modo proustiano, Scola nos ofrece el ritual de ver una película como resistencia al caos en el mundo, donde nada ha cambiado: el miedo propio ahora es el de los otros. Cito dos formas efectivas, lúdicas y creativas para representar el drama de la violencia cultural, social y racial que continúa como un azote y cuyas raíces son los miedos. Pero presumo que a medida que los problemas se agravan, las formas cinematográficas son cada vez más pobres y uniformes para abordarlas. Lo confirman la cuantiosa cantidad de películas actuales que construyen una idea de mundo como quirófano, esto es, un universo de colores fríos, carente de matices, estéticamente impoluto, donde cada drama es una excusa para sacudir ejercicios reflexivos/morales antes que emociones genuinas. En otras palabras, el cálculo adormece la ficción. Al inicio de No odiarás, de Mauro Mancini, se produce un contraste. Un padre obliga a su pequeño hijo Simone a meter unos gatitos en una bolsa y arrojarlos al lago. Semejante atentado contra la naturaleza se da en un entorno natural idílico, justamente. Pero la escena, que replica la podrida herencia de la que son víctimas las criaturas, oficia como punto de partida para un cine que privilegia el ejercicio reflexivo por sobre las imágenes o la construcción estética, con pavor ante la desprolijidad. Lo confirma la escena siguiente. Simone ahora es un cirujano, vive cómodamente y suele practicar remo. En una de sus incursiones se topa por azar con un accidente en el que un hombre se encuentra malherido. Cuando se dispone a asistirlo, le descubre una esvástica en el pecho, motivo suficiente para traicionar el juramento hipocrático y abandonarlo a su suerte. Claro, Simone es judío y toma una decisión que le pesará en el futuro más allá de eso. A partir de allí, la atmósfera de la película se impregnará de una densidad a base de leves movimientos de cámara, silencios y esa cuota de estatismo que suele acompañar a esta clase de historias sustentadas en determinaciones morales. Estamos ante un personaje que comienza a actuar con culpa y que para redimirse contrata como personal de limpieza a la hija del neonazi. Y entonces, el mundo se vuelve un quirófano de texturas azuladas, plagado de frialdad, mientras los dos mundos en tensión se vuelven víctimas y victimarios. Es decir, la mirada que proyecta el director parece conducirnos a que hay una maldad humana innata que excede a las ideologías y a las religiones, y que según las circunstancias aflora con arrebatos de furia suficientes como para odiar, matar e impedir las historias de amor, a priori, inconcebibles. Esto, que también se transmite por herencia familiar, provoca daños irreparables. La Italia de hoy, la de inmigrantes despreciados, la de resabios fascistas y brotes neonazis, es una parte importante del problema. Y ese problema sobrevuela en esta película. El principal inconveniente es la inclusión de artilugios en la trama que rozan lo inverosímil dentro de una pretendida seriedad y de resoluciones oportunistas, forzadas, que dan cuenta de excesos alegóricos y de una acumulación de herramientas tendientes a que vivamos en el mundo/quirófano de la sordidez contemporánea.
CON LA MÍNIMA A Michael Myers lo jubilaron con la mínima. Han pasado casi cuarenta y cinco años desde la maravillosa creación de John Carpenter y de uno de los personajes cinematográficos más terroríficos. Hoy nos toca asistir a una versión lavada y tan mala de todo aquello que hasta dan ganas de abrazarlo. Bueno, no sé… David Gordon Green cierra su trilogía con lo peor que se le puede tributar a la sagrada familia encabezada por Jamie Lee Curtis: falta de entusiasmo. Y esta falta de entusiasmo (que venía asomando en las dos anteriores) se desparrama por diversos caminos que van desde resoluciones incoherentes en el guión y falta de solidez en la construcción de ciertos personajes, hasta una arbitrariedad absoluta en las elecciones dramáticas. El resultado final es similar al comienzo de Blow Out de Brian De Palma, cuando los gritos de las víctimas son apenas quejidos lamentables. La primera tontera de la película es añadir a un joven, un tal Corey, una versión ridícula de estudiante que se gana la vida cuidando chicos. Una noche, un accidente provoca la muerte del pequeño a cargo y ya nada es lo mismo. La secuencia no está mal, sobre todo si correspondiera a otra historia, pero si hay algo que la torpeza de Gordon Green logra es desviar la atención y postergar lo más importante, lo que toda la hinchada reclama: ¡la aparición de Michael, la aparición del Mal! Y cuando aparece…es una versión de anciano que sale de los bajos fondos y necesita un socio para volver a “trabajar”. El problema es que, como ocurre habitualmente, el pibe quiere ganar más que el que enseña. No es la única decisión a contrapelo de una tradición y del sentimiento de euforia ante la calabaza iluminada y el piano inconfundible de la música original. Desde la tipografía elegida, la película evidencia un desgano que se traslada a las figuras femeninas de Laurie y su nieta. A diferencia de otras películas donde el terror aún es dignificado (It Follows, The Babadook) y pueden dar cuenta del miedo inherente a todo ser humano, Gordon Green nos pone a la heroína escribiendo un libro y explicando todo acerca del asunto. La misma desidia cabe para el enfrentamiento final. Siempre Halloween se vinculó con el western y Jamie Lee fue nuestra justiciera agazapada en el Saloon esperando tantas veces por su Karma. Se trata de una épica, un gesto que este final de saga arruina completamente, más cerca del Fuenteovejuna de Lope de Vega que del merecido cierre de una pesadilla. Los habitantes del pueblo de Haddonfield duermen tranquilos, pero seguramente saben que pudieron jugar mejor esta partida. Incluida Jamie Lee.