Durante décadas Nicolás Rubió ha pintado óleos de sus recuerdos del exilio, de sus años en un pequeño pueblo al que huyó junto a su familia durante la Guerra Civil Española. Su cotidianidad está anclada en su pasado, si bien pasaron más de 70 años de esa etapa, él la sigue retratando con la misma pasión, poniendo en cada cuadro el mismo esfuerzo que dedicó en los 600 anteriores. Con 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas, el director Fernando Domínguez reconstruye dos períodos de la vida del artista, el actual, obsesionado con un recuerdo que se ha desvanecido, y el de la infancia tan presente.
Un detalle menor como la cantidad de ventanas del frente de su casa en Vielles, aspecto vital para Rubió que es el único que lo podría notar, impide que pueda seguir adelante con su último cuadro. El realizador documenta este bloqueo y las consecuentes llamadas del pintor a sus conocidos en el extranjero para que lo ayuden a rememorar. Allí reside uno de los platos fuertes del film de Domínguez, el retrato de la impersonalidad con que el otro se comunica con sus amigos, con su interés concentrado en nada más que su cuadro.
El logro en ese sentido se contrarresta en parte con la otra cara de la película, que es la intención de contar la historia de Rubió a través de sus pinturas. La riqueza visual con sus óleos vivos, en movimiento, pierde fuerza por su modo de narrar, con un texto escrito y leído por el propio pintor. De esta forma, la historia contada a través de las pinturas se ve subordinada al relato del artista, subrayando con cuadros cada tema que aborda en su lectura.
El trabajo de Rubió es vasto, incluso ha tenido un período como realizador de cortometrajes. El recorte de Domínguez permite un apreciable acercamiento a su obra, pero en la construcción del relato no se termina de compartir la fascinación por su pasado.