Un caleidoscopio llamado La Habana
Las ciudades en el cine son y se construyen. Son lo que dicen ser pero también como resultado de un montaje. ¿Cómo es esta Habana? Es inasible, es de raíces negras, de música y cine, es política, pobre, pagana y cristiana. Es un laberinto.
Lo que atrae a este cronista, para no recaer en la disparidad usual de propuestas similares -esto es: films corales con un eje que, si bien demarcado, dispara de maneras imprevistas, sin nexo claro entre las distintas unidades, a la manera de un caleidoscopio que puede resultar feliz o descolorido- es la manera de mirar. Es decir, qué sucede cuando esta mirada viene dada desde lugares varios, imprevistos. La plasmación de ciudades cinematográficas es un itinerario que atrapa, que hace perder al espectador por sus calles, que abre ventanas al mundo pero también a la sensibilidad fílmica.
En otras palabras: las ciudades en el cine son y se construyen. Son lo que dicen ser pero también como resultado de un montaje, con sus planos cinematográficos dispuestos a la manera de ladrillos de rompecabezas, con edificios, calles y casas, más el ir y venir citadino. Entonces, ¿cómo filmar una ciudad sin, a la vez, construirla? Es más, la mejor película sobre París nunca tocó suelo francés, la filmó Vincente Minnelli en la MGM: Un americano en París (1951).
Hay una imbricación confundible, bienvenida. Más todavía si las miradas arquitectónico-fílmicas que participan son variadas, de latitudes distintas. Porque, aquí otro ejemplo, una de las mejores películas sobre/con Buenos Aires -Happy Together (1997)- la hizo un chino: Wong Kar Wai. En cuanto a La Habana y sus siete días con siete realizadores distintos, el caleidoscopio resultante conoce un derrotero que, felizmente, escapa a la tarjeta postal, a las imágenes previsibles. Cada cortometraje un día, pero también un mundo en sí mismo, que dispara hacia poéticas particulares que culminan por enhebrar una Habana imprevista.
¿Y cómo es esta Habana? Es inasible, es de raíces negras, es de música y de cine, es política, es pobre, es pagana y es cristiana, es un laberinto. Hollywood ingresa desde la mención que Benicio del Toro hace en su trabajo, desde el rostro adolescente, de estrella en ascenso, de Josh Hutcherson. La noche cubana lo espera, con sus puros enormes, el sexo latente, o la mezcla entre huevos rotos por un celular con senos perfectos. Una imagen casi absurda, pero que conjuga mucho. Porque lleva a la asociación con otras imágenes más, provistas por los demás cortometrajes. Celular que esconde prostitución, huevos fundamentales para la torta enorme, con el tiempo justo para su elaboración y entrega, que ofrece el trabajo de Juan Carlos Tabío, único cubano de la partida.
El grupo familiar que Tabío ofrece transita la exasperación de la falta de huevos para la torta (porque es trabajo, porque es responsabilidad de palabra), pero también la solidaridad vecina, desde un entramado donde participan la falta de energía eléctrica para el merengue, el alcohol disimulado para que la esposa no lo note, la hija, la hijastra, el padre veterano de guerra (ese "error", dice su mujer), la balsa hacia el mar. Balsa donde la hijastra concluye luego de pelear consigo, con él, con el otro él, por su destino de vida. Aquí es donde tiene ocasión justa el trabajo de Julio Medem: dos hombres y ella en el medio, afín al espíritu de simetría cíclica que caracteriza los trabajos del español. Entre la oportunidad del viaje al exterior, con su voz cantora y seductora, y el vínculo con su pareja, de vida sólo cubana. Pero, cuidado, hay otra historia de repercusión casi idéntica en éste. Porque en Medem -tal como el propio apellido denota- lo que es va y viene para, justamente, ser.
El agua de mar tendrá también un rol sacramental en el trabajo de Laurent Cantet (Recursos humanos, Entre los muros), circundado por la visión de virgen que dice que un altar habrá de ser levantado en el departamento de la mujer. Ella está obsesionada y comienza a dar directivas generales, particulares, como maestra mayor de obras, en busca del amarillo preciso o de las resoluciones más rápidas: ¿No hay agua? ¡Será agua de mar! Aquí la bendición final, aún cuando ello signifique goteras ininterrumpidas a la vecina del piso de abajo.
Pero para esta bendición última, que es conclusión del film, habrá primero de trazarse un laberinto desde donde derivar o en el que tranquilamente desesperar. El primero de los casos viene dado por el trajinar del mismísimo Emir Kusturica, quien interpreta a sí mismo para la cámara de Pablo Trapero. Primero desde un plano secuencia que imbrica espacios distintos, y hace convivir a la noche con el día. Tal el desvarío del director/actor, cuya misión -en verdad, de quienes le rodean- es la de llegar a la entrega del premio a su trayectoria con la mayor compostura. Pero hay llamados telefónicos que dicen desde el idioma que se desconoce. ¿Tendrán que ver con la borrachera de Kusturica? ¿O es ésta su manera "desenfrenada" de ser? El laberinto tranquilo, parsimonioso pero desesperado, es el que descansa en las imágenes del palestino Elias Suleiman. Sus imágenes son de composición precisa, simétricas, reiteradas. Con la mirada del propio Suleiman como protagonista rígido, observador o víctima de un encierro con puertas abiertas.
Y por último, si bien eje pendular del trabajo, situado en el medio del largometraje, una ceremonia de magia negra o reaccionaria, provista de todos los temores malsanos que irradian tradiciones que todavía albergan tantos resquicios del planeta, pero aquí con La Habana como escenario. Las imágenes de Gaspar Noé parecen dialogar con Yo caminé con un zombie de Jacques Tourneur, mientras se busca exorcisar el espíritu maligno que obliga al deseo por el mismo sexo, encarnado en una joven tan hermosa como su pareja elegida. Hay misterio, hay miedo, hay estupidez, hay mirada de adulto que juzga, hay una sociedad que se plasma y, justamente, una película desde la cual la misma sociedad se mira. Sea ésta cubana o de cualquier otra parte del mundo.